SAMUEL EL SACRIFICIO QUE MARCARÁ A MARÍA || CRÓNICAS e HISTORIAS PARALELAS de LaPromesa series

La vida en el Palacio de La Promesa, ese microcosmos de intrigas, pasiones y secretos celosamente guardados, nos ha regalado innumerables giros argumentales que mantienen a la audiencia al borde del asiento. Sin embargo, pocas veces una historia de amor ha resonado con tanta fuerza, solo para desmoronarse ante nuestros ojos, dejándonos un sabor agridulce, una mezcla de esperanza traicionada y anhelo insatisfecho. El romance entre María y Samuel, ese idilio tierno, inocente y puro, se ha visto ensombrecido por un manto de dudas y silencios, culminando en un desenlace que muchos sentimos que no hace justicia a la profundidad de sus sentimientos.

Ante la avalancha de mensajes de nuestros seguidores, compartiendo la misma inquietud, nos hemos propuesto ir más allá del guion oficial. Inspirados por la magia de las radionovelas de antaño, donde la voz y la emoción tejían relatos inolvidables, abrimos una nueva ventana en nuestro canal: Historias Paralelas de La Promesa. Son relatos que, sin desviarse del universo emocional de la serie, exploran los caminos no transitados, las decisiones no mostradas, y las profundidades de los personajes que amamos. Historias que nacen de la pasión colectiva de quienes vivimos la serie día a día, y que quizás los guionistas nunca se atreverían a plasmar en pantalla. Prepárense, porque lo que sigue no es un simple resumen, sino una narración cautivadora, una historia que, de haber sido filmada, habría mantenido a La Promesa en vilo durante semanas.

El Amanecer de una Decisión Irrevocable


La mañana se había presentado clara en La Promesa, con un sol tímido que invitaba a la esperanza. El aroma a pan recién horneado y a café tostado impregnaba las cocinas, mientras el personal de servicio se movía con la discreción habitual. Pero tras la aparente normalidad, el aire estaba cargado de una tensión palpable. María Fernández, con la mirada perdida en una fuente vacía, sentía el peso de una noche en vela. Cada vez que cerraba los ojos, la misma imagen la atormentaba: Samuel, sereno pero con una profunda tristeza en la mirada, un silencio cargado de palabras no dichas que se sostenía precariamente entre ellos.

El amor entre María y Samuel había florecido en las sombras, un sentimiento inconfesable que se manifestaba en miradas furtivas y en la cercanía incómoda. Él, un hombre de fe, destinatario de votos sagrados; ella, una sirvienta con un pasado marcado por el dolor y la desconfianza. Pero algo había cambiado. Las miradas de Samuel se volvían más insistentes, su presencia en la cocina, un anhelo contenido. Y en María, una corriente subterránea de emoción comenzaba a agitarse, anunciando una tormenta inminente.

Fue entonces cuando escuchó sus pasos. Samuel entró, desprovisto de su sotana, ataviado con una sencilla camisa blanca. No era el padre Samuel, era simplemente Samuel, un hombre que, por primera vez, se presentaba ante ella con toda su humanidad. Esa imagen, despojada de su investidura clerical, asustó a María más que cualquier sermón. Él la miró, y en sus ojos cansados se reflejaba la batalla interna de una noche de deliberación.


“Hoy no soy padre de nadie. Hoy solo soy Samuel,” pronunció con una voz que, a pesar de su firmeza, temblaba ligeramente. “He tomado una decisión, una decisión que lo va a cambiar todo.” El corazón de María latió con fuerza. “Voy a colgar los hábitos. Voy a renunciar al sacerdocio.”

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. María, paralizada, apenas podía procesar la magnitud de su declaración. Samuel continuó, su voz teñida de una honestidad desgarradora: “Llevo demasiado tiempo viviendo dividido, sirviendo a Dios y ocultando lo que siento por ti como si fuera una vergüenza. Y no lo es. Lo que siento no es pecado, es verdad. Una verdad que me ha salvado.”

María, con la respiración agitada, se llevó una mano al pecho. “Samuel, tú no puedes hacer eso.”


“Sí puedo,” replicó él, su voz dulce pero inquebrantable. “Y ya lo he empezado a hacer.” Con una delicadeza que desarmaba, se acercó a ella. “Esta madrugada he ido al obispado, he pedido la dispensa, he dicho que quiero abandonar el sacerdocio para casarme.” La audacia de su acción dejó a María sin aliento. El obispo, aunque sorprendido, accedió a estudiar su petición. “Solo falta su firma y yo no voy a echarme atrás.”

