Avance Sueños de Libertad, Capítulo 446: Cloe Devuelve la Ilusión a Marta en una Jornada de Tempestades Emocionales y Victorias Inesperadas

Toledo se viste de gala y de intriga en un episodio que promete redefinir alianzas y desenterrar verdades ocultas. La sinfonía de la vida en la fábrica de Perfumerías de la Reina y Brosart resuena con ecos de esperanza y presagios de nuevas tormentas. El capítulo 446 de “Sueños de Libertad”, a emitirse el 27 de noviembre, se anuncia como un punto de inflexión, donde la colaboración florece, los secretos se desmoronan y el amor, en sus múltiples facetas, se erige como la fuerza motriz o el escollo insalvable.

La mañana en Toledo amaneció, como tantas otras, bañada por una luz suave y esperanzadora. Sin embargo, en la imponente casa de los Merino, la atmósfera vibraba con una tensión palpable. Begoña, con la mirada fija en el espejo, alisaba una arruga inexistente en su impecable blusa, su nerviosismo una mímica involuntaria del desafío que estaba a punto de afrontar. A su lado, Luz, la roca inquebrantable, revisaba la carpeta del proyecto de la crema con la precisión de un cirujano, cada hoja alineada como si de ello dependiera el destino de su incipiente imperio.

“Respira”, murmuró Luz, percibiendo la mandíbula tensa de su cuñada. “No vamos a operar a corazón abierto, solo a convencer a un puñado de farmacéuticos”. Begoña, emitiendo un suspiro que apenas se disfrazaba de risa, respondió con la cruda realidad: “Tú lo dices como si fuera fácil. Si esto sale mal, volvemos al punto de partida. Y no sé cuánto más aguanto con la sensación de estar de paso, sin aportar nada realmente nuestro.”


La mirada de Luz, un compendio de ternura y fortaleza forjada en las batallas de su propia vida, fue un bálsamo. “No estamos de paso, Begoña. Esta crema no es un capricho, es nuestra oportunidad. Y hoy nos toca salir a pelear por ella.” Un cruce de miradas cómplices selló el pacto de guerra. El día nacía envuelto en la emoción de lo desconocido, pero también con ese miedo sordo que acompaña a todo comienzo trascendental.

Antes de la batalla comercial, Begoña hizo una parada obligatoria en el dispensario, un santuario de olores a desinfectante y discretos perfumes. Allí, Gema, con un cansancio velado en el gesto, ordenaba ampollas. “Has venido a vigilarme, ¿verdad?”, bromeó, sin darse la vuelta. Begoña se acercó con la autoridad suave que la caracteriza cuando la preocupación la embarga. “He venido a ver cómo estás. Y sí, a vigilarte también, si hace falta. Joaquín me contó lo que pasó el otro día.”

El nombre del médico flotó en el aire, un incómodo recordatorio de la fragilidad de Gema. “Está exagerando. Solo fue un mareo. Estoy bien”, insistió, pero Begoña no cedió. “No eres una paciente cualquiera. Tienes una cardiopatía y tú mejor que nadie sabes que no puedes ir por la vida estando bien a base de cabezonería. Quiero que te hagas un chequeo completo hoy mismo.”


Gema, con el orgullo herido y la rabia contenida, se giró. “No, no pienso volver a pasar por pruebas, diagnósticos ni caras de lástima. Me siento bien y tengo cosas que hacer, gente a la que cuidar. No voy a convertirme en una enferma que todo el mundo mira con pena.” Begoña, percibiendo el miedo y la necesidad de control tras sus palabras, replicó con firmeza: “No necesitas que nadie te mire con pena, pero sí necesitas que tu corazón aguante el ritmo de esta vida que te empeñas en llevar. Piénsalo, al menos hazlo por ti y por Luz. Está más preocupada de lo que te imaginas.” El nombre de su amiga ablandó, levemente, el gesto de Gema, que bajó la mirada sin ceder pero sin negarse rotundamente. Para Begoña, era una pequeña victoria en medio de la adversidad.

Mientras tanto, en el bullicioso laboratorio, Luis reubicaba frascos con metódica precisión. Cristina lo observaba desde la puerta, los brazos cruzados, con una pregunta cargada de ironía: “Pareces alguien que piensa quedarse.” Luis levantó la vista, una chispa de determinación en sus ojos. “Porque voy a quedarme. No me marcho a ningún lado, Cristina. No, ahora que empezamos a levantar la cabeza.”

