Un giro inesperado sacude los cimientos del Palacio de La Promesa. La gobernanta Pía Adarre, hasta ahora el pilar de la discreción y la lealtad, se ve forzada a cruzar una línea moralmente turbia al descubrir un complot mortal orquestado por Lorenzo de la Mata contra el joven Curro.
PALACIO DE LA PROMESA – Lo que ha sucedido en las últimas horas en el idílico, pero a menudo sombrío, Palacio de La Promesa transformará para siempre la percepción que teníamos de Pía Adarre. La mujer que durante años ha sido el alma silenciosa de este lugar, la gobernanta infatigable cuya vida se ha dedicado a salvaguardar a sus habitantes, se ha visto obligada a convertirse en una ejecutora silenciosa. Cuando la maldad amenaza a la inocencia, cuando un monstruo conspira para aniquilar una vida joven y prometedora, la pregunta es inevitable: ¿hasta dónde llegaríamos para detenerlo? ¿Seríamos capaces de cruzar esa delgada línea que separa la protección de la venganza?
Hoy, la firmeza y el control que siempre han definido a Pía Adarre han sido llevados a su límite. Y cuando esos límites son traspasados, las consecuencias son devastadoras. Abróchense los cinturones, porque esta historia de justicia retorcida, sacrificio y moralidad cuestionable los dejará sin aliento.
Todo comenzó en una mañana que prometía ser tan tranquila como cualquier otra en el Palacio de La Promesa. El sol naciente bañaba los pasillos con su luz dorada, mientras Pía Adarre, fiel a su rutina, supervisaba las tareas del servicio, asegurándose de que cada rincón estuviera impecable. Sin embargo, esta aparente normalidad se quebraría de forma irreparable cuando Pía entró en los aposentos de Lorenzo de la Mata con la intención de realizar la limpieza habitual.
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Sobre el imponente escritorio de caoba, semioculta bajo una pila de libros, Pía descubrió una carta. No era una misiva cualquiera. El papel era grueso, de alta calidad, y ostentaba un sello de la Roto. Por instinto y precaución, Pía, cuya integridad le impedía inmiscuirse en correspondencia privada, sintió una punzada de inquietud. La forma en que la carta estaba escondida despertó sus sospechas. Con manos temblorosas, tomó el documento y comenzó a leer. Lo que sus ojos recorrieron la dejó helada, deteniendo su corazón por completo.
Era una carta detallada, escrita con una frialdad escalofriante, dirigida a un asesino a sueldo. Lorenzo de la Mata había contratado a un mercenario profesional para eliminar a Curro durante la próxima cacería que se celebraría en los extensos terrenos del palacio. El plan era macabro en su simplicidad: simular un accidente fatal, un tiro perdido que nadie cuestionaría entre la nobleza, donde tales percances eran, lamentablemente, relativamente comunes. Un disparo mal dirigido, un momento de confusión en la espesura del bosque, y Curro, el joven de linaje que finalmente había encontrado su lugar en el mundo, estaría muerto.
Las palabras de Lorenzo danzaban ante los ojos de Pía, las lágrimas amenazando con desbordarse: “El bastardo precisa desaparecer antes de que el testamento de Alonso sea modificado. No puedo permitir que ese impostor herede lo que por derecho debería ser de mi familia. Pagaré 5,000 pesetas por el servicio discreto. El mercenario debe mezclarse entre los batidores durante la cacería. Nadie notará a un hombre más en el bosque. El disparo debe parecer completamente accidental.”

