Un acuerdo inquebrantable o una rebelión desesperada: el destino de Ángela pende de un hilo en el próximo capítulo de “La Promesa”.

[Aplausos] La atmósfera en el majestuoso Palacio de La Promesa se ha tornado densa, cargada de secretos inconfesables y anhelos reprimidos. Cada pasillo parece contener el aliento, a la espera del próximo golpe del destino. Y este golpe, disfrazado de solución, está a punto de asestar un vuelco dramático a la vida de la familia Luján.

La noticia que ha corrido como la pólvora silenciosa es que Beltrán, el acaudalado y enigmático joven, finalmente ha cedido ante las maquinaciones de Leocadia. Ha accedido a casarse con Ángela. La victoria de Leocadia debería haber sido total, un triunfo resonante que aseguraría el futuro de su hija y, por extensión, el suyo propio. Sin embargo, en el intrincado tablero de la vida y el poder, ninguna victoria es limpia y cada movimiento estratégico conlleva un coste imprevisto.

Beltrán, encontrándose en el despacho principal junto a Leocadia, exhibía una postura rígida, la de un hombre que cumple con un deber en lugar de abrazar un deseo. Sus ojos, de un gris acerado, no mostraban el brillo de un prometido, sino la opaca resignación de quien firma un tratado. “Así pues, está decidido”, sentenció Leocadia, su voz vibrando con una satisfacción apenas contenida. “Beltrán, has tomado la decisión más sensata. Una alianza entre nuestras familias no solo es conveniente, es necesaria en los tiempos que corren. Asegurará un porvenir estable para todos.”


“Mi palabra está dada, Leocadia”, respondió él, su tono tan plano como su mirada. “Me casaré con Ángela. Cumpliré con mi parte del acuerdo. Espero que los términos que discutimos se mantengan sin alteración.” Leocadia, agitando una mano en el aire como si espantara una duda insignificante, aseguró: “Por supuesto, por supuesto. Los Luján siempre hemos sido gente de honor. La dote, las propiedades, todo se formalizará como corresponde. Ahora solo queda hablar con Ángela, darle la maravillosa noticia y comenzar con los preparativos. Una boda en La Promesa debe ser un acontecimiento para recordar.”

Beltrán asintió lentamente, sin rastro de alegría, solo la sombría aceptación de un destino que había elegido por razones que poco o nada tenían que ver con el amor. Quizás por presión familiar, por consolidar su propio patrimonio o por una razón aún más oscura que solo él conocía. Con un último gesto de formalidad, se retiró, dejando a Leocadia sola en el despacho. Por un instante, la máscara de matriarca triunfante se deslizó, revelando una fugaz punzada de inquietud. La frialdad de Beltrán era un mal presagio, pero lo desestimó rápidamente. El amor en su mundo era un lujo, no un requisito; la seguridad y el estatus lo eran todo, y eso, creía firmemente, se lo había garantizado a su hija.

Con el corazón latiéndole con una mezcla de excitación y nerviosismo, Leocadia subió la gran escalinata en busca de Ángela. La encontró en su habitación, sentada junto a la ventana, con la mirada perdida en los jardines teñidos por la luz dorada y melancólica del atardecer. La joven no cosía, no leía; simplemente existía en un estado de quietud que a su madre le pareció casi perturbador.


“Ángela, querida”, llamó Leocadia, sentándose en el borde de una butaca de terciopelo. “Vengo a traerte noticias. ¡Noticias excelentes!” Su voz era deliberadamente alegre, casi cantarína. “Acabo de hablar con Beltrán. Ha dado su consentimiento. Hija mía, ¿te casas?”

El silencio que siguió a sus palabras fue más elocuente que cualquier grito. Ángela no parpadeó. Su rostro, ya pálido, pareció perder el último vestigio de color. Miró a su madre como si le estuviera hablando en un idioma extranjero e incomprensible. La alegría forzada de Leocadia se desvaneció, reemplazada por una impaciencia afilada.

“No vas a decir nada, Ángela. ¿No te das cuenta de lo que esto significa? Tu futuro está asegurado. Serás la señora de una de las casas más importantes de la región. Tendrás todo lo que una mujer podría desear.”


