LA PROMESA – URGENTE: Adriano PERDONA a Martina pero PROHÍBE que se ACERQUE a sus HIJOS
El Paladín de la Protección o el Tirano del Desamor: Adriano Enfrenta a una Madre Desesperada en un Dilema Devastador
Queridos espectadores de “La Promesa”, prepárense para que sus corazones se ahoguen en un torbellino de emociones. Lo que se desarrolla en los majestuosos y a menudo crueles muros de La Promesa es una saga de dolor, sacrificio y decisiones que parten el alma. Tras meses de una ausencia gélida y un silencio sepulcral que congeló las almas de quienes amaban, Martina de Luján ha regresado. Pero su reaparición no es un cuento de hadas; es el preludio de una tormenta que desatará las verdades más crudas y expondrá las profundidades del amor y la fragilidad humana. Adriano, el hombre que ha encarnado la fortaleza inquebrantable ante la adversidad más brutal, debe ahora confrontar a la mujer que lo destrozó y tomar una decisión que resonará a través de las generaciones. ¿Puede el perdón curar las heridas más profundas? ¿Puede un padre proteger a sus hijos del pasado, incluso si eso significa negarles el amor de su madre? Las respuestas que emergen hoy sacudirán los cimientos de sus propias creencias.
La mañana amanecía gris y empapada, el cielo llorando junto a las almas atormentadas que habitaban en el palacio. De pronto, los portones de La Promesa se abrieron, revelando una figura que parecía sacada de una pesadilla o de un anhelo desesperado: Martina de Luján. Vestía ropas sencillas, marcadas por el viaje y la adversidad, su cabello salvaje por el viento y sus ojos, pozos de sufrimiento, reflejaban un infierno personal del que apenas había sobrevivido. Han transcurrido tres meses desde que desapareció del palacio, apenas unos días después de dar a luz a los gemelos que son la viva imagen de su amor y de su desesperación. Tres meses de vacío, de preguntas sin respuesta, de un dolor que se anidó en cada rincón de La Promesa.
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El rostro de Pía, al abrir la puerta principal, se transformó en una máscara de incredulidad helada. “Señorita Martina”, balbuceó, su voz quebrada por la conmoción. “Pensábamos que usted…”. No pudo terminar la frase. Martina, con lágrimas que ya surcaban sus mejillas, la interrumpió con una voz ronca por el llanto y la angustia. “Lo sé, Pía. Lo sé todo. Cometí el error más terrible de mi vida. El error imperdonable de una madre. Necesito ver a mis hijos, por Dios. Necesito ver a Adriano”.
La noticia se propagó como la pólvora por el opulento vestíbulo. Simona y Candela, que supervisaban las labores de limpieza, corrieron al escuchar las voces alteradas. Al ver a Martina, empapada y temblando, sus rostros se contrajeron de asombro y resentimiento. “Ella ha vuelto”, susurró Candela, la incredulidad tiñendo cada sílaba. “Después de abandonarlos, de dejarlos a la deriva, ¿tiene el descaro de regresar?”. Lóez, el joven y leal lacayo, corrió escaleras arriba para alertar a Manuel y a Don Alonso, comprendiendo la magnitud del cataclismo que se avecinaba.
Mientras tanto, en el piso superior, ajeno a la inminente tragedia, Adriano libraba su propia batalla. Otra noche en vela, cuidando a sus bebés. Los cólicos persistentes de uno de ellos lo habían mantenido en vilo hasta el amanecer, meciéndolo, cantándole suavemente, asumiendo el rol de padre y madre en una danza solitaria y agotadora. Finalmente, con un cuidado infinito, colocó a sus pequeños en las cunas, acarició sus mejillas sonrosadas y se derrumbó en una silla, exhausto. Ignoraba que la mujer que había destrozado su vida estaba a pocos metros, a punto de desencadenar un huracán.

Don Alonso descendió las escaleras con la severidad de un juez implacable, cada paso resonando en el mármol como un veredicto. La furia contenida brillaba en sus ojos, esa mirada helada reservada para las traiciones más profundas. “Martina”, sentenció con una voz que cortaba el aire. “Tienes una audacia que asusta. Regresar a este palacio después de lo que hiciste. ¿Eres consciente del caos que dejaste? ¿Del sufrimiento que causaste, no solo a Adriano, sino a todos nosotros, al verlo destrozado día tras día?”.
Manuel, con una expresión igualmente sombría, fue aún más directo. “Abandonaste a tus propios hijos, Martina”, sentenció con una dureza cortante. “Bebés indefensos, criaturas que dependían por completo de ti, que te necesitaban desesperadamente. Adriano estuvo al borde de la locura en esas primeras semanas, intentando cuidarlos solo. Lo vi convertirse en una sombra de sí mismo, consumido por la preocupación y la culpa, preguntándose qué había hecho mal para que lo abandonaras así”.
Incluso Han, que había permanecido en silencio, intervino con una voz cargada de decepción. “Todos en este palacio sufrimos tu ausencia, Martina. Vimos a Adriano desmoronarse. Vimos a esos inocentes crecer sin su madre. ¿Te imaginas lo que es explicarle a un hombre desesperado que no hay noticias de su esposa, que nadie sabe si está viva o muerta?”.