Cinco mil pesetas. Lorenzo había puesto precio a la vida de Curro como si fuera una mera mercancía. La carta continuaba con instrucciones aún más detalladas: el ángulo exacto del disparo para simular un error ajeno, la hora específica de máxima confusión, incluso el tipo de bala que debía coincidir con las armas utilizadas en la cacería. Todo calculado con precisión militar, cada detalle diseñado para asegurar que el asesinato pasara desapercibido como un trágico accidente.
Pía sintió una náusea profunda. A lo largo de sus años en el palacio, había sido testigo de innumerables intrigas, mentiras y manipulaciones, pero esto era diferente. Esto era el mal puro, frío y calculador. Lorenzo no solo deseaba la muerte de Curro, sino que quería lograrla de la manera más cobarde posible, escondiéndose tras la figura de un mercenario, manteniéndose ileso mientras otro ejecutaba su sucio trabajo. Tuvo que sentarse en la silla del escritorio, sus piernas incapaces de sostenerla. Las manos le temblaban tanto que la carta se deslizó de su regazo. Cerró los ojos, intentando asimilar la magnitud de lo que acababa de leer. Lorenzo iba a matar a Curro. Ese joven que había sufrido tanto, que había descubierto su verdadera identidad después de años de vivir en la sombra, que finalmente había encontrado a su padre y un lugar en el mundo, iba a ser aniquilado por la ambición y el odio de Lorenzo de la Mata.
“No”, se dijo Pía. Abrió los ojos con una determinación férrea, una claridad cristalina invadiendo su mente. Había dedicado toda su vida a proteger a los habitantes de este palacio. Había cuidado de la familia Luján durante décadas. Había visto nacer a Manuel, había consolado a Alonso tras la muerte de Cruz, había sido testigo de innumerables tragedias y alegrías dentro de estos muros. Y no iba a permitir que un monstruo como Lorenzo destruyera al joven Curro. No, mientras ella tuviera aliento en el cuerpo.

En ese instante, Pía Adarre tomó la decisión más trascendental de su vida. Denunciar a Lorenzo ante las autoridades era una opción inviable. El ex capitán poseía poderosas conexiones militares, contactos en Madrid y documentos comprometedores sobre varias familias nobles que usaría como chantaje para salir impune. Además, ¿qué garantía habría de que sus secuaces no completarían el asesinato si él era arrestado? Los mercenarios no suelen dejar trabajos a medias. No, esto requería una solución definitiva, una solución que solo ella podía ejecutar.
Durante el resto de la mañana, Pía mantuvo una fachada de normalidad, pero su mente trabajaba a toda velocidad, trazando un plan meticuloso. Conocía los hábitos de Lorenzo mejor que nadie. Sabía que, sin excepción, cada noche, el ex capitán se retiraba a su escritorio particular después de la cena para disfrutar de un cáliz de coñac francés antes de dormir. Era un ritual sagrado para él: un momento de soledad donde fumaba un puro cubano, bebía su licor favorito y revisaba correspondencia o meditaba sobre sus intrigas. Ese sería el momento, ese sería el lugar.
Por la tarde, mientras el palacio bullía con la actividad cotidiana y nadie prestaba atención a los movimientos de la gobernanta, Pía se adentró en el antiguo depósito de suministros, ubicado en las profundidades del sótano. Un lugar olvidado, lleno de estanterías polvorientas cargadas con químicos y sustancias utilizadas décadas atrás para el mantenimiento de las plantaciones y el control de plagas. Entre frascos viejos y etiquetas descoloridas, Pía encontró exactamente lo que buscaba: un pequeño frasco de vidrio oscuro con una etiqueta amarillenta que rezaba “Estrícnina pura. Veneno.” Sus manos no temblaron al tomar el frasco. No había espacio para la duda. Lorenzo había sellado su propio destino al decidir contratar a un asesino para acabar con un inocente. Pía guardó el frasco en el bolsillo profundo de su delantal y regresó a la planta principal. Nadie la había visto. Nadie sospechaba nada. Era solo Pía, la gobernanta confiable, desempeñando sus tareas habituales.
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Sin embargo, hubo alguien que sí percibió algo extraño. María Fernández, la joven criada de aguda observación y sensibilidad, notó un cambio sutil, pero inquietante en Pía. Durante la cena de los criados, la gobernanta, normalmente tan presente y atenta, parecía distante. Su mirada estaba perdida en algún punto invisible, su respiración irregular, y apenas tocó la comida en su plato.
“Pía, ¿se encuentra bien la señora?”, preguntó María con genuina preocupación, acercándose a ella. “Parece pálida. ¿Necesita que llame al médico?”
Pía forzó una sonrisa que no alcanzó sus ojos. “Estoy apenas cansada, querida. No te preocupes por mí. Son muchos años en este palacio y a veces el cansancio se acumula.”

