LA PROMESA: Lorenzo es ARRESTADO en la IGLESIA por intentar un MATRIMONIO PROHIBIDO con su HIJA

Un giro de infamia inimaginable sacude los cimientos del palacio, desnudando la más profunda depravación del hombre.

Lo que están a punto de presenciar en las pantallas de “La Promesa” superará cualquier pesadilla que puedan imaginar. Cuando pensábamos que Lorenzo de la Mata había tocado fondo en su depravación, cuando creíamos que ya no podía caer más bajo, este hombre nos demuestra que su maldad no tiene límites. Prepárense para conocer el plan más monstruoso, más retorcido, más absolutamente diabólico que jamás se haya concebido dentro de las paredes de este palacio. Porque lo que Lorenzo intentó hacer no solo desafía las leyes de los hombres, desafía las leyes mismas de Dios y de la naturaleza.

Todo comienza en una mañana aparentemente tranquila, cuando nadie podía imaginar el horror que estaba a punto de revelarse. María Fernández, la diligente joven criada, mientras realizaba sus tareas habituales de limpieza en los aposentos de Don Lorenzo, descubrió un convite de matrimonio bellamente elaborado, pero inquietantemente incompleto. Entre los papeles esparcidos, un elegante sobre dorado capturó su atención. Al examinarlo, María heló la sangre: el convite anunciaba una ceremonia privada en la capilla para esa misma tarde, pero el espacio destinado al nombre de la novia estaba misteriosamente en blanco. La ausencia de detalles, la sola mención de “ceremonia privada”, encendió una luz de alarma en su instinto. Un escalofrío le recorrió la espalda; algo en ese descubrimiento olía a peligro y a secretos oscuros.


Con el papel temblando en sus manos, María corrió hacia la cocina, donde encontró a Simona y Candela inmersas en los preparativos del almuerzo. Con voz agitada, les mostró el insólito documento. “Miren esto, lo encontré en los aposentos de don Lorenzo”, exclamó. Simona, al verlo, abrió los ojos desmesuradamente. “¿Un casamiento secreto? ¿Quién es la novia?”, preguntó, visiblemente conmocionada. Candela, examinando el papel con preocupación, añadió: “¿Por qué no tiene nombre? ¿Por qué tanto secreto?”. Las tres mujeres comenzaron a especular, aumentando su alarma: ¿Sería Leocadia? Imposible, estaba exiliada. ¿Alguna noble de otra provincia? La verdad, sin embargo, era mucho más aterradora de lo que sus mentes podían concebir.

Mientras tanto, en otra ala del palacio, Pía Adarre, la atenta gobernanta, notó la profunda incomodidad del Padre Samuel. El joven sacerdote, normalmente sereno, parecía visiblemente agitado. Pía, con su agudo instinto, se acercó discretamente. “Padre Samuel, perdone mi intromisión, pero lo noto preocupado. ¿Sucede algo?”, preguntó con suavidad. El Padre Samuel, con ojos llenos de angustia, confesó: “Doña Pía, acabo de recibir una solicitud muy extraña. Don Lorenzo me ha pedido que prepare una bendición matrimonial urgente y confidencial para esta tarde en la Capilla”.

La sangre se heló en las venas de Pía. ¿Una bendición matrimonial secreta? El Padre Samuel, bajando la voz a un susurro, reveló la inquietante explicación de Lorenzo: un asunto delicado que envolvía a la familia de la Mata, sin más detalles. La alarma se disparó en Pía. Un matrimonio secreto, un convite sin nombre, un sacerdote nervioso… todas las piezas encajaban en un rompecabezas macabro, cuya imagen completa era aún más horrible de lo que nadie podía imaginar. Conocedora de la naturaleza manipuladora y cruel de Lorenzo de la Mata, Pía tomó una decisión: informar inmediatamente al Señor Manuel.