Ante las palabras, la fuerza abandonó a Martina. Cayó de rodillas sobre el frío mármol, el impacto resonando en el silencio sepulcral. Las lágrimas brotaban incontenibles. “Lo sé”, sollozó, sus manos apretándose en puños. “Sé que lo que hice fue imperdonable. Pero no estaba bien. Después del parto, algo dentro de mí se rompió. Entré en pánico. Sentía un terror incontrolable de fallarles, de hacerles daño. No podía pensar, no podía comer. Cada llanto me gritaba que debía huir antes de destruirlos”.
Doña Teresa, a pesar de la rabia justificada, sintió una punzada de compasión al ver la figura destrozada de la joven. “Estaba enferma, señorita. Eso está claro ahora. Pero eso no justifica su desaparición, dejando a Don Adriano desesperado, haciéndonos creer lo peor”.
Mientras esta escena desgarradora se desarrollaba en el vestíbulo, Jacobo se encontraba con Adriano en la habitación de los niños, ajenos al drama. Observaban a los gemelos dormir plácidamente. Adriano, con el rostro surcado por el agotamiento pero iluminado por una ternura absoluta, acariciaba sus mejillas. Jacobo, luchando internamente con la noticia que debía entregar, rompió el silencio. “Adriano”, dijo con voz tensa, “necesito contarte algo que cambiará todo. Martina está aquí. Abajo. En el salón principal”.
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El impacto fue demoledor. Adriano quedó petrificado. “Ha vuelto”, repitió, las palabras veneno en su boca. Tras tres meses de soledad, de noches oscuras, de no saber si estaba viva o muerta, ¿regresaba ahora? Jacobo intentó explicar el convento, el tratamiento. Pero la furia de Adriano estalló como un volcán. “¡Yo no recibí ninguna carta!”, gritó, despertando un leve movimiento en las cunas. “¿Sabes lo que fue mi realidad estos tres meses? Noches sin dormir, bebés llorando, la constante sensación de fallarles porque no podía darles lo que más necesitaban: a su madre. Y ahora ella quiere volver, ¿como si nada hubiera pasado? ¡Me descartó, Jacobo! ¡Nos descartó!”.
El momento inevitable llegó. Adriano descendió las escaleras para confrontar a Martina. La tensión era palpable. Ella extendió las manos, un gesto desesperado. “Adriano, mi amor…”. Él retrocedió. “No me llames así. Perdiste ese derecho el día que nos abandonaste”. Martina suplicó: “Estaba enferma, Adriano. Algo se quebró. Sentía vacío y terror. Las monjas me ayudaron a entender la melancolía postparto. Intenté enviar cartas, docenas de ellas, rogando que me perdonaras…”.
“¿Qué cartas, Martina?”, replicó él con amargura. “Fuiste un fantasma. ¿Sabes cuántas veces miré la carretera esperando verte? ¿Cuántas noches sostuve a nuestros hijos llorando, intentando ser padre y madre? Me destruiste”.

Fue entonces cuando Petra Arcos irrumpió, un sobre amarillento en sus manos temblorosas. “Señor Adriano”, dijo con firmeza, “creo que esto aclarará muchas cosas”. Con movimientos reverenciales, extrajo las cartas. “Las encontré escondidas en los aposentos de Leocadia. Detrás de un cajón falso. Deliberadamente ocultadas”.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Adriano rasgó los sobres, sus dedos temblando. Leyó. “Aquí está todo”, murmuró, la voz rota. Detallaba su estancia en el convento, su recuperación. Manuel preguntó quién había interceptado las cartas. “Leocadia”, respondió Petra con indignación. “Ella interceptó toda la correspondencia para mantenerlos separados”.
Martina se cubrió el rostro, sollozando. “Escribí tanto, supliqué que entendieras… y tú nunca recibiste nada”. Adriano, con cada carta, pasaba de la furia a la confusión y al dolor. Su esposa, enferma, había intentado comunicarse.