Pero María no pudo librarse de la sensación de que algo muy grave estaba sucediendo. Conocía a Pía desde niña. Había crecido bajo su tutela y supervisión, y nunca, jamás, la había visto con esa expresión. Era la mirada de alguien que había tomado una decisión terrible, pero necesaria.
Más tarde, mientras María caminaba por el corredor principal, llevando sábanas limpias a los aposentos de invitados, vio algo que le provocó un escalofrío. Pía salía del antiguo depósito del sótano, ese lugar olvidado donde se guardaban sustancias peligrosas. Y bajo su delantal, María alcanzó a vislumbrar el brillo de un frasco pequeño que la gobernanta intentaba ocultar. El corazón de María comenzó a latir con fuerza. ¿Qué hacía Pía con algo del depósito antiguo? ¿Por qué lo escondía? La criada sintió el impulso de preguntar, de acercarse y averiguar qué estaba pasando, pero algo en la expresión determinada de Pía la detuvo. Fuera lo que fuera que la gobernanta estuviera planeando, era algo que había decidido cargar sola.
Llegó la hora de la cena y el gran comedor del palacio se llenó con los miembros de la familia y algunos invitados. Lorenzo de la Mata cenó esa noche en el salón principal junto a Alonso, Manuel y otros nobles, comportándose con su habitual arrogancia y aire controlador, con esa sonrisa fría que nunca llegaba a sus ojos. Curro también estaba presente, sentado al final de la mesa, y Lorenzo no perdió oportunidad de lanzarle miradas gélidas cargadas de desprecio.

Durante la cena, Lorenzo hizo comentarios que sonaban casuales para los demás, pero que Pía, que servía el vino y supervisaba a los lacayos, comprendió con aterradora claridad. “Marqués Alonso”, dijo Lorenzo cortando elegantemente un trozo de carne. “He escuchado que en tres días habrá una cacería en los bosques del norte de la propiedad. ¡Qué emocionante! Aunque debo confesar que las cacerías siempre me ponen nervioso. Tantas cosas pueden salir mal. Tiros perdidos, accidentes fatales, suceden cuando menos se espera, ¿verdad?” El comentario fue seguido de una risa ligera, pero sus ojos se fijaron directamente en Curro cuando pronunció las palabras “accidentes fatales”. El joven tragó saliva, sintiendo el peso de la amenaza velada. Nadie más en la mesa pareció notar la tensión, pero Pía lo vio todo. Vio cómo Lorenzo saboreaba su poder, cómo disfrutaba aterrorizando sutilmente a su víctima. Y en ese momento, cualquier duda residual que pudiera haber tenido desapareció por completo.
Después de la cena, como era su costumbre invariable, Lorenzo se retiró a su escritorio particular. Era un espacio privado que el ex capitán había reclamado para sí mismo durante su estancia en el palacio, un lugar donde nadie lo molestaba. Se acomodó en su poltrona de cuero, encendió un puro cubano que llenó la habitación con su aroma intenso y presionó el timbre que llamaba al servicio. “Que me traigan mi coñac”, ordenó cuando un lacayo apareció. “El francés, el que está en la botella con el sello dorado.”
Momentos después, Pía Adarre entró en el escritorio llevando una bandeja de plata. Sobre ella descansaba un cáliz de cristal finamente decorado, lleno con el líquido ámbar que brillaba bajo la luz de la chimenea. La gobernanta caminó con pasos medidos, su rostro una máscara perfecta de neutralidad profesional. “Su coñac, señor de la Mata”, dijo con voz completamente neutra mientras colocaba el cáliz sobre la mesa de ébano junto al codo de Lorenzo.
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El ex capitán ni siquiera la miró. Estaba revisando unos papeles sobre su escritorio, documentos que probablemente tenían que ver con sus negocios turbios. “¿Puede retirarse?”, dijo con un gesto displicente de la mano, como si Pía fuera apenas un mueble más en la habitación.
Pía hizo una leve reverencia, como había hecho miles de veces durante décadas de servicio, y salió del escritorio cerrando la puerta suavemente tras de sí. Una vez en el corredor, se recostó contra la pared de piedra fría y cerró los ojos. Sus manos, que habían permanecido firmes durante toda la ejecución del plan, ahora temblaban ligeramente. Juntó las manos y susurró una oración en voz tan baja que apenas era audible.
“Que Dios me perdone por lo que acabo de hacer, pero no puedo. No puedo permitir que él mate a un inocente. Protege mi alma, Señor, porque he elegido el camino del mal menor para evitar un mal mayor.”

