ANDRÉS DESCUBRE QUE LA EXPLOSIÓN NO FUE UN ACCIDENTE Y SE DERRUMBA EN Sueños de libertad
En el último episodio de “Sueños de libertad”, el joven Andrés vive un giro dramático que sacude los cimientos de su mundo. Lo que parecía un trágico accidente en la sala de calderas se está revelando como un acto consciente de sabotaje —y su primo Gabriel podría estar en el epicentro de la conspiración. Desde los primeros fotogramas, la atmósfera es densa, cargada de tensión y de una verdad que Andrés se resiste a aceptar.
El capítulo abre con Andrés llegando a la sala de calderas. Mientras avanza entre las superficies ennegrecidas, los andamios torcidos y el caos disperso, recorre con la mirada cada rincón intentando recomponer lo vivido. Las piezas no encajan: sonidos, gestos, destellos —todo fragmentado—; sin embargo, en ese caos comienza a germinar la sospecha. Su padre Damián lo observa en la entrada, la voz travestida por la preocupación: “Hijo, ¿de verdad crees que es buena idea que te enfrentes a esto?”. Andrés sólo asiente, sin muchas palabras, consciente de que lo que viene puede romperlo.
Un trabajador de la obra, cubierto por el mono manchado y con las manos aún temblorosas, se acerca y les lanza la advertencia: tuvieron suerte de sobrevivir. Podrían haber muerto los tres. Su rostro casi muda la incredulidad: si la caldera hubiese saltado un metro más, nada quedaría para contarlo. Para Andrés, esas palabras se convierten en martillazos en la memoria. Con voz tenue, más para sí mismo que para los demás, lanza el latigazo emocional: “Con todo esto no me explico cómo pudimos sobrevivir, mi primo y yo. Lástima que Benítez no tuvo la misma suerte”. En esa frase se cruza el dolor, la culpa, la sospecha.
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En ese instante el recuerdo se despliega: el olor del metal caliente, el ruido sordo que precede a la explosión, las manos sudorosas que buscaron palancas y seguros en un desesperado forcejeo por evitar la catástrofe. Luego, la llegada de Gabriel: un instante eléctrico, cargado de reproches. Andrés lo acusa de ser el responsable. Gabriel, con voz quebrada, confiesa que manipuló los contadores. Pero llega tarde —la bomba ya estalló. Sus palabras flotan sin remedio. En la mente de Andrés, los destellos de blancos cegadores, la onda expansiva que lo empuja hacia atrás, el pitido agudo en sus oídos y el dolor de cabeza invasivo: una secuencia que vuelve una y otra vez, como si buscara expiación.
Mientras Andrés se tambalea, Damián interviene: “¿Qué le ocurre?” —pregunta con el rostro contraído por la angustia. Andrés murmura apenas: “Necesito salir de aquí. Ayúdame… por favor”. Y la cámara se sumerge en el vértigo de su agonía interna: no es sólo la explosión física, sino el derrumbe de su mundo tal y como lo conocía, el cuestionamiento de aquel primo al que creía aliado, la erosión de la confianza.
Paralelamente, la escena se traslada al núcleo del poder. Pelayo, gobernador civil, decide visitar la prisión para hablar con el hombre que ha estado amenazando a su esposa Marta. El preso lo recibe con sarcasmo. Pelayo, rígido, comienza un pulso que va más allá de la amenaza: “Si como hasta ahora vas a seguir llamando a mi casa, tu estancia aquí se hará muy corta”. El preso, desafiante: “¿De verdad te vas a arriesgar a que yo hable por esta boquita?” Pelayo lo reta: “Di lo que te dé la gana. Sólo eres un pobre loco que no sabe qué más hacer para salir de aquí”. Y se va, dejando un halo de peligro latente.

