¡LORENZO HUMILLA A CURRO EN PÚBLICO! ¡LA VENGANZA ESTÁ CERCA Y SERÁ DEVASTADORA – LA PROMESA AVANCES
El Palacio de La Promesa, escenario de intrigas y pasiones desatadas, se convulsiona bajo el peso de secretos desvelados y alianzas fracturadas. En una noche que prometía la calma, el destino lanzó su guante, desencadenando una cascada de eventos que han dejado a todos sin aliento. Los ecos de la humillación pública de Curro a manos de Lorenzo resuenan en los antiguos pasillos, una afrenta que no solo marca el ego herido, sino que siembra las semillas de una venganza que se perfila como devastadora.
Las sombras se cernían sobre el Palacio de La Promesa, teñidas de una melancolía palpable mientras las últimas luces se extinguían, dejando tras de sí apenas retazos de un día que pronto se convertiría en leyenda. En el corazón de esta penumbra, un joven llamado Curro se encontraba al borde de un abismo emocional. Su mirada, perdida en la inmensidad de su propia desesperación, se posaba sobre la figura de Ángela, la mujer que, cruelmente, estaba destinada a unir su destino al del detestable Lorenzo. La imagen de ella, vestida de novia, al lado de aquel hombre cuya crueldad era tan conocida como la propia arquitectura del palacio, se había convertido en una tortura incandescente, un fuego que consumía su alma y lo impulsaba a una decisión que resonaría en cada rincón de esta historia. ¡No lo permitiría! Su determinación, forjada en el crisol del amor y la impotencia, se cristalizó en esa noche, declarando una guerra silenciosa contra el destino y la injusticia.
Impulsado por una urgencia visceral, Curro se levantó, sus puños apretados como si en ellos residiera la fuerza para desmantelar las barreras que separaban a Ángela de su verdadera felicidad. Se deslizó por los pasillos desiertos, una sombra más entre las muchas que poblaban el crepúsculo palaciego, evitando las miradas indiscretas y los ecos de la vida que aún persistía en algunas estancias. En la cocina, donde Teresa y Loe, junto a otras sirvientas, se afanaban en ordenar la vajilla, Curro intentó, con una sonrisa forzada, camuflar su agitación. Una excusa sobre la necesidad de provisiones le sirvió de tapadera, aunque la desconfianza en los ojos de las criadas era casi palpable. Un viejo abrigo y la fría noche de la ciudad fueron sus cómplices en una misión que ponía en juego todo lo que poseía.

El camino hacia los callejones más oscuros de la ciudad, aquellos que la luz del día apenas se atrevía a rozar, fue un preludio de la audacia que estaba a punto de desplegar. Allí, entre las sombras danzantes, emergió una figura enigmática. Un hombre de porte imponente, vestido de negro, cuya mirada helada prometía tanto peligro como eficiencia. “¿Eres el joven que envió el mensaje?”, preguntó, su voz un susurro grave que cortaba el aire. “Sí”, respondió Curro, luchando por mantener la compostura ante la magnitud de lo que estaba a punto de solicitar. La petición era tan descabellada como desesperada: “Quiero que te lleves a un hombre lejos. Escóndelo hasta que deje de ser peligroso para Ángela”. La incredulidad se dibujó en el rostro del hombre: “¿Me estás pidiendo que secuestre a un hombre?”. Curro, sin vacilar, pronunció el nombre que lo atormentaba: “Sí, a Lorenzo de la Mata”.
La propuesta provocó una sonrisa seca en el hombre, pero la determinación de Curro era inquebrantable. Desprendiéndose de cada moneda que había ahorrado con sudor y sacrificio, presentó su magro capital. No era suficiente. Y entonces, en un acto que desgarró su alma, el joven se desprendió del pequeño reloj de oro, el último vestigio tangible de Eugenia, de un amor que lo había marcado para siempre. El reloj, sopesado con la avaricia de un mercenario, selló el pacto. “Dos días”, sentenció el hombre. “En dos días estará en tu poder otra vez, pero por ahora desaparecerá”. El regreso al palacio fue un eco silencioso, sin que nadie notara su ausencia. Curro se desplomó sobre su cama, la vigilia de dos días que se antojaban eternos, marcados por la espera y la certeza de que el curso de los acontecimientos había cambiado irrevocablemente.
Los días siguientes transcurrieron bajo una tensión palpable. Lorenzo, ajeno a la tormenta que se gestaba a su alrededor, continuó su rutina de arrogancia despreocupada. Pero el segundo día trajo consigo un silencio ominoso. Lorenzo no apareció. Ni para el desayuno, ni para la comida, ni para la cena. Los susurros de las criadas se intensificaron, la preocupación se propagó como la pólvora, y solo Curro guardaba el secreto de la verdad que se escondía tras esa ausencia.