Sin perder un instante, Pía irrumpió en la biblioteca, donde encontró a Manuel absorto en la correspondencia. Con voz grave, le expuso la terrible sospecha: el matrimonio secreto de Lorenzo, la incomodidad del Padre Samuel, el convite sin novia. La alarma de Manuel se transformó en pánico al vislumbrar la terrible posibilidad. “¿Ángela?”, preguntó, su voz tensa. Pía palideció al comprender la implicación. “Dios mío, señor Manuel, ¿cree que la señorita Ángela está en peligro?”. Manuel, corriendo hacia la puerta, sentenció: “No solo lo creo, lo sé. Lorenzo es capaz de cualquier cosa. Debemos encontrar a Curro inmediatamente y revisar los aposentos de Lorenzo. Tiene que haber pruebas de lo que está planeando”.

La urgencia se apoderó del palacio como un incendio. Manuel encontró a Curro en los jardines y, sin ceremonias, le explicó la situación. El joven de la Mata sintió su cuerpo tensarse con furia y pánico. “Vamos ahora mismo a su habitación. Si ese monstruo está planeando algo que involucre a Ángela, lo detendremos. Cueste lo que cueste”. Acompañados discretamente por Pía, los dos hombres subieron las escaleras y se dirigieron a los aposentos de Lorenzo.

La suerte les sonrió: el excapitán no estaba. Sin perder tiempo, comenzaron a registrar todo. Y lo que encontraron hizo que la sangre se les helara en las venas. Oculta en un cajón secreto del escritorio, Manuel descubrió una carpeta de cuero. Al abrirla, su rostro se transformó en una máscara de horror absoluto. “No puede ser. Esto es imposible”, balbuceó. Curro, acercándose rápidamente, preguntó: “¿Qué encontraste?”. Manuel, con manos temblorosas, le mostró los papeles: eran certificados de nacimiento falsificados. Lorenzo había adulterado documentos oficiales para crear una identidad ficticia para Ángela, haciéndola pasar por hija de una familia noble distante fallecida años atrás.


Curro, arrebatando los documentos, leyó con ojos que se abrían cada vez más con horror. “¡Ese hijo de Satanás ha falsificado toda una identidad para Ángela!”, exclamó, su voz temblando. Pía, observando desde la puerta, se unió a ellos, su rostro también transformado en una máscara de horror al comprender la magnitud del engaño. “Dios misericordioso”, susurró. “Este hombre planeó esto con meses de anticipación. No fue un impulso, fue una estrategia calculada paso a paso”.

Pero había más. Cartas de correspondencia con falsificadores de documentos en Madrid, recibos de pagos exorbitantes por servicios ilegales que databan de hacía más de seis meses, y lo más escalofriante de todo: un cuaderno personal encuadernado en cuero negro. En él, Lorenzo había detallado su plan, paso a paso, con una frialdad que helaba el alma. Manuel, pasando las páginas, sentía crecer en él la repugnancia y la furia. Curro, leyendo en voz alta con voz temblorosa, reveló la atrocidad: “Una vez casado con Ángela, tendré acceso completo a la fortuna de los Figueroa, que ella heredará de su madre. Con documentos que prueban que no somos padre e hija, según los registros oficiales, el matrimonio será legal ante los ojos de la ley. Nadie podrá cuestionar mi derecho a administrar esa fortuna. Los Luján finalmente pagarán por todas sus humillaciones.”

La magnitud de la atrocidad era incomprensible. Lorenzo había planeado meticulosamente casarse con su propia hija, utilizando documentos falsos para hacerlo parecer legal, todo con el único objetivo de controlar la fortuna que Ángela heredaría de Leocadia. Era un plan tan diabólico, tan depravado, tan absolutamente monstruoso que desafiaba toda comprensión humana.


“Ese monstruo no tiene límites”, susurró Curro, su voz estrangulada por la ira. “Es capaz de destruir a su propia hija, de violarla emocionalmente y legalmente, todo por ganancia y poder”. Manuel, guardando los documentos, sentenció: “Vamos a esa capilla ahora. Si la ceremonia es esta tarde, todavía podemos llegar a tiempo para detener esta locura”.

Pía, que había estado escuchando todo con lágrimas de horror, añadió: “Señor Manuel, iré a buscar al señor marqués. Él debe saber lo que está sucediendo”. Manuel asintió. “Sí. Y trae a todos los que puedas. Quiero que haya testigos de lo que Lorenzo ha intentado hacer. Quiero que todo el palacio sepa qué clase de monstruo es este hombre”.

