Sueños de Libertad: Capítulo 24 de Noviem (La Carta Engaña a Begoña y se Casa con Gabriel por Error 🔥)
Un Viento de Traición Sopla en la Colonia: El Amor y la Ambición Chocan en un Capítulo Explosivo.
El telón se levanta una vez más sobre las intrigas y pasiones desenfrenadas que definen “Sueños de Libertad”, y el episodio del domingo 24 de noviembre se perfila como un punto de inflexión devastador para varios de nuestros personajes. En un torbellino de decisiones apresuradas y verdades ocultas, el amor parece ser el gran damnificado, mientras que la ambición y el error tejen una red que atrapará a más de uno.
El alma de Andrés se encuentra despedazada. Su desesperado intento por detener una boda que él presiente como el presagio de una catástrofe ha fracasado estrepitosamente. Atrapado en la agonía de la impotencia, al borde de un abismo emocional, el destino, con su cruel ironía, interviene en el último instante. Una llamada telefónica del detective resuena en el silencio, trayendo consigo un conocimiento que, si bien doloroso, enciende una llama de determinación inquebrantable. Andrés debe abandonar Toledo. Pero para comprender la magnitud de esta huida precipitada, debemos retroceder y desgranar las semillas de la desesperación que germinaron durante la semana.

La tensión en la empresa Antenares es palpable desde el principio. El lunes amaneció con un aire cargado, como antesala de la tormenta que se avecinaba. Marta, acumulando días de frustración reprimida, irrumpe con paso firme en el despacho de Chloe. La puerta se abre de golpe, como si un huracán helado la hubiera empujado, y Marta se planta en el umbral, una estatua de la discordia, con la mandíbula apretada y el ceño fruncido. Chloe, sentada tras su escritorio, levanta la mirada de los bocetos de las nuevas fragancias con una lentitud calculada, un arma que domina a la perfección para irritar a Marta.
“Buenos días, Marta,” saluda Chloe con una dulzura que raya en lo cáustico. “¿Otra vez por aquí, a qué debo el honor esta vez?”
Pero Marta no está para diplomacias. Invadiendo el espacio personal de Chloe, le replica con voz dura: “No vengo a tomar el té ni a intercambiar chismes, Mademoiselle. Vengo a hablar de los uniformes otra vez.”

Chloe suspira, deja su estilográfica con delicadeza y entrelaza las manos, mirándola fijamente. “Precisamente tenía entendido que ese asunto ya lo habíamos zanjado la semana pasada.”
“No,” la interrumpe Marta con sequedad. “Usted lo zanjó, que es muy distinto a que estemos de acuerdo.”
El silencio que sigue es denso, cargado de reproches no dichos. Marta respira hondo, buscando la fuerza para no estallar, y señala con un gesto brusco uno de los diseños. “Mire eso, esos vestidos tan ajustados, esos colores tan llamativos. Las dependientas no son maniquíes de plástico, Chloe. Son mujeres reales que tienen que moverse, agacharse y trabajar durante horas. Están incómodas con esa ropa y usted lo sabe perfectamente porque se lo he explicado por activa y por pasiva.”

Chloe, imperturbable, responde con una paciencia que roza la exasperación. “Los nuevos uniformes no son solo ropa, Marta. Refuerzan la imagen moderna que queremos proyectar. Transmiten elegancia, sofisticación y seguridad. Todo eso vende y créame, Antenares necesita vender mucho en estos tiempos difíciles.”
Una punzada de indignación atraviesa a Marta. “¿Y su dignidad?” pregunta, su voz baja pero cargada de intensidad. “¿Eso también se vende en el paquete?”
Un instante de silencio donde las miradas se cruzan como espadas. Chloe no parpadea. “Marta, entiendo tus escrúpulos, de verdad que sí, pero no puedo dirigir una sección de ventas basándome en sentimentalismos. Las decisiones empresariales ya están tomadas. Los uniformes se quedan.”

