Tenerife se convierte en el escenario de una esperada y amarga reconexión, mientras Andrés desentraña la verdad oculta detrás de la ambición de su primo.

El drama y la intriga se intensifican en “Sueños de libertad” esta semana, del 24 al 28 de noviembre. La tensión que se acumula en la mansión de los De la Reina alcanza un punto álgido cuando Andrés, atormentado por el dolor de la boda de Begoña con Gabriel, decide dar un paso audaz y peligroso. Las visiones de la ermita, con Begoña vestida de blanco, sus palabras cargadas de resignación, y el eco de un “Sí, quiero” pronunciado de espaldas a él, continúan acechando a Andrés, marcando el fin de una era y el comienzo de una profunda herida.

El regreso de Andrés a casa es sombrío. El peso del fracaso, la traición y la desolación se cierne sobre él mientras Marta, en un estado de preocupación palpable, lo espera. Las noticias que Marta le transmite, sobre el desconsuelo de María y la angustia de Damián, solo acentúan la devastación de Andrés. La revelación de que Begoña y Gabriel se han casado en secreto, a espaldas de todos menos del propio novio, cae como un mazazo. Andrés, con la voz rasgada por la amargura, confiesa que llegó demasiado tarde, que sus palabras duras, aunque sentidas, fueron inútiles ante una decisión ya tomada, ante un “Sí, quiero” pronunciado frente a él, como si fuera un mero espectador en su propia tragedia.

Marta, testigo del profundo dolor de Andrés, intenta reconfortarlo, recordándole que no es un invitado cualquiera en esta historia, sino su conciencia, su pasado. Pero Andrés, exhausto, siente que ha perdido no solo a Begoña, sino también la aprobación y el entendimiento de su padre, Damián. El patriarca, cegado por sus propias culpas y expectativas, es incapaz de ver la verdadera tormenta que azota a su hijo. Sin embargo, Marta insiste en que el dolor de Andrés es válido y que, a menudo, cuando se toca fondo, la verdad comienza a emerger.


Es en este momento de profunda vulnerabilidad cuando el teléfono rompe el tenso silencio. Al otro lado de la línea, un detective privado, contratado por Andrés, revela una información que sacudirá los cimientos de los De la Reina: Gabriel, el hombre que ha usurpado el lugar de Andrés, tiene una madre viva, Delia Márquez, a quien no ve hace años y que reside en Tenerife. El nombre de Delia cae como un trueno, desvelando una faceta oculta en la vida de Gabriel que nadie en la familia se atrevió a mencionar. La urgencia de la situación, y la promesa de respuestas sobre el pasado de Gabriel, impulsan a Andrés a tomar una decisión drástica: viajar a Tenerife.

Mientras tanto, la noticia de la boda secreta de Begoña y Gabriel se propaga como la pólvora por la casa y la fábrica, sembrando la confusión, el resentimiento y la ira. Tasio, incapaz de asimilar lo que ha presenciado, deja escapar la información. Carmen, Gema y el resto de las dependientas, enteradas del matrimonio, se convierten en portavoces del cotilleo. En la fábrica, Gabriel y Begoña intentan mantener una fachada de normalidad, pero la ausencia de Andrés y el murmullo de la boda ensombrecen cada instante. Damián, herido en su orgullo, deambula por la casa como un fantasma enfurecido, mientras que María, consumida por la rabia y el sentimiento de abandono, se lamenta de que todos, incluido el hombre que la dejó, encuentran su lugar menos ella. La pregunta de “¿Y dónde está él?” resuena, y Manuela, con pesar, confiesa que Andrés se ha marchado sin decir a dónde. María, resignada, susurra que, cuando las cosas se complican, los hombres de la Reina siempre huyen.

Pero Andrés no huye. Sentado en un avión, mirando la tierra desvanecerse bajo las nubes, su viaje a Tenerife no es un escape, sino una misión. Lleva consigo una maleta, los informes del detective y un corazón apesadumbrado por el peso de sus pérdidas y la incertidumbre de lo que encontrará. El recuerdo de la última mirada de Begoña, un ruego silencioso por la libertad, lo impulsa a cuestionar la naturaleza de su propio amor, que quizás se haya convertido en una prisión. Si ella ha elegido su libertad, él también debe elegir la suya. Y esa libertad, en este momento, se manifiesta en la búsqueda de la verdad, personificada en la figura de Delia Márquez.


Tenerife recibe a Andrés con un calor salino y un aire denso de misterio. El detective lo espera, y juntos emprenden un viaje por carreteras serpenteantes, desvelando las primeras capas de la historia de Gabriel. El detective relata cómo Gabriel, un joven prometedor de la isla, fue elegido para una beca en la península, en la prestigiosa empresa de Perfumerías de la Reina. Andrés, con el ceño fruncido, comprende la conexión: su propia familia, su padre, estuvo involucrado desde el principio. La relación entre Gabriel y su madre se enfrió con el tiempo, las cartas se espaciaron y hace cinco años, el silencio se volvió absoluto.