Cristina, disimulando un fugaz alivio, asintió. “Me alegra oírlo. No estábamos en condiciones de perder a otro perfumista.” Luis, con una sonrisa ladeada, minimizó su propio papel. “Solo un perfumista creía que aportaba algo más.” Acercándose, lanzó una pregunta con falsa ligereza: “Por cierto, ¿cómo va lo tuyo con Beltrán? Se habla mucho en los pasillos: compromisos, anillos, planes.”


Cristina se tensó, pero mantuvo la mirada. “Beltrán es un amigo. Solo eso.” Las palabras, rápidas y ansiosas, delataban su intento de adelantarse a sus propios pensamientos. Luis arqueó una ceja, pero prefirió no ahondar. “Entonces, mejor concentrarnos en lo que sí es verdad”, replicó. “He estado pensando. La nueva línea prêt-à-porter podría ser nuestra forma de demostrar que Perfumerías de la Reina no solo vende perfumes, vende identidad. Algo accesible, moderno, algo que lleve tu firma.”

El debate creativo fue abruptamente interrumpido por el tintineo del teléfono. “Diga, Loreto.” El nombre heló a Cristina. Luis, girándose discretamente, fingió ocuparse de unos frascos, pero su atención estaba fija en cada palabra. La incredulidad se desbordaba en la voz de Cristina: “¿No sabía cómo que ha roto el compromiso?” La respuesta al otro lado del hilo la hizo cerrar los ojos. “Porque sigue enamorado de ti.”

Por unos segundos, Cristina dejó de ser la perfumista imperturbable y se convirtió en una joven desarmada. “Tengo que colgar”, murmuró, la voz ronca. “Gracias por avisar, Loreto.” Luis se giró, fingiendo ignorancia, pero la expresión de ella lo delató. “¿Todo bien?” Cristina soltó una risa amarga. “Resulta que mi amigo acaba de romper un compromiso por mí y ni siquiera tuvo el valor de decírmelo en persona.” Luis guardó silencio, una mezcla de alivio y dolor en su interior. El día se preveía largo para todos.


En el despacho de la fábrica, Gabriel golpeaba la mesa con los dedos, la frustración y la desconfianza tiñendo su mirada hacia Pelayo. “Me dijiste que podías gestionar la multa, que el ayuntamiento no sería un problema. Y ahora me traes evasivas.” Pelayo, jugueteando con el nudo de su corbata, admitió: “Las cosas se han complicado, Gabriel. No depende solo de mí.”

“Ay, presiones. ¿De quién?”, el tono de Gabriel se endureció. “Llevamos años trabajando juntos. Al menos me debes la verdad.” El político tragó saliva, consciente de que si callaba lo perdería, pero si hablaba, se adentraría en un territorio peligroso. “Francisco Cárdenas”, admitió al fin. “Me tiene atado de manos. Si intervengo a tu favor, puede hundirme. Tiene información que no estoy dispuesto a ver circular.” El nombre resonó como un golpe seco. Gabriel, entrecerrando los ojos, recordó viejas sospechas, sombras en los acuerdos de Pelayo. “Así que era eso”, murmuró. “Primero te vendes a sus intereses y ahora nos dejas a nosotros al borde del precipicio para protegerte.”

“No es tan sencillo”, se defendió Pelayo. “Si caigo yo, arrastro a mucha gente, a Marta, a nuestra vida.” Gabriel cortó con frialdad: “No uses a Marta como escudo. Ella merece la verdad. Igual que yo. Y créeme, Pelayo, las veces que me has pedido confianza empiezan a agotarse.” Algo en la mirada del abogado despertó antiguas dudas. Pelayo sintió un escalofrío. Por primera vez, tuvo la clara sensación de que podía perder no solo a un socio, sino a un amigo.


En la cantina, el eco de la juerga de la noche anterior se mezclaba con el reproche de Carmen. “¿Te parece normal lo de anoche?”, espetó, mirando a Tasio como si fuera un adolescente pillado en falta. “Volviste tarde oliendo alcohol, riéndote solo como antes.” Tasio bajó la vista, sabiendo a qué “antes” se refería. “Tenía que acompañarlos, cerrar el trato. No podía dejarlos solos”, intentó justificarse. “Una cosa es acompañarlos y otra volver a las andadas”, replicó Carmen. “Es que ya se te ha olvidado lo que nos costó salir de ese infierno.”

