‘Sueños de libertad’ Avance Semanal: Andrés Prepara el Golpe Contra Gabriel
La inesperada boda de Begoña y Gabriel desata una tormenta de verdades ocultas y planes de venganza. Andrés, con el corazón hecho añicos, descubre un hilo que lo lleva a Tenerife y a una madre olvidada, pieza clave en la red de engaños que teje Gabriel.
Madrid, [Fecha de Publicación] – El aire en la finca de los De la Reina se ha vuelto tan denso como la desilusión que embarga a Andrés. La imagen de Begoña, vestida de blanco, pronunciando un “sí, quiero” que sentenció su propia vida frente a él, Gabriel y un puñado de testigos inconscientes, se ha incrustado en su memoria como una herida supurante. Aquella boda, celebrada en secreto, no solo selló la unión de dos almas, sino que también sepultó sin miramientos el futuro que Andrés creía tener.
El regreso a casa, en plena noche, fue un eco sombrío de la desolación que sentía. El silencio pesado del hogar, la mirada perdida de Marta, el eco de las preguntas de un Damián preocupado, todo se sumaba a la devastación. Al escupir la noticia, “Se han casado”, Andrés sentía que las palabras le quemaban la lengua, pero el verdadero aguijón era la certeza de que Gabriel estaba al tanto de todo. Marta, testigo mudo del dolor de Andrés, intentó consolarlo, reconociendo su papel crucial en esta historia, no solo como un pasado, sino como la conciencia que Gabriel intenta acallar.

“Mi padre dirá que soy un irresponsable”, murmuró Andrés, agotado, visualizando la incomprensión de Damián. Pero Marta, con su lucidez habitual, le recordó que la ceguera de su padre no invalidaba sus propios sentimientos y verdades. En medio de la desesperación, el sonido del teléfono irrumpió como un trueno. Al otro lado de la línea, la voz profesional de un detective destapaba una bomba: información sobre su primo Gabriel. Y la información apuntaba a una isla, a su infancia, y a una mujer que llevaba años esperando noticias suyas: Delia Márquez, su madre.
El nombre de Delia cayó en la estancia como un trueno. Una tía a la que nadie mencionaba, una figura fantasma en la historia de la familia. La confirmación del detective y la invitación a viajar a Tenerife para obtener más respuestas encendieron una chispa de determinación en Andrés. “Mañana mismo salgo hacia allí”, ordenó, la voz firme a pesar de la conmoción. Tenerife se perfilaba como el epicentro de la verdad, el lugar donde Gabriel había forjado su pasado y donde, tal vez, se encontraba la clave de sus acciones presentes.
Mientras Andrés se preparaba para partir, la noticia de la boda secreta se extendía como la pólvora por Toledo. Tasio, desbordado por lo presenciado en la ermita, desató el huracán. La fábrica y las tiendas se convirtieron en un hervidero de murmullos, mientras Damián, herido en su orgullo, deambulaba como un fantasma airado. María, consumida por la rabia, sentía que todos, incluso el hombre que la había abandonado, encontraban su lugar, menos ella. La ausencia de Andrés, explicada a medias por Manuela, la sumió en una amarga reflexión sobre cómo los hombres De la Reina huyen cuando las cosas se complican.

