Sueños de Libertad: Capítulo 26 de Nov (Pelayo Arriesga su Carrera Política por Salvar la Fábrica🔥)
La sombra de la memoria se cierne sobre la familia De la Reina mientras la valentía y la traición marcan un capítulo decisivo. En un torbellino de revelaciones impactantes y decisiones arriesgadas, el destino de la fábrica de perfumes pende de un hilo, y los secretos del pasado amenazan con consumirlo todo.
El 26 de noviembre amaneció con un aire cargado de tensión en el universo de “Sueños de Libertad”. En la intimidad de su ostentoso despacho, el poderoso Gabriel De la Reina se vio sacudido hasta la médula por una llamada telefónica desde París. La voz gélida de Monsur Brosart resonó en sus oídos, trayendo consigo el temido eco de preguntas incómodas, indagaciones que apuntaban directamente a un oscuro vínculo entre Gabriel y la empresa francesa. En ese instante, la coraza de invulnerabilidad que Gabriel se había forjado se resquebrajó, revelando por primera vez en mucho tiempo la profunda fragilidad que lo atenazaba.
El aparato telefónico se convirtió en un símbolo de su creciente pánico. La identidad de su tormento era dolorosamente obvia: Andrés. La súbita comprensión de que Andrés había recuperado la memoria golpeó a Gabriel con la fuerza de una revelación devastadora. El Andrés dócil y desmemoriado había desaparecido, y en su lugar, el astuto y decidido adversario que siempre fue, estaba de vuelta, dispuesto a desenterrar las verdades que Gabriel tanto se había esforzado por ocultar.

Fue en medio de este torbellino de ansiedad que María, su esposa, entró en el despacho. Su presencia, una mezcla de fragilidad y una nueva y palpable determinación, captó de inmediato la grieta en la fachada de tranquilidad de Gabriel. Percibiendo la turbulencia en los ojos de su marido, María preguntó: “¿Pasa algo con Brosarth?”.
Acorralado, Gabriel optó por una verdad a medias, una estrategia calculada para manipular a María y asegurar su lealtad. Con una actuación digna de un gran premio, le confesó su sospecha de que Andrés había recuperado la memoria, pero pintándolo no como un buscador de justicia, sino como una amenaza descontrolada capaz de desestabilizar a toda la familia. “Si Andrés habla, todo se complica, pero yo puedo manejarlo”, le aseguró, con una ternura calculada, buscando afianzar su control sobre ella. María, debatiéndose entre la duda y la necesidad de creer en su esposo, sintió cómo la sombra de la desconfianza comenzaba a crecer en su interior.
A miles de kilómetros de distancia, bajo el sol de Tenerife, se desplegaba una escena de conmovedora humildad y dolorosa verdad. Andrés, dejando atrás el lujo de la colonia, se adentró en un barrio obrero. Su destino: la humilde morada de Delia, la madre de Gabriel. Al abrir la puerta, Delia se quedó petrificada al ver a Andrés en su umbral. Pero la frialdad que esperaba fue reemplazada por la súplica sincera en los ojos de Andrés. “No vengo como el señorito de la casa grande, Delia”, dijo con voz firme. “Vengo porque necesito entender. Necesito saber qué le hicieron a Gabriel para que tenga tanta oscuridad dentro.”