Lentamente, Ángela se puso de pie, caminó por la habitación hasta detenerse frente al espejo. Se observó, pero no parecía ver su propio reflejo, sino el de una extraña, una prisionera vestida de seda. “Todo lo que una mujer podría desear”, repitió su voz, apenas un susurro que cortó el aire de la habitación. “¿Has pensado alguna vez, madre, en preguntarme qué es lo que yo deseo?”

“No empieces con esas tonterías románticas”, espetó Leocadia, levantándose también, su paciencia rota. “El deseo es un capricho de un momento. La seguridad es para toda la vida. He luchado, he movido cielo y tierra para conseguirte esto. Deberías estar de rodillas agradeciéndomelo.”

“¿Agradecerte?”, Ángela se giró por fin, y en sus ojos había una llama que Leocadia no había visto antes. No era rebeldía adolescente, era la gélida determinación de alguien que ha sido empujado al límite. “Agradecerte que me vendas al mejor postor como si fuera una yegua en una feria. Agradecerte que ignores sistemáticamente que mi corazón pertenece a otro hombre.”


“Ese hombre no es nada”, tronó Leocadia. “Curro es un capricho, un error, una mancha en tu reputación que este matrimonio limpiará para siempre. No volverás a mencionarlo.”

“Lo mencionaré”, dijo Ángela, su voz ahora firme, resonando con una autoridad que dejó a Leocadia momentáneamente sin palabras. “Lo mencionaré, y haré más que eso.” Respiró hondo, reuniendo cada gramo de coraje que le quedaba, cada ápice de control sobre una vida que se le escapaba entre los dedos. Miró a su madre directamente a los ojos y supo que aquel era el momento. La última batalla.

“Acepto”, dijo, y Leocadia parpadeó, confundida por el repentino cambio. “Acepto casarme con Beltrán. Haré lo que me pides. Seré la esposa perfecta, la nuera obediente, la señora de la casa que tanto anhelas que sea. Cumpliré con mi deber hasta el último de mis días.”


Una oleada de alivio inundó a Leocadia. Había ganado. “Bien”, dijo con una sonrisa triunfante. “Sabía que entrarías en razón. Eres una Luján, después de todo.”

“Pero”, continuó Ángela, y esa simple palabra heló la sonrisa en los labios de su madre, “hay una condición. Una última condición, mi única condición. Si no la aceptas, te juro por lo más sagrado, madre, que mañana mismo me fugaré de esta casa. No me encontrarás jamás y el escándalo destruirá todo lo que has construido. No tengo nada que perder.”

Leocadia la miró, la furia y el miedo luchando en su interior. La amenaza era real. Conocía a su hija. Debajo de esa apariencia dócil había una voluntad de hierro heredada de ella misma. “¿Qué? ¿Qué condición?”, preguntó con la voz ahogada.


Ángela mantuvo la mirada, su rostro una máscara de calma solemne. “Quiero dos días. Dos días enteros, lejos de La Promesa, lejos de ti, lejos de Beltrán, lejos de todo esto. Quiero pasar dos días a solas con Curro.”

El mundo pareció detenerse. Leocadia la miró fijamente, convencida de haber oído mal. La petición era tan audaz, tan escandalosa, tan increíblemente peligrosa que bordeaba la locura. “Te has vuelto loca”, siseó, avanzando hacia ella. “Pretendes que yo, tu madre, consienta una escapada inmoral con ese… con ese hombre justo antes de tu boda. Es impensable. Arruinarías tu reputación para siempre.”

“Mi reputación ya no me importa”, replicó Ángela con una calma aterradora. “¿Qué más da si se arruina un día antes de entregarme a una vida que no quiero? Es mi precio, madre. Es el último deseo de la mujer que fui antes de convertirme en la que tú quieres que sea. Dos días, 48 horas para despedirme, para cerrar una puerta para siempre y poder abrir la que tú me impones sin mirar atrás. Si me lo concedes, te doy mi palabra de que cuando regrese iré al altar con Beltrán sin una sola queja. Seré la marioneta perfecta. Pero si te niegas, entonces no habrá boda, ni futuro, ni nada. Solo habrá escándalo y ruina.”