En ese instante, el futuro que María había fantaseado en secreto se materializó ante sus ojos. La realidad la golpeó con una fuerza inesperada, pero también con una claridad deslumbrante. Samuel, con la voz cargada de una ternura que la desarmaba, confesó lo que ambos sabían: “María, yo te amo y no puedo seguir viviendo sin decirlo. No puedo seguir mirándote desde lejos mientras tú te rompes por dentro, creyendo que esto nunca podrá ser.”

Y entonces, en un torrente de emociones contenidas, María soltó la verdad que llevaba oculta como una piedra en la garganta: “Estoy embarazada.”


La reacción de Samuel no fue de sorpresa, sino de una ternura infinita. “Lo sé,” susurró. “¿Cómo que lo sabes?” preguntó María, incrédula. “Porque te conozco. Porque te veo, porque he visto cómo te llevabas la mano al vientre sin darte cuenta, porque te he oído respirar distinto. Y porque un hombre que ama se entera antes que los demás.”

Las lágrimas brotaron de los ojos de María, pero no eran lágrimas de dolor, sino de un profundo alivio, como si un peso insoportable se hubiera disipado. Samuel dio un paso más, su determinación inquebrantable. “Quiero que ese niño tenga una familia. Quiero que tenga paz. Quiero que tenga un hogar que no sea miedo ni secretos. Y quiero que ese hogar lo construyamos tú y yo.”

A pesar de la complejidad de la situación, María, con una vulnerabilidad que conmovía, respondió: “Pero ese niño no es tuyo.” Samuel, con una serenidad que nacía del amor puro, no vaciló. “No me importa, de verdad, porque será amado y porque tú serás amada, y porque yo he decidido que prefiero un mundo contigo, aunque sea difícil, a seguir viviendo en uno en el que me escondo detrás de una sotana mientras te miro sufrir.”


La decisión de Samuel era un sacrificio monumental, un acto de amor que reescribiría su destino. La renuncia a una vida de servicio, a la aprobación familiar, a la comodidad de lo conocido, todo por un futuro incierto junto a la mujer a la que amaba y al hijo que ella llevaba en su vientre, un niño que no era suyo biológicamente, pero que se convertiría en el centro de su nueva vida.

Una Promesa Cumplida en la Ermita del Olivar

La noticia del compromiso y posterior boda de María y Samuel se propagó por La Promesa como un susurro electrizante. Pía, con su instinto infalible, fue la primera en enterarse, abrazando a María con una fuerza que transmitía comprensión y apoyo incondicional. Vera y Teresa, con lágrimas de alegría en los ojos, celebraron la felicidad encontrada por su amiga, mientras que la ausencia de Petra teñía el ambiente de una sombra sutil.


Manuel, al enterarse, bajó a ver a María. Tras un instante de profunda reflexión, donde el recuerdo de la lealtad de María hacia su difunta esposa, doña Hannah, se hizo presente, aceptó con emoción quebrada ser el padrino. Samuel, por su parte, eligió a Pía como madrina, un gesto que sellaba la profunda conexión que se había forjado entre ellas.

La ermita, un lugar humilde y recogido a las afueras, rodeado de olivos centenarios, se convirtió en el escenario de una ceremonia íntima pero rebosante de significado. El personal de La Promesa, con un cariño genuino, volcó sus esfuerzos en embellecer el lugar, transformándolo en un rincón de paz y belleza. Flores silvestres, jazmines y azahar llenaron el aire de un perfume embriagador, presagiando un nuevo comienzo.

Vestida con sencillez pero irradiando una belleza natural, María recibió el apoyo de Vera y Teresa, quienes la prepararon para el gran paso. Pía, con palabras sabias y reconfortantes, le advirtió sobre los desafíos venideros: “Lo que te está pasando hoy es un regalo, pero también es una decisión valiente y a los valientes la vida los prueba. No te asustes si mañana llega la tormenta.”


Al entrar en la ermita, con Manuel ofreciéndole el brazo en un gesto de profunda solemnidad, María vio a Samuel esperándola. Despojado de su sotana, ataviado con un traje oscuro, sus ojos brillaban con una luz que disipó cualquier vestigio de miedo. En ese instante, el amor que los unía se convirtió en el único testigo de su compromiso.

