LA PROMESA – URGENTE: ¡La Guardia Civil ARRESTA a Curro y Ángela GRITA que es INOCENTE!

Un amanecer de pesadilla irrumpe en el palacio, desatando el caos, la incredulidad y una defensa apasionada que promete cambiarlo todo.

Palacio de La Promesa, [Fecha] – Las primeras luces del alba, que en el idílico palacio de La Promesa suelen traer consigo la promesa de un nuevo día de tranquilidad y opulencia, fueron brutalmente eclipsadas por el estruendo ensordecedor de una redada. En una madrugada que quedará grabada a fuego en la memoria de sus habitantes, la mismísima Guardia Civil irrumpió en la mansión como un torbellino de metal y orden, desmantelando la paz con la precisión de un asalto militar. El motivo: la detención de Marcos de Luján, conocido cariñosamente como Curro.

La escena que se desplegó fue de un dramatismo apocalíptico. María Fernández, en la familiar quietud de la cocina preparando el café matutino junto a Simona y Candela, sintió cómo el suelo temblaba bajo sus pies. A través del cristal empañado por el vapor, vio lo impensable: al menos ocho oficiales de la Guardia Civil, armados y uniformados, irrumpían por la puerta principal, con la determinación de quienes asaltan una fortaleza enemiga. La bandeja de porcelana que sostenía se estrelló contra el suelo, su estruendo ahogado por el caos creciente. Mientras Simona gritaba y subía las escaleras para despertar a Pía, Candela quedaba paralizada, sus ojos reflejando el terror puro de lo desconocido.


En el segundo piso, el despertar de Curro fue tan violento como el asalto. Lejos de la suavidad de una mañana cualquiera, fue arrancado de sus sueños por el eco implacable de botas militares ascendiendo por la escalera de mármol. Aún en camisa de dormir, su puerta fue derribada de un patadón, revelando al capitán Fermín Ruiz, un hombre cuya mirada pétrea y pergamino real en mano sentenciaban el destino del joven. “Marcos de Luján, también conocido como Curro, queda arrestado por orden del Tribunal Superior de Madrid”, tronó su voz, cortando el aire como un cuchillo.

El mundo de Curro se detuvo. Las palabras “arrestado” y “por qué” se ahogaron en un balbuceo incoherente. Sus protestas de inocencia, “¡Yo no he hecho nada!”, fueron ignoradas mientras dos guardias lo agarraban brutalmente, el frío metal de las esposas mordiendo sus muñecas con un click definitivo que sonó a sentencia. Arrancado de su habitación, gritaba desesperado: “¡Esto es un error! ¡Tiene que ser un error!”

Abajo, el palacio entero se había sumido en el pandemonio. Alonso, el marqués de Luján, descendió furioso y confuso, exigiendo una explicación por la “intrusión”. El capitán Ruiz, imperturbable, desplegó el pergamino oficial, leyendo en voz alta las acusaciones que helaron la sangre de todos los presentes: “Marcos de Luján, también conocido como Curro, varón de Linaja, es acusado formalmente de homicidio premeditado, conspiración criminal y ocultación de cadáver. En el caso del asesinato de la criada Dolores Expósito, su madre biológica…”


El silencio sepulcral que siguió a estas palabras fue más aterrador que cualquier grito. Pía se llevó las manos al pecho, Lope dejó caer una bandeja entera, y Simona se tambaleó, necesitando el apoyo de Candela. Manuel, normalmente mesurado, explotó en un rugido de incredulidad: “¡Esto es absurdo! ¡Una locura total! Curro jamás haría algo así.”

Pero el capitán Ruiz continuó, implacable, citando “testimonio ocular”, “documentos que prueban que conocía su verdadera identidad” y “evidencias físicas encontradas en sus propios aposentos”. Mientras Curro era arrastrado escaleras abajo, pálido como un cadáver, sus ojos buscaban desesperadamente a alguien que pudiera creerle. Al encontrar la mirada de Alonso, suplicó entre lágrimas: “¡Esto es una armación, padre! ¡Por favor, tienes que creerme! Yo no maté a mi madre. Yo ni siquiera sabía que ella era mi madre cuando murió.”

Y entonces, en medio de la desesperación y la injusticia, una voz resonó, clara como el cristal y afilada como una espada: “¡Suelten a ese hombre inmediatamente!”