Leocadia caminaba de un lado a otro de la habitación como una leona enjaulada. Su mente, normalmente tan calculadora, era un torbellino de pánico y furia. La petición de Ángela era un veneno, pero su amenaza era un puñal en el corazón de sus ambiciones. Si Ángela huía, Beltrán se retiraría, las alianzas se romperían y el nombre de los Luján sería arrastrado por el fango. La humillación sería insoportable. Por otro lado, ¿cómo podía permitirlo? ¿Y si alguien los veía? ¿Y si ella decidía no volver?

“¿Cómo sé que volverás?”, preguntó su voz, un murmullo ronco.

“Porque te estoy dando mi palabra”, respondió Ángela. “Y porque, a diferencia de lo que puedas pensar, entiendo el significado del deber. Cumpliré mi parte si tú cumples la tuya. Necesito esto, madre. Lo necesito para poder sobrevivir a lo que viene después. Es un último sorbo de aire antes de sumergirme para siempre.”


Se miraron la una a la otra en un silencio cargado de tensión. El sol se había puesto por completo, y las sombras que llenaban la habitación parecían alargar las distancias entre ellas, convirtiéndolas en dos extrañas atrapadas en un pacto imposible. La gran incógnita, la pregunta que flotaba en el aire como un fantasma, era si Leocadia, la estratega, la mujer que todo lo controlaba, cedería ante el órdago de su propia hija. El destino de Ángela, y quizás el de toda La Promesa, dependía de su respuesta.

Mientras este drama de alto voltaje se desarrollaba en las estancias nobles, en el ala opuesta del palacio, un tipo de tormenta muy diferente, más silenciosa pero igualmente devastadora, se cernía sobre el alma de Adriano. Desde hacía días, una nube de melancolía se había instalado sobre él, tan espesa y oscura que parecía absorber la luz a su alrededor. Sus risas, antes fáciles y contagiosas, habían desaparecido. Sus ojos, normalmente llenos de una chispa de ironía y calidez, estaban ahora apagados, fijos en un punto lejano que nadie más podía ver. Martina lo observaba desde la distancia, y cada suspiro de Adriano era una puñalada en su propio pecho. Se sentía la única responsable de su desdicha. Recordaba con una claridad dolorosa la conversación que habían tenido, aquella en la que, buscando ser honesta, le había confesado sus sentimientos por Catalina. Había hablado con el corazón en la mano, sin prever, en su inocencia, que su sinceridad sería un arma de doble filo que heriría profundamente a su amigo.

Lo encontró en la biblioteca, sentado en un pesado sillón de cuero con un libro abierto sobre el regazo, aunque era evidente que no estaba leyendo. Sus dedos trazaban distraídamente el borde de una página mientras su mirada se perdía a través de los ventanales, observando cómo el viento de otoño arrancaba las últimas hojas de los árboles.


“Adriano”, dijo Martina suavemente, acercándose a él con la cautela de quien se aproxima a un animal herido. Él levantó la vista, y por un instante, ella vio un destello de dolor tan puro que tuvo que contener la respiración.

“Martina, no te había sentido. Llevas horas aquí encerrado”, dijo ella, forzando una ligereza que no sentía. “He pensado que quizás querrías dar un paseo. El aire fresco podría sentarte bien.”

Adriano esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos. Fue un simple movimiento de los labios, triste y cansado. “No tengo ganas de pasear. Gracias. Prefiero la compañía de estos viejos libros. No hacen preguntas incómodas.”


La indirecta fue clara. Martina sintió que se le encogía el corazón. “Adriano, yo lo siento”, murmuró, su voz quebrada por la culpa. “Siento mucho haberte hablado de esa manera. No pensé, no medí el alcance de mis palabras. Fui egoísta y cruel. Y si pudiera retirar lo que dije…”

Él cerró el libro con un golpe seco que resonó en el silencio de la biblioteca. “No tienes que retirar nada, Martina. Fuiste sincera, y la sinceridad, aunque duela, es un bien escaso en este lugar. Lo aprecio”, dijo, pero su tono era frío, distante. “Simplemente necesito tiempo. Tiempo para digerir ciertas cosas.”