El “Sí, quiero” de María resonó en el silencio de la ermita, un eco de valentía y determinación. Samuel, con la fuerza de quien ha elegido su destino, respondió con la misma convicción. El beso que selló su unión fue un torrente de emociones, lento, tembloroso, profundamente verdadero.

A la salida, bajo una lluvia de pétalos blancos, la felicidad de sus amigos era palpable. Manuel, Pía, Vera y Teresa compartían la alegría de un milagro presenciado. La despedida de La Promesa fue agridulce. María recorrió los pasillos de aquel lugar que había sido su prisión y su hogar, dejando atrás un pasado de sufrimientos para abrazar un futuro incierto. Alonso, con una comprensión que trascendía su rol, les dio su bendición, asegurándoles que siempre tendrían un lugar en La Promesa.


Madrid: El Príncipe de las Sombras y la Frialdad de los Duques

El viaje a Madrid se extendió por varios días, un periplo a través de paisajes cambiantes y experiencias nuevas para María. En las noches de posada, Samuel compartía fragmentos de su infancia, un relato de aislamiento y frialdad en un hogar donde la disciplina prevalecía sobre el afecto. “En mi casa se hablaba bajito hasta para respirar,” confesó, “siempre había un retrato de los antepasados vigilándonos.”

María, escuchando con el corazón apesadumbrado, le preguntó si había sido feliz. Samuel, con una honestidad conmovedora, admitió no saber qué era la felicidad, creyendo que el deber era su sustituto hasta que se dio cuenta de que se estaba apagando. La vocación sacerdotal, para él, había sido una huida de aquel mundo opresivo, hasta que el encuentro con María le reveló un nuevo sentido para la vida.


La llegada a Madrid fue un shock para María. La vastedad de la ciudad, el ritmo frenético de sus habitantes, el imponente Palacio Winsorheim, todo se presentaba como un mundo ajeno y deslumbrante. El edificio, severo y hermoso, irradiaba una frialdad que contrastaba con la calidez que María buscaba.

El recibimiento por parte del mayordomo fue glacial, y la tensión se intensificó al encontrarse con los duques. El duque, de una elegancia fría, y la duquesa, de una perfección agotada, miraron a María con una curiosidad distante. Fue Samuel quien, con una autoridad nacida de la independencia recién conquistada, anunció la noticia: “Padre, madre, ella es María Fernández, mi esposa.”

El silencio que siguió fue sepulcral. La duquesa, con un espanto casi teatral, cuestionó la unión. El duque, con la furia contenida de quien ha visto su linaje mancillado, preguntó si se había casado “con criada”. Samuel, con la firmeza de quien ha elegido su camino, respondió: “No lo he salvado de la hipocresía.”


En un giro inesperado, la duquesa, al enterarse de la posibilidad de descendencia, acogió a María con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, susurrando “Nietos”. La aceptación, aunque bienvenida en su aparente rapidez, dejaba en María una sensación de inquietud. Algo oscuro se movía tras los muros de aquel palacio, y la sonrisa de la duquesa, a pesar de su aparente calidez, ocultaba un cálculo frío.

La habitación asignada a los recién casados era lujosa pero opresiva. El eco del cerrojo al cerrarse resonaba como una advertencia. Mientras Samuel intentaba consolar a María, quien sentía que estaba en una casa donde los cuadros te vigilan, él mismo parecía perturbado por algo que había presenciado. Un ruido metálico, una puerta cerrándose a lo lejos, una voz que creía haber oído… El cansancio o algo más oscuro empezaba a manifestarse.

Esa noche, María, incapaz de conciliar el sueño, escuchó pasos sigilosos fuera de su habitación. Pasos que no pertenecían al servicio, pasos de alguien que no quería ser visto. Samuel, en su sueño, murmuraba en alemán, luchando con recuerdos tormentosos. La gota de sudor frío en su frente, sumada a los ruidos extraños, confirmaba la creciente sospecha de María: en la casa Winsorheim, la noche nunca era inocente. Y al amanecer, se descubriría el verdadero motivo de esa inquietud.


Las historias paralelas de La Promesa apenas comienzan. Lo que sigue promete ser aún más peligroso y oscuro de lo que María imagina. La aceptación de los duques no nacía del amor, sino del interés. Y cuando el interés se transforma en hambre, las apariencias se desmoronan y la casa entera empieza a mostrar sus verdaderos colmillos.

Nos despedimos, esperando haberles emocionado y cautivado con esta historia paralela, tejida con el cariño y la pasión que sentimos por este universo. Hasta la próxima.