Todos giraron la cabeza hacia la escalinata. Allí, de pie, emergió Ángela de Figueroa. No era la Ángela tímida y controlada que conocían. Era una leona que había despertado, descalza, su roupau de dormir revoloteando, su cabello suelto cayendo sobre sus hombros. Su rostro, surcado por las lágrimas, ardía con una determinación férrea. Ignorando la advertencia del capitán de ser también detenida, se plantó frente a los guardias que retenían a Curro.

“Curro es inocente, ¿lo oyen? ¡Es inocente! Yo sé quién realmente mató a Dolores. Y no fue él.” Su voz temblaba, pero no de miedo, sino de rabia contenida. “Pueden arrestarme si quieren, pueden acusarme de lo que sea, pero no voy a permitir que se lleven a un inocente mientras la verdadera asesina camina libre por este palacio, riéndose de todos nosotros, burlándose de la justicia.”

Ante la petición de Alonso de que hablara si tenía información, Ángela respiró hondo. Sabía que lo que estaba a punto de decir destruiría su familia para siempre. Pero mirando a Curro, con el terror en sus ojos, supo que no había otra opción. Con una firmeza que sorprendió a todos, declaró: “Fue mi madre, Leocadia de Figueroa, quien asesinó a Dolores Expósito con veneno. Lo planeó, lo ejecutó y yo tengo las pruebas. Las he tenido durante meses sin atreverme a revelarlas.”


El palacio se sumió en un tumulto apocalíptico. El confesionario de Ángela desató una avalancha de reacciones: gritos de Pía, el desmayo de Petra, el abrazo desesperado de Simona y Candela. Pero Ángela no se detuvo, narrando el descubrimiento de cartas secretas, el diario de su madre confesando los asesinatos de Dolores, Carmen, e incluso Hann.

El capitán Ruiz, inicialmente desconcertado, comenzó a reunir pruebas, y el escenario se transformó radicalmente. Con la confesión de Ángela, las sospechas se volcaron hacia Leocadia. Fue entonces cuando Petra, la criada aparentemente invisible, dio un paso al frente, confirmando los miedos y sospechas, revelando que Leocadia la había amenazado de muerte para silenciarla. Simona también aportó un detalle crucial: haber visto a Leocadia salir de la cocina la noche del crimen con algo envuelto bajo su chal.

La búsqueda en los antiguos aposentos de Leocadia condujo al hallazgo de una caja que contenía cartas del boticario Sebastián Villarreal, un diario detallado de los crímenes de Leocadia y, lo más escalofriante, tres frascos etiquetados: “Para la entrometida Dolores”, “Carmen, dosis doble si es necesario” y “Hann. Si descubre demasiado”. El diario confirmaba la premeditación meticulosa y fría de Leocadia, incluyendo su plan para culpar a Curro.


Ante la contundencia de las pruebas, la Guardia Civil liberó a Curro, el alivio inundando el vestíbulo. Lorenzo de la Mata, traído como testigo contra Curro, confesó haber sido sobornado por Leocadia para testificar falsamente, revelando su propia codicia y la ambición de Leocadia de recuperar su poder.

El capitán Ruiz, reconociendo la situación excepcional de Ángela, optó por no arrestarla, pero exigió su testimonio formal contra su propia madre. El palacio se preparaba para la cacería de Leocadia, pero un mensajero trajo la noticia: la propiedad de Leocadia estaba vacía. Había huido.

Mientras el palacio se fortificaba ante la posibilidad de su regreso, Curro y Ángela se aferraban el uno al otro, consolándose en su amor. María Fernández, preocupada por el futuro de su hijo y el mundo en el que crecería, buscó la promesa de Samuel de un futuro mejor. Pero en un rincón oscuro, Petra observaba con una inquietud latente, sugiriendo que la amenaza de Leocadia podría ser aún más profunda de lo que nadie imaginaba.


Desde una colina cercana, Leocadia de Figueroa, utilizando un telescopio, observaba con una furia calculadora. Prometió su regreso, amenazando con desatar secretos devastadores sobre la familia Luján y cobrarse una venganza implacable.

La justicia había prevalecido hoy, el inocente había sido salvado y la villana expuesta. Pero mientras la noche caía sobre La Promesa, una sombra de incertidumbre se cernía sobre el futuro. Leocadia, la asesina prófuga, había sido derrotada en esta batalla, pero la guerra, advertían las miradas sombrías, apenas estaba comenzando. El palacio se sentía sitiado, y la pregunta que flotaba en el aire era: ¿cuándo, y cómo, regresaría Leocadia para desatar el infierno?