Las palabras golpearon hondo. Tasio apretó los dientes. “No he olvidado nada. Precisamente por eso sigo aquí contigo. No bebí como antes, Carmen. No aposté. No me perdí en ninguna mesa, solo intenté cumplir con lo que se esperaba de mí.” Carmen dudó, viendo la verdad en sus ojos, pero el miedo era más fuerte. “No sé si te creo”, susurró. “Solo sé que anoche, mientras tú reías con franceses, yo volví a sentirme sola.”

Tasio dio un paso hacia ella. “No soy el mismo hombre de entonces. Pero si no confías en mí, dime qué tengo que hacer para demostrarlo, porque no pienso perderte por culpa de unos franceses y unas copas.” La respuesta quedó suspendida en el aire. Carmen no supo qué decir, solo supo que el pasado no perdía ocasión de llamar a su puerta.


Lejos de Toledo, en Tenerife, el mar acariciaba las rocas, ajeno a las tormentas humanas. En una elegante casa, Delia revisaba su testamento junto a un notario. Sus manos, aunque temblorosas, conservaban la elegancia de otra época. “Quiero que quede todo claro”, insistió. “No quiero dejar cuentas pendientes cuando yo ya no esté.” Tras la partida del notario, la casa se sumió en un silencio pesado. Delia se quedó mirando una fotografía: Gabriel, de niño, sonriendo junto a un hombre que ya no estaba: Bernardo. El pasado, encapsulado en un cristal. Fue entonces cuando llamaron a la puerta.

La criada anunció, con cierta sorpresa, “Señora, ha venido el señor Andrés a despedirse.” Delia frunció el ceño. El señor Andrés, ese hombre que decía ser parte de la familia, pero cuyo acento y miradas esquivas empezaban a chirriarle. “Qué pase”, dijo despacio. Andrés entró, una mezcla de nervios y determinación tiñendo su rostro. Había decidido huir antes de que la mentira se volviera insoportable, pero no contaba con la lucidez de una madre que llevaba demasiado tiempo esperando la verdad.

“Vengo a agradecerle todo y a despedirme. Debo regresar cuanto antes.” “Regresar a dónde exactamente?”, preguntó Delia sin rodeos, clavando en él unos ojos más vivos de lo que aparentaban. “A Toledo, a la vida que has construido usando el nombre de mi hijo.” El golpe lo desarmó por completo. Andrés palideció. “Yo no entiendo.” “Sí que entiendes”, interrumpió con dureza. “He vivido demasiado para no saber cuándo alguien me miente. Desde que llegaste he sentido que algo no encajaba. Y hoy, mientras firmaba mi testamento, he pensado: estoy dejando todo en manos de alguien que ni siquiera sé quién es realmente. Así que te lo pregunto sin adornos: ¿Quién eres tú, Andrés?”


El silencio fue absoluto. Por primera vez en mucho tiempo, Andrés sintió que no podía huir. Sus hombros se hundieron. “No soy quien dije ser”, confesó al fin. “No soy el hombre que usted cree. Vengo de Toledo. Sí, pero mi historia con Gabriel no es la que le conté.” Delia inspiró hondo, obligándose a mantener la calma. “Entonces, dímelo todo. Todo sobre mi hijo. No quiero morir engañada.”

Y Andrés habló. Le contó cómo había llegado a Toledo, cómo se había visto atrapado en una farsa, cómo Gabriel lo había aceptado en su vida, cómo Begoña se había convertido en su esposa y ahora esperaban un hijo. Le habló de la fábrica, de las tensiones con Damián, de la sombra de Bernardo, de cómo los pecados del pasado seguían marcando el presente. Cuando mencionó que Gabriel había perdonado a Damián, los ojos de Delia se nublaron. “Lo ha perdonado”, susurró, después de lo que le hizo a Bernardo. “Después de lo que nos hizo a todos nosotros.”