Mientras Manuel y Curro corrían hacia la capilla, portando los documentos comprometedores, María Fernández, presa de un terrible presentimiento, corrió hasta el despacho de Don Alonso. Sin pedir permiso, irrumpió por la puerta: “¡Señor Marqués, perdone mi atrevimiento, pero la señorita Ángela corre grave peligro en la capilla!”. Alonso, al ver el pánico genuino en los ojos de la criada, se levantó de inmediato. “¡Qué estás diciendo, María! ¿Qué peligro?”. Pero no había tiempo para explicaciones. “Por favor, señor, debemos ir a la capilla ahora mismo. Don Manuel y don Curro ya van hacia allá”.


La noticia se propagó como un reguero de pólvora. Simona, Candela, Lóez… una multitud convergía hacia la capilla, impulsada por el mismo presentimiento terrible.

Y dentro de esa capilla mal iluminada, se desarrollaba una escena sacada de la más oscura de las pesadillas. Lorenzo, ataviado con su uniforme militar más formal, sujetaba el brazo de Ángela con una fuerza que dejaba marcas. La joven, en un sencillo vestido blanco, parecía en trance, su mirada vidriosa, incapaz de distinguir la realidad. El Padre Samuel, al frente, sostenía el libro de oraciones con manos temblorosas, sudando a pesar del frío. Algo gritaba en su conciencia: esto estaba terriblemente mal. Pero Lorenzo había insistido en que era la voluntad de Dios.

Con voz temblorosa, el Padre Samuel comenzó a recitar: “Estamos reunidos aquí ante Dios para unir a este hombre y esta mujer en santo matrimonio. Si alguien presente conoce algún impedimento…”. Su voz se quebró. En ese instante, Ángela pareció despertar levemente de su confusión. “Padre”, susurró con voz apenas audible, “yo no sé si esto está correcto”.


Inmediatamente, Lorenzo apretó su brazo con brutalidad, haciéndola gemir de dolor. “Silencio”, siseó amenazante, “recuerda lo que hablamos. Esto salvará tu alma de la maldición. Prometiste salvar a nuestra familia”. El Padre Samuel, al presenciar esta interacción, finalmente comprendió: estaba siendo cómplice de algo maligno. “Esto no es un matrimonio bendecido por Dios. Esto es una abominación”. Soltó el libro de oraciones, que cayó al suelo con un ruido sordo. “Don Lorenzo, yo no puedo continuar con esta ceremonia. Hay algo muy equivocado aquí y no puedo…”.

Pero antes de que pudiera terminar, las puertas de la capilla explotaron hacia adentro con un estruendo que hizo temblar los vitrales. Manuel y Curro entraron como una tormenta de furia justa. “¡Pare esta ceremonia inmediatamente!”, gritó Manuel, su voz resonando con una autoridad innegable. “Esto es una abominación y no permitiremos que continúe ni un segundo más”.

Detrás de ellos, una procesión apocalíptica: Don Alonso, rojo de furia; Pía, con lágrimas de indignación; María Fernández, con las manos en la boca, sus ojos desorbitados; Simona y Candela, sosteniéndose mutuamente; Lóez, con el porte de un soldado listo para la batalla. Todos jadeando por la carrera desesperada, pero con rostros marcados por una determinación férrea. Era como si todo el palacio, todos los que habían sufrido bajo la tiranía de Lorenzo, hubieran convergido para presenciar su caída final.


Lorenzo, por un momento, quedó congelado por la sorpresa. Su plan perfecto se desmoronaba. Pero la furia reemplazó su estupor. “¡Ustedes no tienen derecho a interrumpir esto! ¡Esta es una ceremonia privada!”. Intentó arrastrar a Ángela hacia el altar, pero Curro fue más rápido, interponiéndose entre ellos. “Acabó, Lorenzo. Tu locura termina aquí y ahora. Suelta a Ángela inmediatamente o te juro que te haré soltarla por la fuerza”.