La sentencia cae como una losa. “Es definitivo,” murmura Marta con un hilo de voz, sintiendo cómo una batalla crucial se le escapa.
“Es definitivo,” confirma Chloe.
Marta traga saliva. Por un segundo parece que va a reaccionar, pero algo dentro de ella se quiebra. No es solo la tela o el corte del vestido; es la sensación de que las personas se están volviendo invisibles en la empresa. “Muy bien,” dice al fin con una frialdad nueva. “Entonces no me queda nada más que decir.” Se da la vuelta y sale. Chloe a punto está de llamarla, de suavizar el golpe, pero se contiene. En el mundo de los negocios, la duda es debilidad. Cuando la puerta se cierra, el despacho se siente repentinamente enorme y vacío.

Mientras tanto, en el dispensario, la atmósfera es radicalmente diferente. La luz de la mañana inunda el espacio, iluminando los frascos de cristal con un blanco casi quirúrgico. Begoña, concentrada revisando unas notas médicas, ve entrar a Luz con un brillo extraño en los ojos, una mezcla de emoción y miedo.
“Tenemos respuesta,” anuncia Luz, casi sin saludar.
“¿De quién?” pregunta Begoña, aunque su instinto ya se lo dice todo.

Luz deposita una carpeta pesada sobre la mesa, la abre y señala la primera página. “No solo les gusta la crema, están absolutamente fascinados. Quieren comprar la fórmula entera.”
Un silencio denso se instala entre las dos amigas. Begoña toma el documento y empieza a leer, sintiendo cómo su corazón late más rápido con cada línea.
“Es una oferta muy generosa,” continúa Luz, caminando de un lado a otro de la sala. “Muy generosa. ¿Has visto las cifras? Con ese dinero podríamos montar nuestro propio laboratorio, independizarnos del todo, dejar de estar supeditadas a los caprichos de los de la reina o de Brosart.”

Begoña levanta la vista de los papeles, pero su rostro no irradia alegría. Solo hay un detalle, añade Luz, su voz tiñéndose de amargura. “No quieren solo la crema, quieren la fórmula y punto. La compran, nos pagan y adiós muy buenas, nos apartan del proyecto. Un ‘muchas gracias por los servicios prestados’ y hasta nunca.”
“Ya veo,” susurra Begoña, volviendo a leer la letra pequeña.
Luz se detiene frente a ella, intentando ser racional. “Escucha, no podemos ser ingenuas. El dinero es tentador. Nos daría libertad, nos permitiría empezar de cero. ¿Cuántas mujeres pueden decir eso hoy en día?”

Begoña deja el contrato sobre la mesa con un suspiro pesado. “¿Y cuántas mujeres han visto como su trabajo desaparecía en manos de otros hombres? ¿Cuántas han vendido su talento por un cheque y luego han tenido que ver cómo otro se llevaba los elogios y premios?”
Luz alza las cejas, esperando la conclusión. “¿Eso es un no?”
Begoña cierra los ojos un instante. “Eso es que quiero dormir tranquila por las noches. No quiero verme en un escaparate sonriendo falsamente mientras otros se lucran con algo que hemos creado nosotras con tanto esfuerzo.”

“Es nuestra crema, Luz, nuestro hallazgo, nuestras horas robadas al sueño y nuestra precariedad,” recuerda Luz.
“No olvides eso. Lo sé, pero si aceptamos nos compran a nosotras con la fórmula incluida. ¿Qué dignidad profesional nos queda entonces?”
Luz la observa largo rato. Quiere discutir, decirle que el orgullo no paga el alquiler, pero conoce a Begoña y sabe que tiene razón. “Entonces rechazamos la oferta,” concluye Luz despacio.

“Sí,” asiente Begoña. “La rechazamos.”
“Muy bien,” dice Luz, intentando sonar convencida. “Que se queden ellos con su dinero y nosotras con la dignidad.”
Ambas sonríen. A pesar del vértigo de rechazar tanto dinero, hay algo profundamente reconfortante en defender lo que es suyo.