Andrés asintió despacio. “No ha sido fácil para él, pero lo ha hecho o está intentándolo, y ese intento lo ha cambiado.” Delia guardó silencio largo rato. Después, levantó la vista con una expresión que mezclaba dolor y una inesperada ternura. “Hay algo que Gabriel no sabe”, murmuró. “Algo que tú tampoco sabías cuando aceptaste esta farsa. Damián no fue el único culpable de lo que pasó con Bernardo. Hubo decisiones que yo misma permití. Yo también le di la espalda. Y mientras todos apuntábamos a Damián como el único demonio, yo me escondí detrás de mi dolor.”


Andrés la miró atónito. La imagen de Damián, hasta entonces casi exclusivamente ligada a la culpa, se fracturó un poco. “¿Está diciendo que… que usted, villana, también es una víctima?” “No de la misma forma que Bernardo, ni de la misma forma que Gabriel, pero lo es. Se dejó devorar por la culpa porque nadie le tendió una mano. Yo no se la tendí. Y ahora, cuando al fin mi hijo empieza a perdonarlo, tal vez sea porque por fin ha entendido que el rencor solo lo condena a él mismo.”

Aquella verdad familiar devastadora cayó sobre Andrés como una ola fría. Llevaba meses viendo a Damián como el hombre que arruinó tantas vidas. De pronto, lo vio también como alguien que se había dejado morir en vida sin que nadie se molestara en salvarlo. “Tengo que contárselo, balbuceó, a Gabriel, a Damián.” “No”, lo detuvo Delia con súbita firmeza. “Todavía es mi verdad y se la diré cuando esté preparada. Lo que sí puedes hacer es dejar de mirarlo solo como el monstruo en esta historia. A veces los peores verdugos fueron víctimas primero.”

Más tarde, cuando Andrés llamó a Toledo para tranquilizar a la familia, su voz sonó extraña, lejana. Le dijo a Damián que estaba bien, que no sabía cuándo regresaría. Pero no le dio la noticia que el hombre esperaba. No le dijo: “Tu esposa te perdona, ni Delia quiere verte.” En lugar de eso, le dejó un vacío lleno de nuevas dudas y una frase que se le escapó sin querer: “No todo es como creíamos, Damián. Hay cosas que tendrás que afrontar cuando vuelva.” Para un hombre ya al borde del abismo, aquello fue la confirmación de sus peores temores.


En la fábrica, Marta y Chloe trabajaban codo con codo, rodeadas de bocetos, frascos de muestra y telas extendidas sobre una mesa. La idea del perfume que conmemoraría la Unión de Perfumerías de la Reina y Brosart parecía, al principio, un simple encargo. Pero para Marta, se había convertido en algo más íntimo. “Quiero que este perfume sea como una reconciliación”, decía, gesticulando con un lápiz en la mano. “Entre nuestra tradición y tu modernidad francesa, entre lo que fuimos y lo que queremos ser.” Chloe sonrió. “Entonces, necesitamos un nombre que no suene ni demasiado rancio ni demasiado frívolo. Algo que hable de libertad, pero sin olvidar de dónde venimos.”

Mientras discutían nombres en voz alta, Chloe se dio cuenta de que el brillo en los ojos de Marta no era solo profesional. Había vuelto a ver ilusión en esa mujer que, hacía tiempo, parecía haber renunciado a soñar por sí misma. Trabajaban en armonía, descubriendo que compartían más cosas de las que creían: el amor por los detalles, el miedo a decepcionar, el deseo de dejar una huella propia. “¿Sabes?”, confesó Chloe en un momento de pausa. “Antes de volver a Francia, quería hacer algo que me recordara que este lugar también es un poco mi hogar. Este perfume puede ser ese recuerdo.” “Entonces, lo haremos perfecto”, respondió Marta emocionada, “para que cuando estés lejos y lo huelas pienses: ahí está Toledo, el laboratorio, la locura de esta familia y yo en medio de todo.” Las dos rieron, y por un instante, el peso de la política, las multas y los secretos quedó fuera de esa habitación llena de ideas.

María, por su parte, se enfrentaba a una batalla muy distinta. En la sala de rehabilitación, el esfuerzo se medía en milímetros avanzados, en músculos que se negaban a obedecer. Cada paso con las muletas era una mezcla de dolor físico y orgullo herido. Ella, que había estado en lo más alto del estatus familiar, ahora dependía de otros para moverse. “Muy bien, María”, la animaba el fisioterapeuta. “Un paso más, solo uno.” Ella apretó los dientes, recordando las miradas de admiración que antes le dedicaban y comparándolas con las miradas compasivas de ahora.