Pero Andrés no huía, viajaba hacia la verdad. En el avión, con una maleta escueta y una carpeta repleta de informaciones, la imagen de Begoña en la ermita volvió a su mente. Aquella súplica silenciosa en sus ojos, “déjame ir”, lo hizo cuestionarse si su amor se había convertido en una prisión. Si ella había elegido su libertad, tal vez era hora de que él empezara a elegir la suya. Y esa libertad, para Andrés, se estaba materializando en Tenerife, en la figura de Delia Márquez.
La isla lo recibió con el olor a sal y asfalto caliente. El detective, con gesto preocupado, le proporcionó los primeros datos: Gabriel vivió allí hasta los 15 años, su madre, Delia, trabajaba en la limpieza de un hotel. Una beca de Perfumerías de la Reina, la suya propia, lo catapultó a la península, un joven prometedor, responsable, con futuro. La confirmación de que su padre conocía esta historia, o al menos alguien de la familia firmó ese convenio, resonó como un puñetazo en el estómago. La relación se enfrió con los años, las cartas se espaciaron hasta el silencio total hace cinco años.
El coche se detuvo ante un humilde edificio de fachadas desconchadas. Allí vivía Delia Márquez, la madre a la que Gabriel había olvidado. Andrés, por un instante, contempló la idea de retroceder, de no remover heridas ajenas. Pero la interconexión de Gabriel, Begoña, Damián, y ahora esta madre olvidada, se hizo evidente. Tocó el timbre. La voz de Delia, ronca por el tabaco o por la vida, resonó tras la puerta: “¿Quién es?”. “Me llamo Andrés”, respondió, “Vengo de parte de alguien que usted quiere mucho”.

La puerta se entreabrió, revelando un ojo desconfiado. “Aquí ya no viene nadie de parte de nadie”. Pero al ver a Andrés, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo recogido en un moño descuidado y el delantal manchado, quedó inmóvil. Algo en su mirada, una mezcla de orgullo y fragilidad, le recordó a Gabriel. “Delia Márquez”, preguntó Andrés. Ella asintió, desconfiada. “¿Y usted quién es?”. “Soy el primo de su hijo”.
El silencio que siguió fue casi físico. La palabra “hijo” se quedó colgada en el aire. “¿Sabe algo de Gabriel?”, repitió Delia, abriendo la puerta de par en par. Pasó a un piso pequeño pero inmaculado, adornado con fotos de un niño moreno, un adolescente, un joven graduado. Todos con los ojos de Gabriel. Delia, con manos temblorosas, sirvió café y empezó a relatar la historia de un hijo que prometió volver, que la sacaría de allí. Pero pasaron los años, el silencio se hizo absoluto. “Pensé que se había muerto o que se había olvidado de que tenía madre”, confesó.
Andrés sintió que algo se desgarraba en su interior. Gabriel, también una víctima, una víctima de un sistema que convertía la gratitud en cadena. “No está muerto”, dijo despacio, “y no se ha olvidado de usted. No del todo”. La desesperación en los ojos de Delia lo acorraló contra la verdad. “Gabriel vive en Toledo, es abogado, trabaja en una empresa que conoce muy bien, Perfumerías de la Reina. Se ha casado hace poco con una mujer de mi familia”.

Delia, atónita, preguntó por qué no se lo había dicho. Andrés bajó la vista. “Porque para llegar hasta donde está ahora ha tenido que desprenderse de muchas cosas, de sus orígenes, de la pobreza, de usted. Y porque mi familia no es tan inocente como aparenta. Hubo decisiones, tomadas por mi padre, por la empresa, que le hicieron daño. Y él decidió devolver ese daño”.
La calma en la voz de Delia era más aterradora que un grito. “Usted me está diciendo que mi hijo ha levantado su vida sobre una mentira. Que se ha avergonzado de mí”. Andrés negó con vehemencia: “No, no se avergüenza de usted. Se avergüenza de haber tenido que dejarla atrás, de no haber sido capaz de enfrentarse a todos nosotros. Y yo también me avergüenzo”, añadió en un susurro, “de llevar su apellido, de haber creído durante tanto tiempo que mi padre era un héroe de familia, un hombre justo”.
Delia, conmovida, le entregó un paquete de cartas atadas con una cinta azul, las últimas de Gabriel. Al leerlas, Andrés desentrañó la historia de un adolescente deslumbrado, agradecido, luego frustrado por las condiciones de la beca, por la exigencia de lealtad absoluta. Una carta fechada años atrás, con la firma de Damián, reveló: “Mamá, el señor Damián dice que si quiero seguir teniendo su apoyo, tengo que demostrar que estoy dispuesto a cualquier cosa por la empresa. A veces siento que en lugar de sacarme de la isla me han trasladado a otra cárcel más grande, pero igual de fría”.