“Pero no quiero verte así”, insistió ella, sentándose en el reposabrazos de su sillón, buscando desesperadamente una conexión, una forma de enmendar el daño. “Eres mi amigo. Odio ser la causa de tu tristeza. Dime, ¿qué puedo hacer? Lo que sea.”


Adriano la miró, y esta vez su mirada fue directa, intensa. “La verdad, no puedes hacer nada. Esto es algo que debo resolver yo solo. Hay verdades que uno prefiere no conocer, Martina. Y una vez que se conocen, no hay vuelta atrás. Me hablaste de tus sentimientos por Catalina, y ahora yo tengo que aprender a vivir con los míos. Es así de simple y así de complicado.” Se levantó, dejando el libro sobre una mesita auxiliar. “Ahora, si me disculpas, creo que sí necesito un poco de aire, pero prefiero tomarlo solo.” Pasó a su lado sin rozarla y salió de la biblioteca, dejando a Martina sumida en un mar de arrepentimiento. Se cubrió el rostro con las manos, sintiendo cómo las lágrimas de frustración y culpa pugnaban por salir. Había intentado arreglarlo, pero solo había conseguido ahondar la herida, confirmar que su confesión había sido la causa de la profunda melancolía que consumía a su amigo. Se sentía atrapada en una red de sus propias emociones, habiendo hecho daño a la única persona que quizás la había querido de una forma incondicional y pura.

Lejos de las intrigas palaciegas y los corazones rotos, en el cálido y bullicioso corazón de La Promesa, la cocina estaba gestando un momento de una naturaleza completamente diferente. La tensión que había reinado entre Enora y las veteranas cocineras, Simona y Candela, parecía a punto de disolverse gracias a un gesto tan pequeño como inesperado. Enora, que había llegado como un torbellino de desconfianza y aspereza, había encontrado en sus dos compañeras una defensa inesperada cuando más lo había necesitado. Simona y Candela, a pesar de sus recelos iniciales, no habían permitido que fuera humillada, demostrando una lealtad de gremio que había conmovido a la joven hasta la médula.

Aquel día, mientras Simona pelaba patatas con una destreza casi mecánica y Candela removía un guiso que llenaba el aire con un aroma reconfortante, Enora se acercó a ellas con timidez. Llevaba las manos a la espalda y en su rostro se dibujaba una expresión de nerviosismo que contrastaba con su habitual actitud desafiante.


“Simona, Candela, ¿puedo hablar con vosotras un momento?”, preguntó su voz, más baja de lo normal.

Las dos mujeres se giraron sorprendidas. Intercambiaron una mirada rápida. “Claro, muchacha. ¿Qué ocurre? ¿Te encuentras bien?”, preguntó Simona, siempre con su instinto maternal a flor de piel.

Enora negó con la cabeza y sacó las manos de detrás de su espalda. En ellas sostenía un pequeño paquete envuelto en papel de estraza y atado con un trozo de cuerda. “No, no es nada malo, es para vosotras”, extendió el paquete. Candela lo tomó con curiosidad mientras Simona se secaba las manos en el delantal y se acercaba para mirar.


“¿Y esto qué es?”, preguntó Candela, deshaciendo el nudo con sus dedos ágiles. Dentro del papel había dos pequeños pañuelos de lino, sencillos, inmaculadamente blancos. En una esquina de cada uno, bordado con un hilo de color azul pálido, había una inicial: una S en uno y una C en el otro. El bordado era delicado, hecho con una mano experta y paciente. Simona y Candela se quedaron sin palabras, mirando los pañuelos y luego a Enora, que se mordía el labio expectante.

“No es gran cosa”, se apresuró a decir la joven, casi avergonzada. “pero quería daros las gracias por lo del otro día, por defenderme. Nadie había hecho algo así por mí antes. Me pasé las noches bordándolos. Espero que os gusten.”

Una sonrisa lenta y genuina se extendió por el rostro de Simona. Tomó su pañuelo y admiró la fina puntada. “Pero bueno, Enora, esto es precioso. No tenías que molestarte.”


“Lo que hicimos, lo hicimos porque era lo justo”, añadió Candela, y en su voz, normalmente teñida de sarcasmo, había una calidez inusual. “Pero el detalle es de agradecer, y mucho. Tienes unas manos de oro para el bordado, niña.”