En el laboratorio de la perfumería, la tensión creativa está a punto de estallar. Cristina, tan ilusionada que le tiemblan las manos, ha pasado la noche entera mezclando esencias. Cuando Luis entra, ella se abalanza sobre él. “¡Tienes que oler esto!” exclama acercándole un pequeño probador de papel. “Creo que podría ser la base de la nueva línea. Es fresco, moderno, pero con un fondo clásico.”
Luis alza una mano, frenando su entusiasmo en seco. “Cristina, todavía no hemos ni sentado las bases de la colección. No empieces la casa por el tejado.”
“No es el tejado, es solo una idea inicial,” insiste ella. “Por favor, pruébalo.”

Luis coge la tirilla con desgana, la huele y su rostro se transforma en una máscara de desaprobación. “No,” dice fríamente. “Esto no está a la altura.”
Cristina parpadea, incrédula. “¿De qué hablas?”
“Hablo de la calidad, de lo que representamos. Esto es correcto y lo correcto no basta en esta casa. Es vulgar.”

La palabra queda flotando en el aire, hiriente y cruel. “Vulgar,” repite Cristina con la voz quebrada.
En ese instante, la puerta se abre y Chloe asoma la cabeza. Al ver las caras largas, entra del todo. “Perdón, ¿interrumpo?”
Cristina, impulsada por el orgullo herido, le tiende el frasco. “Luis dice que esto es vulgar. ¿Tú qué opinas?”

Chloe prueba el perfume, cierra los ojos y sonríe levemente. “Es interesante. Tiene una salida cítrica que engancha y el fondo le da carácter. Podría pulirse, claro, pero tiene mucho potencial.”
Luis se pone rígido. “No está a la altura de mis creaciones anteriores. La excelencia no se negocia.”
Chloe lo mira con una mezcla de sorpresa y reprobación. “No sabía que se trataba de competir contigo mismo, Luis. Pensaba que se trataba de crear algo bueno. Y lo que no tiene cabida aquí es tu arrogancia. Humillar a tu compañera no es excelencia.”

Luis, rojo de ira, amenaza con dimitir si no se valora su criterio y sale del laboratorio dando un portazo. Chloe se queda a solas con Cristina y le pone una mano en el hombro. “No te hagas pequeña. Lo que has creado vale mucho. Vamos a trabajar en ello hasta que nadie se atreva a llamarlo correcto.”
A unos kilómetros de allí, en una nave polvorienta y abandonada, Joaquín abre la puerta metálica con un gesto teatral ante Gema y Teo. “Bienvenidos a nuestro futuro,” anuncia.
El lugar es grande, feo y huele a humedad, pero Joaquín lo mira con amor. “Aquí pondremos las estanterías,” señala entusiasmado. “Y allí al fondo, Teo, será tu zona de empaquetado, tu propio reino.” Gema mira las paredes desnudas con duda. “¿Y si sale mal?” pregunta en un susurro.

“Entonces tendremos el recuerdo de haberlo intentado juntos,” responde él. “Pero creo que va a salir bien porque es nuestro.”
Más tarde, Digna llega y le entrega a Joaquín el dinero de la venta de unas tierras. “Es tu parte. Te la has ganado. No estoy comprando tu libertad, hijo. Solo quiero que construyas tu vida lejos de las sombras del pasado.”
En la casa grande, María libra su propia batalla. Decidida a no dejarse vencer por la invalidez, pide el andador. Damián, su suegro, y Manuela, la observan con el corazón en un puño.

“Si te pasa algo,” murmura Damián.
“Y me paso,” responde ella con valentía. “Me rompí. Ahora toca levantarse.” Da un paso, luego otro. El esfuerzo es titánico, pero en el tercer paso el equilibrio le falla. El vértigo la domina y cae al suelo con un golpe seco.
“¡María!” grita Damián. Intenta levantarla, pero sus brazos no tienen fuerza. El agotamiento de meses de estrés le pasa factura y se da cuenta, horrorizado, de que no puede con ella. Damián siente que la verdadera batalla no es solo la empresa, sino lo que ocurre allí mismo al ver sufrir a su nuera sin poder ayudarla. Esa impotencia física le destroza por dentro más que cualquier deuda.