Los dos hombres se enfrentaron, sus rostros a centímetros de distancia. En los ojos de Curro, un odio tan puro, tan absoluto, que Lorenzo retrocedió involuntariamente. Y en ese momento, Ángela finalmente se liberó del control psicológico. La presencia de todos, la interrupción violenta, actuaron como un shock que rompió las cadenas mentales construidas por Lorenzo. Cayó de rodillas, sollozando con un dolor desgarrador. “Dios mío, ¿qué estaba a punto de hacer? ¿Qué estaba a punto de hacer?”, preguntó, mirando a Lorenzo con horror y comprensión. “Padre, ¿qué intentaste hacerme? Dijiste que era un ritual sagrado. Dijiste que salvaría mi alma”.

El Padre Samuel, pálido como un fantasma, soltó el libro de oraciones, su caída resonando como el martillo final sellando la condena de Lorenzo. Don Alonso se adelantó, su voz temblando de furia: “Lorenzo de la Mata, ¿qué diabólica ceremonia estabas intentando realizar aquí?”.


Lorenzo miró alrededor, a los rostros acusadores, a los ojos llenos de asco y horror. Acorralado, atrapado, algo en su mente se quebró. Como un animal salvaje, explotó en una confesión delirante: “¡Ustedes no entienden nada! ¡Ángela es mía! ¡Yo la crié, yo la moldeé, yo la preparé para este momento! ¡Con ella a mi lado como esposa, yo controlaría la fortuna de los Figueroa! ¡Yo reconstruiría el imperio de los de la Mata! ¡Ustedes, Luján patéticos, nunca más podrían humillarme! ¡Yo sería más poderoso que todos ustedes juntos!”.

El silencio que siguió fue absoluto y aterrador. Nadie podía respirar. Alonso, temblando de indignación, preguntó: “¿Estás diciendo? ¿Estás admitiendo que planeabas casarte con tu propia hija? ¿Por dinero? ¿Por poder? ¿Qué clase de monstruo eres?”. Lorenzo rió, una risa maníaca y desprovista de cordura. “¡Monstruo, yo soy un genio! ¡Documentos falsos, identidades creadas, todo perfectamente planeado! Nadie jamás habría sabido la verdad. Los registros oficiales mostrarían que Ángela no es mi hija. El matrimonio habría sido completamente legal”.

En ese instante, Manuel arrojó los documentos a los pies de Lorenzo. “¿Te refieres a estos documentos falsificados? ¿A esta correspondencia con criminales? ¿A este cuaderno donde detallas tu plan diabólico paso a paso? Lo encontramos todo, Lorenzo. Toda la evidencia de tu crimen está aquí”. Curro, con lágrimas de rabia y asco, gritó: “Tú no eres mi padre. Tú nunca serás nada más que un criminal enfermo y retorcido. Durante años me manipulaste, me usaste, pero esto, esto supera todo. ¡Ibas a destruir a Ángela de la manera más horrible e imaginable!”.


Justo cuando la tensión alcanzaba su clímax, apareció una figura en la entrada de la capilla. Petra Arcos, con paso firme y decidido, cargaba una caja de documentos. “Perdonen la interrupción”, dijo con voz clara y un brillo de satisfacción vengativa en sus ojos. “Pero creo que esto esclarecerá cualquier duda que pueda quedar sobre las intenciones de Lorenzo”. Colocó la caja sobre un banco. “Encontré esto escondido en los antiguos aposentos que Lorenzo ocupaba. Son documentos que detallan cada paso de su plan macabro”.

Alonso se acercó y comenzó a revisar el contenido. Cada papel era más incriminatorio que el anterior: certificados adulterados, correspondencia con abogados corruptos, y un diario personal donde Lorenzo detallaba fríamente su plan, incluyendo cómo manipuló psicológicamente a Ángela, cómo la aisló, cómo le inculcó la idea de que este ritual sagrado podría salvarla. Manuel tomó el diario y leyó fragmentos con voz temblorosa de asco: “Día 47. Ángela finalmente acepta. Excelente progreso. Día 89. Le he sugerido que un matrimonio espiritual podría ser la solución. Todavía resiste, pero está debilitándose. Día 134. Ha aceptado la ceremonia. Los documentos falsos están listos. En dos semanas la fortuna será mía.”