El destino los lleva a un humilde edificio de fachadas desconchadas. Allí vive Delia Márquez, la madre a la que Gabriel ha abandonado. Andrés duda, se pregunta si tiene derecho a irrumpir en la vida de esta mujer, a remover heridas que no le pertenecen. Pero la imagen de Gabriel, de Begoña, de Damián, se superpone, conectando todos los hilos sueltos. La alianza de Gabriel con Brosart, su frialdad, su sed de venganza… todo empieza a encajar. Al tocar el timbre, una voz ronca y desconfiada responde. Andrés se presenta, invocando el nombre de alguien a quien ella ama profundamente. La puerta se entreabre, revelando a una mujer de mirada penetrante, marcada por la vida pero con un atisbo de orgullo y fragilidad que Andrés reconoce en Gabriel.

“Delia Márquez”, pregunta Andrés. Ella asiente, escéptica. “¿Y usted quién es?” “Soy el primo de su hijo”, responde Andrés. El silencio que sigue es casi tangible. Delia, con la voz quebrada, repite “Mi hijo”, y la pregunta surge, urgente: “¿Sabe algo de Gabriel?”. Abriendo la puerta de par en par, invita a Andrés a pasar, ávida de noticias. El piso, pequeño pero impecable, está adornado con fotos de un Gabriel infantil, adolescente y joven, cuyos ojos reflejan la misma timidez y determinación.


Delia, con manos temblorosas, sirve café y comienza su relato. La promesa de Gabriel de volver, de sacarla de la isla, de darle una casa grande con patio y flores. El dolor de no necesitar flores, sino solo a su hijo. La última vez que supo de él fue hace cinco años. Al principio, las cartas llegaban con regularidad, hablando de estudios, de gente rica, de un señor que confiaba en él. Luego, las palabras se volvieron más sombrías, hablando de complicaciones, de una familia que no era tan generosa. Y finalmente, el silencio. Pensó que se había muerto, o que se había olvidado de que tenía madre.

Andrés, con el corazón desgarrado, se da cuenta de que Gabriel también es una víctima, atrapado en un sistema que convierte la gratitud en cadenas. “No está muerto”, le asegura, “y no se ha olvidado de usted. No del todo”. Delia se inclina, la desesperación brillando en sus ojos: “¿Dónde está? ¿Por qué no viene?”. Andrés, acorralado por su mirada, decide decir la verdad. Gabriel vive en Toledo, es abogado en Perfumerías de la Reina, y se ha casado con una mujer de su familia. Delia susurra “Toledo”, y la pregunta, “¿Por qué no me lo ha dicho?”, se escapa de sus labios. Andrés, con el peso de cada palabra, explica que Gabriel ha tenido que desprenderse de muchas cosas, de sus orígenes, de ella, para llegar hasta donde está. Y que su familia no es tan inocente como aparenta. Las decisiones de su padre, las acciones de la empresa, le hicieron daño, y él ha decidido devolver ese daño.

Delia, con una calma escalofriante, pregunta si su hijo ha levantado su vida sobre una mentira, si se ha avergonzado de ella. Andrés niega vehementemente. No de ella, sino de haber tenido que dejarla atrás, de no haber sido capaz de enfrentarse a todos. Y confiesa que él también se avergüenza, de llevar su apellido, de haber creído que su padre era un héroe. Ahora, al escarbar en el pasado, solo encuentra silencios, deudas y gente usada como peldaños. Delia, con una mirada que se suaviza, dice que Andrés no es su padre. Andrés sonríe con tristeza: “No, pero he sido ciego como él. Y estoy aquí porque por primera vez quiero mirar de frente”.


Un silencio denso llena la habitación. Delia, sacando un paquete de cartas atadas con una cinta azul, le pide que las lea. “Son las últimas cartas de Gabriel”, explica. “Léaselas. A lo mejor entiende mejor por qué mi hijo es como es.” Mientras Andrés lee, se dibuja la historia de un adolescente deslumbrado por la oportunidad, agradecido por la beca, orgulloso de su madre. Pero también se revelan las primeras fricciones, el endurecimiento de las condiciones de la beca, la exigencia de dedicación exclusiva, la decisión de recortar ayudas. Una carta, fechada años atrás, hiela la sangre de Andrés: “Mamá, el señor Damián dice que si quiero seguir teniendo su apoyo, tengo que demostrar que estoy dispuesto a cualquier cosa por la empresa. Que la familia que me tendió la mano espera lealtad absoluta. A veces siento que en lugar de sacarme de la isla me han trasladado a otra cárcel más grande, pero igual de fría.” “Mi padre”, murmura Andrés, “siempre mi padre dando lecciones de lealtad.”