“Mi padre, siempre mi padre dando lecciones de lealtad”, murmuró Andrés, el papel helándole la sangre. Delia añadió que las últimas cartas hablaban de rabia, de algo que pasó en la empresa, de “esa gente francesa, Brosart”. Las piezas encajaron con un chasquido brutal. Brosart, la competencia que había robado el perfume, la empresa que amenazaba ahora a Sueños de Libertad. Gabriel, el abogado brillante moviéndose entre dos bandos. El golpe que Andrés intuía estaba tomando forma, oscuro y nítido: no bastaba con descubrir la verdad, había que enfrentarlo, ofrecerle la oportunidad de redención mirando a los ojos de su madre.
Esa noche, Andrés llamó a Toledo. Damián, con voz apagada, admitió su error, la pérdida de su esposa, de su hijo, de Begoña. “Pero te lo ruego, hijo, no conviertas esto en una guerra abierta”, suplicó. Andrés, sintiendo por primera vez compasión junto a la rabia, respondió: “No quiero una guerra, padre. Quiero justicia y sobre todo quiero que dejemos de construir nuestras vidas sobre mentiras”.
“Voy a reunir a una madre con su hijo”, sentenció Andrés, la mirada fija en Delia. Los días siguientes fueron una mezcla de calma y tormenta. Delia compartía anécdotas de la infancia de Gabriel, mientras Andrés intentaba sanar las heridas que él mismo había infligido con el silencio. “No eres un peso muerto”, le decía Andrés, “Eres su raíz”. Pero Delia, pragmática, replicaba: “La vida no siempre entiende de metáforas, hijo”. La palabra “hijo” en boca de Delia resonaba en Andrés, colocándolo en una encrucijada entre su familia y esta mujer que lo escuchaba sin juzgarlo.

Finalmente, Delia confrontó a Andrés: “No puedes seguir callándome cosas. Dime la verdad”. Andrés, acorralado, confesó la colaboración de Gabriel con Brosart, su juego en dos bandos, su ambición alimentada por el dolor. “Mi hijo no es un criminal”, replicó Delia. “No he dicho eso”, rectificó Andrés, “Pero sí es un hombre herido. Y los heridos, si no se curan, acaban haciendo daño a otros”.
El día de comprar los billetes a Toledo, Delia vaciló. “¿Y si me mira con desprecio?”, susurró, “Si niega que soy su madre delante de tu gente, ¿qué haré entonces?”. “No estás sola”, aseguró Andrés, “Si lo hace, el que quedará en evidencia será él, no tú. Y te lo prometo, no voy a permitir que nadie te humille, ni siquiera Gabriel”. Con una decisión humilde y valiente, Delia asintió: “Vamos a verle. Ya no quiero seguir soñando con el rostro de mi hijo. Quiero verlo de verdad”.
En el avión, un mensaje de Marta y una llamada de Damián anunciaron la inminente entrega de la custodia de Julia a Gabriel y Begoña. “Si tú querías un golpe de efecto, hijo, aquí lo tienes”, dijo Damián. Pero Andrés, mirando el océano infinito, respondió con calma: “No voy a destruir nada, padre. Solo voy a encender la luz donde llevamos años viviendo a oscuras”.

Con Delia a su lado, sintiendo por primera vez el miedo y la alegría entrelazados, Andrés se preparaba para entrar en la tormenta. El golpe que estaba preparando contra Gabriel ya no era un ajuste de cuentas, sino algo más profundo, casi sagrado: la oportunidad de obligarlo a mirarse en el espejo de su propia historia, no para destruirlo, sino para que decidiera qué clase de hombre quería ser. Toledo los esperaba. La reunión de una madre con su hijo, y el destino de los De la Reina, estaban a punto de cambiar para siempre.