La tensión no se disipa al salir: Pelayo se topa con Mellado, responsable de la cárcel. Le exige que el preso sea trasladado: “Ese hombre ha amenazado a mi mujer… me gustaría que lo cambien de prisión”. Mellado lo asegura: “Claro que sí. En Ocaña sabrán encargarse de él”. En ese intercambio, un sobre, una mirada fija y la promesa implícita de que las amenazas no quedan sin respuesta. Mientras Pelayo recorre el pasillo iluminado por fluorescentes, la metáfora suena clara: puertas que se cierran, cerrojos que se aprietan… La familia del gobernador está envuelta en una tensión creciente y peligrosa.
Volviendo a Andrés: su descubrimiento no es casual. Sabe que la explosión no fue un accidente. Siente que Gabriel estuvo detrás y no tiene miedo de enfrentarlo. ¿Será capaz de sostenerse? ¿Puede Damián ayudarle a superar el trauma o estará también él arrastrado por la caída emocional de su hijo? En el fondo, la pregunta brota: ¿qué secreto están protegiendo los De la Reina, qué verdad puede destruir la reputación del gobernador y de su círculo?
La dinámica entre Andrés y Gabriel se convierte en el eje dramático de la historia. Lo que era fraternidad —primos trabajando juntos, compartiendo sueños— se convierte en sospecha, traición, un peligro que emerge de dentro. Gabriel, figura que parecía confiable, admite su manipulación. Pero no hay alivio: solo temor. Andrés está al borde del colapso. Su mente, fragmentada por la explosión, empieza a recomponer piezas sueltas de una conspiración que amenaza con barrerlo todo.

Por otra parte, el arco de Pelayo y Marta se afianza como un contrapunto de poder y vulnerabilidad. Él, el hombre fuerte de la ciudad, enfrentando una amenaza que nace de su propia casa. Ella, blanco de la intimidación, víctima indirecta de los secretos que se esconden. La ambición, la reputación, la violencia larvada… todo se revuelve en un caldo que promete estallar.
En esta temporada de Sueños de libertad, el accidente remite a algo mucho más oscuro: sabotaje, culpa, poder. Andrés se ha convertido en testigo de una caída anunciada. Su colapso emocional es espejo de un sistema que se fisura por dentro. El choque de mundos —la fábrica, la familia, la política— converge en un instante explosivo literal y simbólico.
Mientras el público ve cómo Andrés se enfrenta al pasado, se abre otra cuestión: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar para descubrir la verdad? ¿Qué pierde y qué gana en esa búsqueda? Y sobre todo: ¿qué tan profunda es la grieta que se abre en la familia De la Reina, en la empresa, en la comunidad que creían conocer?
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El guion, que ha sido descrito como ambicioso y de factura cuidada, no sólo busca entretener, sino remover. Según medios especializados, “Sueños de libertad” se ha convertido en una de las series diarias más vistas de la televisión española, con un promedio de más de 1,2 millones de espectadores y un 13 % de cuota.
El País
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Esta dinámica de tramas complejas, personajes atrapados entre deber y deseo, y una producción ambientada con precisión en 1958, le otorga una profundidad que va más allá del mero melodrama.
Pero este capítulo particular tiene un poder especial: el accidente que no lo era, la explosión como catalizador de verdades ocultas, un joven al borde del colapso y un primo que podría ser el detonante. El escenario: la sala de calderas, símbolo de trabajo, poder, desecho… Y de muerte casi asegurada. Andrés camina por ese escenario no sólo para revisitar lo ocurrido, sino para enfrentarlo, para que la verdad salga del humo, de los escombros, del silencio.
Y mientras el espectador observa, se pregunta: ¿será este el momento en que la máscara de Gabriel se resquebraje? ¿O habrá otros muros, más altos, que impidan que la verdad vea la luz? En “Sueños de libertad”, nada es lo que parece. Y Andrés ya lo sabe. Su caída, su descubrimiento, su vértigo emocional, nos retan a acompañarle en ese camino oscuro hacia lo que siempre estuvo escondido. Este episodio no sólo marca un antes y un después para Andrés, sino para toda la serie: el accidente deja de ser accidente, la explosión se convierte en detonador de conflictos, traiciones y secretos, y la libertad empieza a sentirse cada vez más como un sueño amenazado.

Mantente atento: porque lo que viene será devastador. Y mientras Andrés se derrumba, la guerra silenciosa entre verdad y mentira está apenas comenzando.