El Padre Samuel, al escuchar esto, cayó de rodillas, rezando fervientemente. Ángela, todavía en el suelo, sollozaba inconsolablemente, consolada por María y Simona. Lorenzo, viendo toda la evidencia expuesta, quedó paralizado, su expresión oscilando entre la locura y el desafío.


Don Alonso, con el cuerpo temblando de indignación, miró a Lorenzo con repudio absoluto. “Lorenzo de la Mata, has cometido no solo un crimen contra las leyes de los hombres, sino un pecado mortal contra las leyes de Dios. Has intentado cometer incesto bajo el disfraz de legalidad. Has falsificado documentos oficiales. Has manipulado psicológicamente a tu propia hija. Has intentado cometer fraude para robar una fortuna. Y lo has hecho todo con una frialdad y premeditación que demuestra que no eres un hombre, eres un demonio”.

En ese preciso momento, como coreografiado por el destino, las campanas del palacio comenzaron a sonar. Era el toque grave y solemne que anunciaba la llegada de las autoridades. Pía, con presteza, había enviado un mensajero a la Guardia Civil. Y entonces, marchando hacia la capilla, apareció el Capitán Mendoza, acompañado de tres guardias.

“¿Alguien puede explicarme qué está sucediendo aquí?”, preguntó Mendoza, su expresión endureciéndose al ver la escena. Don Alonso, con voz grave, expuso: “Capitán Mendoza, Lorenzo de la Mata acaba de confesar e intentar cometer uno de los crímenes más atroces imaginables. Ha intentado casarse con su propia hija usando documentos falsificados. Toda la evidencia está aquí”. Le entregó la caja de documentos de Petra y los papeles de Manuel.


Mendoza revisó los documentos con expresión sombría. Al terminar, levantó la vista hacia Lorenzo. “Capitán Lorenzo de la Mata, en nombre de Su Majestad el Rey y bajo la autoridad de la Guardia Civil de España, queda arrestado por los siguientes cargos: tentativa de incesto, falsificación de documentos oficiales, cohecho, manipulación psicológica, fraude y atentado contra la moral pública”. Hizo una señal a sus guardias. “Espósenlo”.

Los guardias se adelantaron y tomaron a Lorenzo por los brazos. Incluso mientras las esposas de metal se cerraban, Lorenzo gritó con voz maníaca: “¡Ustedes van a arrepentirse! ¡Yo tenía un plan perfecto! ¡Perfecto! Habría funcionado si ustedes no hubieran interferido. ¡Los de la Mata habrían vuelto a la gloria! ¡Yo habría sido más poderoso que todos los Luján juntos!”.

Curro se acercó al Lorenzo esposado y lo miró directamente a los ojos. “El único arrepentimiento aquí, Lorenzo, es que no te detuvimos antes de que pudieras hacer tanto daño. Pero se acabó. Tu reinado de terror terminó”.


Mientras los guardias arrastraban a Lorenzo fuera de la capilla, Ángela, todavía consolada por María y Simona, sollozó: “Él me decía todos los días que yo estaba… que había traído desgracia a la familia, que solo este ritual sagrado podría salvar mi alma. Me lo repetía una y otra vez hasta que comencé a creerlo. ¿Cómo pude ser tan ciega? ¿Cómo no vi que me estaba manipulando para cometer esta… esta abominación?”. Curro se arrodilló junto a ella, tomando sus manos. “Tú fuiste víctima, Ángela. Así como yo fui víctima de él durante años. Lorenzo es un maestro de la manipulación. Sabe exactamente cómo quebrar el espíritu de las personas. Pero ahora, ahora ambos estamos libres. Él nunca podrá hacernos daño de nuevo”.

Ángela lo miró con ojos llenos de lágrimas y esperanza. “¿De verdad, de verdad estamos libres?”. Curro la abrazó con fuerza. “Sí, mi amor, de verdad estamos libres”. Lorenzo era arrastrado por el pasillo, su voz resonando: “¡Esto no ha terminado! ¡Los de la Mata tendrán su venganza! ¡Cuando salga de la cárcel, todos ustedes pagarán! ¡Todos!”. Pero sus amenazas sonaban huecas ahora, las palabras desesperadas de un hombre que lo había perdido todo. Al desaparecer por la puerta principal, un suspiro colectivo de alivio recorrió la propiedad. El monstruo había sido capturado.