Mientras tanto, en un cobertizo abandonado a las afueras de la ciudad, Lorenzo de la Mata se encontraba atado, humillado y temblando. Su habitual altanería se desmoronaba ante el frío, el hambre y la inútil lucha por liberarse. El hombre misterioso aparecía dos veces al día, sin ofrecer comida, pero sí una pregunta insistente: “¿Vas a hablar?”. La resistencia de Lorenzo, alimentada por su orgullo, comenzó a erosionarse. Al cuarto día, la debilidad lo venció. “¿Qué quieres saber?”, murmuró con voz quebrada. Y entonces, los secretos más oscuros de Leocadia y las tramas que había intentado enterrar para siempre, salieron a la luz, revelados ante la desesperación de Lorenzo.
De vuelta en el palacio, Curro sentía el peso de cada mirada, de cada rumor, de cada paso de Lorenzo que se alejaba de él. El mensaje llegó al cobertizo, confirmando que Lorenzo había confesado mucho más de lo esperado. El secuestrador había obtenido su botín: verdades, secretos e intrigas. Curro, aunque tembloroso, comprendió que el momento decisivo estaba a la vuelta de la esquina. El hombre misterioso le ofreció un trato: la liberación de Lorenzo a cambio de su confesión total, exponiendo así a Leocadia ante todos. Era la oportunidad, el punto de inflexión donde cada elección tendría consecuencias irrefutables. Curro aceptó.
Lorenzo, liberado y con la amarga certeza de la traición sufrida, corrió a su habitación, las maletas preparadas a toda prisa, buscando una huida desesperada. Pero el destino, cruel y caprichoso, ya había tejido su red. Justo cuando la fuga parecía posible, la puerta se abrió de golpe. Leocadia, pálida, con los ojos desorbitados y la respiración agitada, se encontró cara a cara con un Lorenzo hundido. “La casa se ha derrumbado, Leocadia. Todo ha salido a la luz. Estamos acabados”. El pánico se apoderó de Leocadia, quien comenzó a recoger apresuradamente lo que podía, cada gesto delatando su miedo y su conciencia de haber sido descubierta.

En pocos minutos, ambos estaban listos para huir, pero el sonido de pasos firmes y decididos rompió la tensa calma. El sargento Fuentes, acompañado de hombres armados, apareció, sellando el cerco. Lorenzo y Leocadia se sintieron atrapados, acorralados, la vulnerabilidad expuesta ante la implacable justicia. Alonso, el marqués, observó la escena con una mezcla de desprecio e incredulidad. Lorenzo, en un acto de desesperación pura, sacó un arma oculta en su maleta y apuntó el revólver contra el marqués, decidido a luchar por su libertad. Leocadia, temblando a su lado, le suplicaba que no empeorara la situación. Fuentes, con una frialdad glacial, ordenó a Lorenzo que bajara el arma. La tensión se tornó insoportable.
En este punto crucial, con el destino de todos pendiendo de un hilo, un instante de silencio se instaló en medio de las respiraciones agitadas. Curro, lejos de la escena, pero intrínsecamente atado a cada hebra de este drama, comprendía el alcance de su elección. La pregunta resuena en los corazones de todos: ¿Qué harían ustedes en el lugar de Curro? ¿Tendrían el valor de tomar decisiones tan drásticas por amor? Dejen sus respuestas en los comentarios, porque cada elección en esta historia pesa, y cada opinión puede encender nuevas teorías entre los espectadores.
La noche seguía su curso, silenciosa pero cargada de presagios. Lorenzo y Leocadia, fugitivos en su propio hogar, se movían por pasillos que ahora parecían laberintos de trampas. Cada puerta, cada esquina, podía ocultar a un enemigo. El sargento y sus hombres avanzaban con la cautela de depredadores silenciosos. Leocadia agarraba su maleta con la respiración acelerada, mientras Lorenzo la seguía, consumido por una mezcla de ira, miedo y desesperación. Cada habitación, cada escalón era una prueba de su astucia y determinación, el sonido de los pasos del sargento una advertencia constante de que el tiempo se agotaba. La tensión entre Lorenzo y Leocadia era palpable, un oscuro vínculo forjado en los secretos más profundos.

Al alcanzar la escalera de servicio, el peligro se sentía más cercano que nunca. Pasos pesados se aproximaban, impulsándolos a moverse con una velocidad frenética. El corazón en la garganta, la respiración entrecortada. Y entonces, como si el destino se burlara de sus esfuerzos, Alonso apareció una vez más, un obstáculo imprevisto que amenazaba con destruir cualquier esperanza de escape. Lorenzo, sin dudar, lo agarró, dispuesto a todo por salvarse a sí mismo y a Leocadia. En ese instante, el palacio entero contuvo la respiración. Cada decisión, cada latido, estaba cargado de una tensión insoportable. Curro, lejos, imaginaba cada movimiento, sabiendo que su elección había desatado una cadena de eventos imparable. El futuro de Ángela, Lorenzo, Leocadia y todos los que orbitaban a su alrededor pendía de un hilo, a punto de romperse.
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