Tras horas de explicaciones, de desentrañar la manipulación de Leocadia, Adriano tomó una decisión. Llamó a Martina al jardín. “He leído tus cartas”, dijo con calma, pero su voz aún vibraba de emoción. “Entiendo que estabas enferma. Que no fue una decisión racional. Te perdono, Martina”.
Una chispa de esperanza brilló en los ojos de Martina. “¿Me perdonas?”.
Adriano asintió, las lágrimas asomando. “Sí. Te perdono porque aún te amo. Porque sé que la mujer con la que me casé nunca lo habría hecho conscientemente. Te perdono porque entiendo que luchaste contra demonios que no podíamos ver”.
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Martina intentó abrazarlo, pero él levantó la mano. “Pero perdonar no significa olvidar. Y definitivamente no significa que todo pueda volver a ser como antes. Tú me lastimaste, pero también lastimaste a nuestros hijos. Mi responsabilidad es protegerlos”.
Y entonces, la sentencia que destrozó toda esperanza: “Te perdono como persona, Martina. Pero como padre, no puedo permitir que te acerques a nuestros hijos”.
El shock en el rostro de Martina fue absoluto. “¿Qué? No, Adriano, no puedes. Son mis bebés”.

“Los abandonaste”, replicó él con firmeza. “Durante tres meses fui yo el único presente. Creé un vínculo que tú rompiste al irte”.
Martina cayó de rodillas en la hierba húmeda. “Por favor, Adriano, no me alejes. Estoy bien ahora. Completamente recuperada”.
Adriano negó con la cabeza, torturado. “¿Cómo puedo confiar? ¿Cómo puedo arriesgar que tengas otro episodio y desaparezcas, o peor aún, que hagas daño a nuestros hijos?”. Las lágrimas corrían libremente. “No puedo arriesgar su seguridad, aunque eso signifique partir mi propio corazón”.

La decisión dividió La Promesa. Simona defendía a Adriano: “Él está siendo justo. Una madre que abandona a sus hijos no merece una segunda oportunidad tan fácil”. Candela replicaba: “Estaba enferma. Separarla de sus hijos es cruel”. Lóez intervino con ecuanimidad: “Los bebés tienen que venir primero”.
En el salón noble, Don Alonso apoyaba a su yerno: “Adriano está protegiendo a sus herederos. Es la decisión correcta”. Manuel, sin embargo, no estaba tan seguro: “Un niño necesita a su madre. Con supervisión, tal vez…”. Pía, fiel servidora, sentenció: “Separar a una madre de sus hijos cuando intenta recuperarse es inhumano”.
Jacobo propuso una solución intermedia: “Visitas supervisadas. Tiempos limitados, siempre con alguien presente”. Martina, aferrándose a esa tabla de salvación, aceptó. Pero Adriano fue implacable: “No. Si cedo ahora, estaré enviando el mensaje de que el abandono tiene perdón fácil. Nuestros hijos necesitan estabilidad. Hasta que no tenga la certeza completa de que no representas un riesgo, no puedo permitir que te acerques a ellos”.
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Desesperada, Martina se arrodilló ante Adriano en medio del salón, su voz quebrada por la emoción: “Juro ante todos ustedes que haré cualquier cosa, lo que sea, para probar que he cambiado. Trabajaré como criada, dormiré en los establos, renunciaré a mi título… si eso significa poder estar cerca de mis hijos”. Y con un acto de humildad desgarrador, rogó: “Permíteme verlos dormir, aunque sea de lejos. Solo verlos crecer sanos y felices”.
Adriano, visiblemente afectado, tomó una decisión. “Puedes quedarte en el palacio. Te someterás a evaluaciones médicas mensuales durante seis meses. Si el médico certifica que estás completamente recuperada, entonces reconsideraré mi decisión. Entonces, y solo entonces, hablaremos de permitirte ver a los niños”.
Don Alonso, con autoridad patriarcal, asignó a Martina una habitación en el ala más alejada. Pía recibió órdenes estrictas: “Bajo ninguna circunstancia debe tener acceso al piso de los bebés. Si viola esta regla, será expulsada inmediatamente”.

La primera noche fue devastadora. Martina escuchó el llanto de su bebé, corrió hacia las escaleras, pero Pía la detuvo. “Lo siento, señorita, pero son las órdenes”. Allí, en los escalones, se derrumbó, escuchando a Adriano consolar a su hijo, impotente. María Fernández, despertada por el llanto, la abrazó, compartiendo el dolor de una madre despojada.
Mientras tanto, en el jardín, Jacobo reflexionaba: “Leocadia, incluso lejos, logró destruir otra familia”. Y en las sombras del palacio, una figura misteriosa observaba la ventana de los bebés, su interés un oscuro presagio.
Adriano perdonó a Martina, pero la prohibición de acercarse a sus hijos es un castigo cruel. La lucha por la estabilidad emocional de los gemelos choca con el insoportable dolor de una madre. La pregunta persiste: ¿podrá Martina demostrar su recuperación? ¿Y quién es esa figura sombría que acecha en la oscuridad? La Promesa, una vez más, se convierte en el escenario de dramas que desgarran el alma, donde el amor y el dolor se entrelazan en una danza implacable. El destino de estos niños, y la posibilidad de reconciliación, penden de un hilo muy fino. La guerra por los herederos de La Promesa acaba de comenzar, y el futuro es más incierto y peligroso que nunca.