En la capilla, Don Alonso convocó una reunión inmediata. “Todos al salón principal. Ahora necesitamos hablar sobre lo que sucederá a continuación”.


En el salón principal, mientras Simona y Candela servían té calmante, Lóez montaba guardia. Don Alonso, de pie en el centro, declaró: “Lorenzo de la Mata está oficialmente desterrado para siempre de esta casa y de estas tierras. Su nombre será borrado de cualquier documento relacionado con los Luján. Será juzgado por sus crímenes y yo personalmente me aseguraré de que reciba el castigo máximo que la ley permite. Lo que intentó hacer hoy no solo fue un crimen legal, fue un pecado contra la humanidad misma”.

Pía abrazó a Ángela. “Querida, a partir de ahora estarás bajo mi protección personal. Nadie, nadie volverá a hacerte daño, te lo prometo”. Ángela lloró contra su hombro, liberando finalmente el trauma. Manuel felicitó a Curro: “Hermano, hoy salvaste a Ángela de un destino peor que la muerte. Deberías estar orgulloso”. Curro sacudió la cabeza. “No fui solo yo, fuimos todos nosotros trabajando juntos”.

En ese momento, un lacayo entró con una carta. “Señor marqués, acaba de llegar correspondencia urgente”. Alonso tomó la carta. Era de Leocadia. Sus manos temblaron, no de miedo, sino de anticipación de un nuevo problema. Abrió el sobre y leyó en voz alta: “Estimado marqués de Luján, me he enterado por mis fuentes del desafortunado incidente con Lorenzo de la Mata. Qué lástima que su plan haya fracasado. Lorenzo siempre fue demasiado impulsivo, demasiado obvio en sus métodos. Pero no se preocupen, queridos habitantes de La Promesa, yo tengo otros planes para recuperar lo que es mío. Planes mucho más sutiles, mucho más efectivos. Mi hija me pertenece, la fortuna de mi familia me pertenece y ningún Luján, ningún sirviente leal, ninguna alianza que formen podrá detenerme. Pronto regresaré y cuando lo haga todos ustedes aprenderán que la verdadera guerra no ha hecho más que comenzar. Con mis mejores deseos, Condesa Leocadia de Figueroa.”


El silencio en el salón era pesado. “Está amenazándonos abiertamente. Está declarando guerra”, dijo Manuel. Curro abrazó a Ángela: “Que venga. Esta vez estaremos preparados. Ya no nos sorprenderá como antes”. Pero el escalofrío colectivo era innegable. Leocadia no hacía amenazas vacías. Y la guerra que se avecinaba sería mucho más peligrosa. Porque mientras Lorenzo era un monstruo impulsivo, Leocadia era algo mucho más aterrador: paciente, calculadora, absolutamente despiadada. Y ahora, con Lorenzo capturado, ella no tendría que compartir su venganza.

Esa noche, mientras Ángela, rodeada de aquellos que la amaban y la protegían, finalmente lograba dormir sin pesadillas, Leocadia, en su exilio, escribía furiosamente en un cuaderno. “Lorenzo fracasó porque fue demasiado directo”, murmuró. “Yo soy más inteligente que eso. El verdadero poder no se toma, se cultiva… Fase uno, infiltración. Fase dos, desestabilización. Fase tres, conquista”. Miró el papel con satisfacción. “Pronto, muy pronto, regresaré a La Promesa. Y cuando lo haga, no será como invitada o refugiada, será como una conquistadora. Y todos ellos, todos, se inclinarán ante mí o serán destruidos”. La vela parpadeó, proyectando sombras danzantes, haciendo brillar sus ojos con una luz casi demoníaca.

La batalla por el alma de La Promesa acababa de comenzar, y Leocadia de Figueroa era un enemigo mucho más peligroso y aterrador de lo que Lorenzo jamás pudo haber sido.