Delia revela que hay más cartas, que las últimas casi no hablan de ella ni de su familia, sino de rabia, de algo que pasó en la empresa con “esa gente francesa, Brosart”. Las piezas encajan con un chasquido brutal. Brosart, la competencia que robó el perfume, la empresa que ahora amenaza a los trabajadores de Sueños de Libertad. Y en medio de todo, Gabriel, el abogado brillante moviéndose entre ambos bandos. El golpe maestro de Andrés empieza a tomar forma: no basta con descubrir la verdad sobre Gabriel, debe enfrentarlo a esa verdad, y quizás ofrecerle la redención al mirarlo a los ojos de su madre.

Esa noche, Andrés llama a Toledo. Damián, con voz apagada, responde. Andrés anuncia su presencia en Tenerife, con Delia. Damián, con un silencio que parece una eternidad, le ruega que no haya ido, que hay cosas mejor dejar enterradas. Andrés, indignado, le increpa por las becas recortadas, las promesas rotas. Damián, con una fragilidad inusual, admite haber cometido errores, haber perdido a su madre, a su hijo, y quizás a Begoña. Le ruega que no convierta esto en una guerra abierta. Andrés, por primera vez, siente una punzada de compasión junto a la rabia. “No quiero una guerra, padre”, dice con voz más suave, “Quiero justicia y sobre todo quiero que dejemos de construir nuestras vidas sobre mentiras”. “Julia”, anuncia Damián, “será responsabilidad de Gabriel y Begoña. Si tú querías un golpe de efecto, hijo, aquí lo tienes. El futuro de esta familia está en sus manos. No vengas a destruirlo.”


Andrés mira el océano bajo el avión, un lienzo interminable. “No voy a destruir nada, padre”, responde con calma. “Solo voy a encender la luz donde llevamos años viviendo a oscuras. Si vuestro futuro se derrumba por eso, quizá nunca fue tan sólido como creísteis.”

Los días siguientes son un torbellino de conversaciones entre Delia y Andrés. Ella le narra la infancia de Gabriel, sus anécdotas, sus sueños. Andrés la corrige cuando habla de sí misma como un “peso muerto”, asegurándole que es su raíz. Delia, con ternura, lo llama “hijo”, un apelativo que lo sitúa en una encrucijada entre su familia y esta mujer que lo escucha sin juzgarlo.

Un día, Delia, al ordenar las cartas, lo confronta: “No puedes seguir callándome cosas”. Sabe que Andrés no le ha contado todo. Andrés, acorralado por su mirada, confiesa la colaboración de Gabriel con Brosart, su juego en dos bandos, y cómo está construyendo su poder sobre las ruinas de su lealtad a los De la Reina. Delia, atónita, exclama: “Mi hijo no es un criminal”. Andrés aclara que es un hombre herido, y que los heridos, si no se curan, acaban haciendo daño a otros. “Y tú”, pregunta ella, “¿No estás herido también?”. Andrés admite que sí, por Begoña, por su padre, por sí mismo. “Entonces”, le dice ella, “antes de juzgar a Gabriel, pregúntate qué habrías hecho tú en su lugar”.


El día de comprar los billetes a Toledo, Delia duda, paralizada por el miedo a ser rechazada por su hijo. Andrés la asegura: “No estás sola. Si lo hace, el que quedará en evidencia será él, no tú. Y te lo prometo, no voy a permitir que nadie te humille, ni siquiera Gabriel.” Con una decisión valiente, Delia accede: “Vamos a verle. Ya no quiero seguir soñando con el rostro de mi hijo. Quiero verlo de verdad. Aunque me duela.”

En el avión, el móvil de Andrés vibra. Un mensaje de Marta le informa que Damián ha decidido entregar la custodia de Julia a Gabriel y Begoña, que María está decidida a caminar, y que todos preguntan por él, instándolo a volver preparado, porque todo está a punto de cambiar. Inmediatamente después, una llamada de Damián confirma la firma de los papeles. “Si tú querías un golpe de efecto, hijo, aquí lo tienes. El futuro de esta familia está en sus manos. No vengas a destruirlo.”

Andrés, con una calma que sorprende a Delia, responde: “No voy a destruir nada, padre. Solo voy a encender la luz donde llevamos años viviendo a oscuras. Si vuestro futuro se derrumba por eso, quizá nunca fue tan sólido como creísteis.”


Al aterrizar, Andrés mira a Delia, lista para enfrentar el futuro. “Tengo miedo”, confiesa ella, “Pero también estoy contenta. Hace años que no sentía las dos cosas al mismo tiempo.” Andrés sonríe, la esperanza floreciendo en su rostro. “Eso es lo que sienten los valientes”, dice, “Miedo y alegría al mismo tiempo”.

El golpe que Andrés ha estado preparando contra Gabriel ya no es un ajuste de cuentas. Es algo más profundo, sagrado: la oportunidad de obligarlo a mirarse en el espejo de su propia historia, no para destruirlo, sino para que decida, de una vez por todas, qué clase de hombre quiere ser. El avión desciende, Toledo los espera con sus preguntas, y Andrés, por primera vez, se siente menos solo al entrar en la tormenta. El propósito está claro: reunirá a una madre con su hijo, y después, el destino de todos los De la Reina, y el suyo propio, cambiará para siempre.