Enora sintió que un peso se levantaba de sus hombros. Una tímida sonrisa iluminó su rostro. “Gracias, de verdad.” Aquel pequeño regalo, ofrecido con humildad y recibido con gratitud, era más que un simple objeto. Era un puente tendido sobre un foso de desconfianza, una tregua en las pequeñas guerras cotidianas de la servidumbre. Era un intento de sanar heridas recientes y la prueba de que incluso en un lugar tan cargado de tensiones como La Promesa, la bondad y el agradecimiento aún podían encontrar un resquicio por el que florecer. Por un momento, el aroma del guiso se mezcló con un perfume mucho más dulce: el de la reconciliación.

Y si en la cocina se sanaban heridas, en el taller, el futuro profesional de Manuel Luján recibía por fin la recompensa a meses de esfuerzo, grasa y noches en vela. El proyecto del motor, su pasión secreta, su escape de las rígidas obligaciones de su apellido, había resultado ser mucho más que un simple pasatiempo. Esa mañana, el correo había traído varias cartas para él. No eran las habituales misivas sociales o facturas, sino sobres gruesos con membretes de empresas importantes de Madrid y Barcelona. Manuel las abrió con una mezcla de escepticismo y esperanza contenida allí mismo, en medio de su taller, con el olor a aceite y metal impregnando el aire.


A medida que leía la primera, sus ojos se abrieron de par en par. La carta era de una prestigiosa compañía de automoción. Elogiaban el diseño de su motor, calificándolo de innovador y excepcionalmente eficiente. Solicitaban una reunión para discutir la posibilidad de adquirir la patente. Con manos temblorosas, abrió la segunda. Era de una empresa de ingeniería aeronáutica. Mostraban un interés aún mayor, viendo el potencial de su diseño para aviones más ligeros y rápidos. Proponían financiar un prototipo a escala real. La tercera, la cuarta… todas seguían la misma línea. El éxito no era una casualidad, era una avalancha. Su invento, aquello en lo que había volcado su alma, era un triunfo rotundo.

Manuel se dejó caer sobre un taburete de madera con las cartas esparcidas sobre su mesa de trabajo. Una risa incrédula brotó de su pecho. Una risa pura, liberadora. Lo había conseguido contra todo pronóstico, contra las expectativas de su familia, que veían su afición como una excentricidad poco apropiada para un marqués. Había demostrado que su talento era real. Sintió una oleada de orgullo tan intensa que casi lo mareó. No era el orgullo de su linaje, sino el orgullo del creador, del hombre que ha construido algo valioso con sus propias manos y su propio ingenio. Era la validación que había anhelado durante tanto tiempo. Su primer impulso fue correr a contárselo a Jana. Ella había sido su cómplice, su mayor apoyo, la que nunca había dudado de su capacidad. Quería ver su rostro iluminarse con la noticia, compartir esa victoria con la única persona que entendía lo que significaba para él.

Mientras recogía las cartas con cuidado, como si fueran tesoros, una determinación nueva y férrea se forjó en su interior. Esto era más que un éxito personal. Era una puerta, una vía de escape, una posibilidad real de construir una vida diferente, lejos de las obligaciones asfixiantes de La Promesa. Una vida donde él fuera Manuel, el ingeniero, y no solo el marqués de Luján.


El ambiente en La Promesa seguía, por tanto, cargado de emociones encontradas, como un cielo en el que el sol brillante de la victoria de Manuel luchaba por abrirse paso entre las nubes oscuras del sacrificio de Ángela y la pena de Adriano. Las decisiones difíciles se apilaban unas sobre otras, y los secretos al borde de estallar añadían una tensión subterránea a cada interacción. Pero ahora, con la nueva y audaz condición de Ángela sobre la mesa, un ultimátum que desafiaba todas las convenciones y ponía en jaque el plan maestro de su madre, el delicado equilibrio de poder estaba a punto de romperse. Todo podía dar un giro en cualquier momento. La promesa de una boda se había convertido en el escenario de un chantaje emocional, y el destino de dos amantes pendía de la decisión de una mujer dispuesta a arriesgarlo todo por controlar el futuro de su hija.

La Promesa, una vez más, contenía la respiración a la espera de la inevitable explosión.