Detrás de un cristal, Damián observaba la escena con los ojos húmedos. Cuando ella dio un paso especialmente firme, él murmuró: “Begoña ha hecho un trabajo extraordinario contigo. Nadie creía que llegarías tan lejos tan pronto.” Las palabras, que pretendían ser un elogio, la atravesaron como una espina. María se sintió pequeña, sustituible, como si el único mérito fuese de otra. “Begoña por aquí, Begoña por allá”, pensó con amargura. “Siempre ella, siempre sus logros. Yo solo soy el proyecto que demuestra lo buena que es.” Esa envidia silenciosa se le clavó en el pecho como una nueva limitación. No solo quería caminar por sí misma, quería recuperar la sensación de ser alguien, de ser necesaria.

Luz y Begoña, mientras tanto, salieron de la reunión con la farmacéutica con un sabor amargo en la boca. “No nos ha interesado”, murmuró Begoña, la vista clavada en el suelo. “Solo venían números, riesgos, plazos, como si nuestra crema fuese un capricho o como si nosotras fuésemos prescindibles”, añadió Luz, con esa mezcla de sarcasmo y rabia que la defendía del dolor. “Pero no lo somos y lo saben, aunque disimulen.” Se sentaron un momento en un banco del vestíbulo. Begoña se frotó las sienes. “Tal vez nos hemos adelantado. Tal vez no estamos preparadas para jugar en esa liga.”

“No digas tonterías”, la cortó Luz. “Ellos no han rechazado el producto, solo han dudado. A veces, las grandes decisiones necesitan un poco de miedo antes de tomar forma.” El teléfono de Luz empezó a sonar. Cuando respondió, escuchó la voz nerviosa, casi atropellada, de uno de los responsables de la farmacéutica. “Hemos revisado de nuevo la propuesta”, decía, “y creemos que podríamos estar ante una gran oportunidad. Queremos seguir adelante con el proyecto. Si ustedes están dispuestas, claro.” Luz se quedó en silencio unos segundos, disfrutando el impacto antes de responder. “Por supuesto que estamos dispuestas.” Al colgar, se giró hacia Begoña con los ojos brillantes. “Lo tenemos.” La risa de Begoña fue esta vez genuina, limpia, liberadora.


En el dispensario, horas más tarde, las dos celebraron el logro brindando con café en vasos de papel, riéndose como niñas que acaban de ganar una carrera improvisada. “Por nosotras”, dijo Luz, “y por todas las veces que no nos creyeron capaces”, añadió Begoña, chocando su vaso contra el de ella. En ese mismo brindis parecía concentrarse algo más que un contrato: la prueba de que, a pesar de los obstáculos, aún eran capaces de escribir su propia historia.

Esa misma tarde, Beltrán apareció en el laboratorio con una caja pequeña en las manos. Cristina, aún removida por la llamada de Loreto, lo vio entrar con una mezcla de rabia y tristeza. “He traído algo para ti”, dijo él, mostrando el paquete. “Una tontería, pero no lo abras.” Lo interrumpió ella. “No quiero regalos.” Beltrán parpadeó, desconcertado. “Cristina, sé que estás enfadada por lo de Loreto, pero…” “Lo de Loreto”, repitió ella, sintiendo cómo le subía el color a las mejillas. “Has roto un compromiso, Beltrán, uno que asumiste libremente y no tuviste ni la decencia de decírmelo tú. Me he enterado por ella. ¿Sabes lo humillante que es eso?”

Él dio un paso hacia delante. “Lo rompí porque no podía seguir fingiendo, porque no la amaba como a ti. Cada vez que la miraba, pensaba en ti, en lo que podríamos tener.” “¿Y en qué momento pensaste en lo que yo quiero?”, lo cortó con la voz quebrada. “¿En qué momento pensaste que yo te había pedido ese sacrificio? No soy tu premio de consolación ni tu excusa para romper una vida.” Beltrán tragó saliva. “Te amo, Cristina, no puedo decirlo de otra forma.” Ella cerró los ojos un segundo para encontrar la fuerza que le faltaba. “Y yo no puedo corresponderte. No así, no después de tantas medias verdades. Te aprecio. Sí, pero solo como amigo, y cuanto antes lo entiendas, menos daño nos haremos.”