El clímax emocional llega cuando Andrés se sienta frente a Begoña. Se juega su última carta. “Escúchame hasta el final,” le pide. “Luego, si quieres, me odias.” Le cuenta todo lo que ha recordado, los sabotajes, las mentiras de Gabriel, las cuentas falsas. Le dice que Gabriel no es quien dice ser y que la arrastrará al infierno con él.
Begoña lo escucha con frialdad. “Eso es todo. Estás desesperado porque me caso con otro.”
“No es eso,” insiste Andrés. “Hay una prueba. La carta de Enriqueta, la hija de Remedios. María la tiene. Léela y verás quién es Gabriel realmente.”

Begoña, retada, va a buscar a María y le exige la carta. María se la entrega. Begoña la lee en la soledad de su habitación, esperando encontrar la confirmación de la maldad de Gabriel. Pero lo que encuentra es el relato de una joven agradecida a la que Gabriel había salvado de la injusticia en Tenerife. Lejos de condenarlo, la carta lo convierte en un héroe incomprendido.
“Tenía razón,” susurra Begoña, pero refiriéndose a sus propios sentimientos, no a Andrés. Con la carta en la mano corre a buscar a Gabriel. “La he leído,” le dice. “Y Andrés está equivocado. Esta carta te absuelve.”
Gabriel respira aliviado al ver que su pasado se ha interpretado a su favor. Begoña, con lágrimas en los ojos, toma una decisión impulsiva. “Quiero que nos casemos ya, ahora mismo. No quiero esperar ni un día más.”

Y así, en una ceremonia secreta y apresurada en la ermita, se dan el sí, quiero.
Andrés llega a la ermita cuando ya solo queda el silencio. Se entera por las habladurías de la colonia de que la boda se ha consumado. Roto de dolor, vuelve a la casa y se derrumba ante Marta. “Lo he perdido todo,” confiesa. “Y lo peor es que yo mismo la he empujado a sus brazos al intentar advertirla.”
Pero entonces, el teléfono suena. Era el detective. “He encontrado algo en Tenerife,” dice la voz al otro lado. “Y es grave. Gabriel no es el héroe que creen. Tiene que venir usted personalmente para ver las pruebas.”

Esas palabras encienden una última chispa de esperanza en Andrés. “Voy para allá,” dice, colgando el teléfono. Mira a Marta con determinación. “Me voy. No pude impedir la boda, pero voy a traer la verdad y cuando vuelva desenmascararé a Gabriel, aunque sea lo último que haga.”
Andrés toma el tren hacia el sur, dejando atrás Toledo y a la mujer que amaba, con la promesa silenciosa de regresar con la justicia en sus manos.
Mientras tanto, en la casa grande, María rompe al fin el silencio en una conversación íntima con Manuela. Sostiene entre las manos una taza de té que se ha enfriado hace rato, pero no parece dispuesta a soltarla. “Se ha ido,” dice de repente.

“¿Quién?” pregunta Manuela, aunque sabe la respuesta.
“Andrés.”
María mira la porcelana como si en ella pudiera ver el rostro de su esposo otra vez. “Y esta vez siento que es distinto. Que no se va por la empresa ni por un viaje de negocios. Se va por amor, por un amor que no le corresponde.” Las palabras le duelen incluso al pronunciarlas, y todo por ella, añade con un deje de amargura. “Por Begoña. ¿Qué tiene ella, Manuela? ¿Qué tiene que todos la prefieren? Mi amor la colonia entera…” Gabriel, siempre ella en el centro de todo.

“No es tan sencillo,” intenta consolarla la enfermera, “pues a mí me da esa impresión.”
María niega con la cabeza. “Yo… yo sé que he sido dura con Andrés, con todos, pero cuando lo veo marcharse así detrás de una mujer que no es capaz de verlo…” se le quiebra la voz. “Tengo miedo de que un día no quede nadie a mi lado,” confiesa.
Manuela le toma la mano en silencio, ofreciéndole el único consuelo posible en esa casa llena de secretos.

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