Conmovida por su sinceridad, Delia lo invitó a pasar. Rodeados de fotografías en blanco y negro de un Gabriel niño, Delia rompió un silencio de décadas. Con voz temblorosa, desveló la historia de Bernardo, el padre de Andrés, y la cruel manipulación que ejerció sobre Gabriel. Bernardo había descubierto la prodigiosa inteligencia de Gabriel y lo había moldeado como una herramienta, invirtiendo en su educación pero negándole para siempre el derecho a su apellido y a un reconocimiento público. Gabriel era un bastardo útil, una sombra a la que Bernardo nunca ofreció un abrazo ni consuelo. Delia narró la noche final, aquella en la que un Gabriel desesperado por el reconocimiento de su padre fue humillado y rechazado. “Mi hijo murió un poco y nació el hombre que solo quiere ver el mundo arder para demostrar que es mejor que todos ustedes”, susurró Delia entre lágrimas. Andrés comprendió entonces que la maldad de su primo no era innata, sino la cicatriz purulenta de un hijo anhelante por ser visto y amado.
De vuelta en la península, la fábrica de perfumes vibraba con la frenética actividad de preparativos para la inminente visita de directivos franceses. Marta, a pesar de su preocupación por Andrés, se vio asaltada por problemas terrenales en forma de Pelayo. El gobernador se acercó con la sombría noticia de una nueva y dura multa municipal que amenazaba con la ruina financiera de la empresa. Desesperada, Marta suplicó a Pelayo que utilizara sus influencias para detener la multa. Pelayo, consciente de que al aceptar cruzaría la línea de la ética política, y quizás movido por sentimientos que trascendían la amistad, accedió, sabiendo que estaba colocando su carrera en la cuerda floja.
En la zona de producción, el drama se materializaba en forma de una máquina troqueladora averiada. Joaquín, al borde del colapso al ver su inversión convertida en chatarra, recibió el inesperado apoyo de Luis y Luz. Intercambiando una mirada de complicidad, le ofrecieron sus ahorros, no como caridad, sino como una apuesta por su talento. Con los ojos humedecidos, Joaquín aceptó, prometiendo devolver el dinero y, a petición de Luz, cuidar de Gema, quien últimamente se veía agotada. Un rayo de esperanza y amistad genuina en medio de un día sombrío.

Sin embargo, la tensión volvió a estallar cuando Luis, al revisar la documentación para la visita francesa, descubrió que su perfume, su obra maestra, sería comercializado bajo la marca Brosart, sin el menor reconocimiento a su nombre. Furioso, irrumpió en el despacho de Chloe y Gabriel, acusándolo de robo. Gabriel, con su habitual frialdad, le recordó a Luis su contrato: “Tu talento nos pertenece. La empresa paga. La empresa se queda con el crédito. Así funciona el mundo real.” Humillado y traicionado, Luis abandonó el despacho, mientras Gabriel, imperturbable, se preparaba para recibir a los franceses.
La visita comenzó con elogios para la tienda y la elegancia de los productos. Pero la celebración posterior en la cantina se tornó agria. El alcohol desinhibió a uno de los directivos franceses, quien acosó a Carmen con comentarios lascivos. Tacio, testigo de la escena, intervino con brusquedad, apartando la mano del agresor. El ambiente se congeló. Gaspar intentó mediar, pero Carmen, herida y humillada, declaró: “Hay cosas que no se celebran ni se perdonan”, y abandonó la cantina, dejando a los hombres sumidos en su vergüenza.
Mientras la tarde caía, una sombra política se cernió sobre Pelayo. Francisco Cárdenas, su rival, irrumpió en su despacho con una sonrisa depredadora y un documento que sellaba su destino: “Sé lo que hiciste con la multa, Pelayo”, dijo Cárdenas suavemente. “Voy a asegurarme de que todo Toledo se entere.” La carrera política de Pelayo pendía ahora de un hilo, en manos de un acérrimo enemigo.

En la mansión, Gabriel jugaba a ser el marido perfecto, ofreciendo a Begoña nuevas alianzas y promesas de un futuro con hijos. Begoña sonreía, pero sus manos instintivamente buscaban su vientre, sus ojos reflejando un terror puro ante la idea de traer un hijo a ese nido de víboras, paralizada por el trauma de su pasado.
Finalmente, en Tenerife, la noche había caído. Delia, temiendo la furia de Gabriel si descubría que había hablado con Andrés, descolgó el teléfono para advertirle. Pero antes de que pudiera completar la llamada, una mano firme le arrebató el auricular. Era Andrés. Su voz, ahora cargada de una determinación inquebrantable, resonó: “No lo hagas, Delia. Si le avisas, solo se protegerá él y seguirá haciendo daño.” Andrés, el hombre que había encontrado su misión, se preparaba para regresar, decidido a enfrentar a Gabriel y exigirle respuestas.
Y así, mientras un avión se preparaba para cruzar el mar de regreso, la guerra entre los primos De la Reina, hasta entonces fría, se transformaba en un incendio inminente, prometiendo un desenlace explosivo en los próximos capítulos de “Sueños de Libertad”.