Durante unos segundos, el laboratorio se llenó de un silencio espeso. Beltrán asintió al fin, como quien recibe una sentencia. “Entonces guardaré esto”, dijo, levantando la cajita. “Y guardaré también lo que siento. No te molestaré más.” Cuando se marchó, Cristina se dejó caer en una silla, agotada. Luis la observó desde la puerta, sin decir nada. Solo se acercó, dejando sobre la mesa un boceto de frascos y telas. “No sé qué ha pasado”, murmuró. “Pero si te sirve de algo, la nueva línea prêt-à-porter no la quiero sin ti.” Ella lo miró con los ojos todavía húmedos y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que su futuro no dependía de ningún compromiso, sino de lo que quisiera construir con sus propias manos.

En la casa, Digna se sentó frente a Damián, que llevaba horas sumido en un mutismo denso, mirando un punto fijo en la pared. La llamada de Andrés no había traído la esperanza que esperaba, sino un nuevo fantasma que no sabía nombrar. “No puedes seguir así”, susurró ella. “Te estás dejando morir, Damián, y por mucho que intente sacarte de ese pozo, tú sigues cavando más hondo.” Él se pasó una mano por la cara, como si le pesara incluso el gesto. “Todas las decisiones equivocadas que he tomado me han traído hasta aquí”, dijo con voz ronca. “Perdí a Bernardo, perdí a Delia, he perdido a Gabriel, y lo poco que queda de mí ya no le sirve a nadie.”

“Eso no es verdad”, replicó Digna con un temblor de desesperación. “¿Sigues teniéndonos? ¿A mí, a Manuela, a la familia?” Damián negó con la cabeza. “Tengo sus reproches, sus miradas de decepción, y lo merezco. Lo que no merezco es seguir respirando como si nada. No tengo ganas de vivir, Digna. No me queda nada que ofrecer.” Las palabras la atravesaron como un cuchillo. Había luchado tanto, se había aferrado a la idea de que el amor podía rescatarlo, que escuchar aquella renuncia la dejó sin fuerzas. “Si tú no quieres ayudarte”, susurró con lágrimas en los ojos, “yo no puedo obligarte. He intentado todo. Me rindo, Damián, no como esposa, sino como salvadora. No sé salvarte.”


Se levantó con las manos temblando. “Se lo diré a Manuela”, añadió. “Que sea ella quien lo intente. Quizás aún le hagas caso a alguien.” Cuando la vio marcharse, Damián sintió que algo se rompía del todo. La soledad se sentó a su lado, más pesada que nunca. En otra parte de la casa, Manuela sintió un escalofrío sin saber por qué, como si un hilo invisible la hubiera jalado hacia ese abismo donde su padre se estaba hundiendo. Pronto le tocaría decidir si estaba dispuesta a lanzarse detrás de él para intentar sacarlo, aunque fuese a costa de su propia paz.

Y mientras tanto, Luz y Begoña, ajenas al tamaño real de la tormenta que se avecinaba, reían en el dispensario, celebrando que una farmacéutica había apostado por su crema, que Luis había recuperado la ilusión en el laboratorio, que Marta y Chloe trabajaban juntas con una energía nueva, que Cristina empezaba a poner orden en su corazón.

En Tenerife, Delia miraba por la ventana al mar, pensando en el hijo al que no veía desde hacía más de 5 años y en el hombre que, sin ser quien decía, había tenido el valor de contarle la verdad. Sabía que el tiempo se le escapaba, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió que todavía podía hacer algo bueno: dejar de mentirse a sí misma. Andrés, camino de su habitación, llevaba en el pecho el peso de dos certezas: la de su propia culpa y la de que Damián no era solo el monstruo al que todos señalaban. Era un hombre roto que, como tantos otros en “Sueños de Libertad”, estaba a un paso de rendirse para siempre.


El capítulo terminaba así, con unos celebrando victorias inesperadas, otros hundidos en la desesperanza y todos, sin saberlo, caminando hacia verdades que, cuando salieran a la luz, cambiarían sus vidas para siempre.