Dentro del escritorio, Lorenzo tomó el cáliz de cristal entre sus dedos, lo alzó ligeramente, observando cómo la luz de la chimenea jugaba con el líquido dorado. Acercó el cáliz a sus labios e inhaló profundamente el aroma amaderado característico del buen coñac francés. Sonrió satisfecho. Después de un día de planear el asesinato de Curro, de sembrar amenazas veladas en la cena, merecía este momento de placer.
Bebió el contenido del cáliz de un solo trago largo. El líquido descendió cálido por su garganta, dejando ese sabor complejo que tanto disfrutaba. Hubo un ligero toque amargo al final, pero Lorenzo lo atribuyó al puro que estaba fumando. Colocó el cáliz vacío sobre la mesa y se recostó en su poltrona, cerrando los ojos mientras saboreaba el momento.
Pero entonces, apenas 5 minutos después, algo comenzó a ir terriblemente mal. Una sensación extraña se instaló en su pecho. Al principio, fue solo una incomodidad, como si hubiera comido demasiado. Pero rápidamente, la incomodidad se transformó en dolor, un dolor agudo, penetrante, como si una lanza de fuego le atravesara el corazón. Lorenzo abrió los ojos bruscamente y se llevó la mano al pecho.

“¿Qué? ¿Qué está pasando?”, murmuró con voz ronca. Intentó ponerse de pie, pero sus piernas no respondieron correctamente. Se levantó tambaleándose y, en el movimiento brusco, derribó el cáliz vacío, que se estrelló contra el suelo de madera y se hizo añicos. Los fragmentos de cristal brillaron como pequeños diamantes esparcidos.
El dolor se intensificó con una velocidad aterradora. Lorenzo sintió cómo todos sus músculos se contraían simultáneamente en un espasmo coordinado de agonía. Primero fueron las manos, que se cerraron en puños tan apretados que sus uñas se clavaron en las palmas hasta sacar sangre. Luego los brazos rígidos como barras de hierro, el pecho comprimido como si una prensa invisible lo estuviera aplastando. Las piernas, sacudidas por contracciones violentas que hacían imposible mantener el equilibrio. Era como si su propio cuerpo se hubiera convertido en su enemigo, atacándose a sí mismo con furia implacable.
“¡Socorro!”, intentó gritar con todas las fuerzas que le quedaban, pero su garganta estaba tan contraída que apenas produjo un sonido ahogado y gutural. Trató desesperadamente de caminar hacia la puerta, de arrastrarse si era necesario, de pedir ayuda de cualquier forma posible, pero sus piernas, completamente incontrolables, fallaron en el intento y cayó de rodillas con un golpe seco y brutal que resonó en la habitación como un tambor fúnebre. El dolor del impacto contra el suelo de madera fue insignificante comparado con la agonía que consumía cada fibra de su ser.
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Fue en ese momento, mientras caía, cuando la terrible claridad mental, característica del envenenamiento por estricnina, lo golpeó. La estricnina no nubla la mente; al contrario, deja a la víctima completamente consciente y lúcida mientras su cuerpo se destruye en espasmos incontrolables. Lorenzo supo con absoluta certeza lo que le estaba sucediendo.
“¡Veneno!”, logró gritar con un último esfuerzo de voluntad antes de que los espasmos violentos tomaran control total de su cuerpo. Se arrastró por el suelo intentando desesperadamente alcanzar la puerta. En su camino, derribó libros de las estanterías, papeles que volaron por el aire, una lámpara que se volcó sin llegar a romperse. Cada movimiento era una agonía, cada respiración un combate. Y durante todo ese horror, su mente permaneció cruelmente lúcida. Sabía que se estaba muriendo, sabía que no había salvación y sabía, con una certeza que lo llenó de rabia impotente, quién había sido. Solo había una persona que había entrado en su escritorio esa noche. Solo una persona que había tenido acceso a su bebida.
“Pía…”, susurró mientras la espuma comenzaba a formarse en las comisuras de sus labios.

En el corredor, Pía seguía recostada contra la pared de piedra, con los ojos cerrados y las manos juntas en oración. Escuchó el primer grito ahogado, luego el estruendo de algo pesado cayendo al suelo, después el sonido inequívoco de muebles siendo derribados y de un cuerpo arrastrándose desesperadamente. Cada sonido era como un cuchillo en su corazón, pero no se movió. No podía moverse. Había tomado esta decisión y ahora debía cargar con las consecuencias. Siguió murmurando oraciones en voz baja, pidiendo perdón, pidiendo fuerza, pidiendo que el sufrimiento de Lorenzo terminara pronto.
Los gritos ahogados finalmente llamaron la atención de otros en el palacio. Manuel, que caminaba por el corredor superior revisando unos documentos antes de retirarse a dormir, escuchó el sonido de algo pesado golpeando contra el suelo y el tintineo de cristales rompiéndose. “¿Qué diablos fue eso?”, exclamó, dejando caer los papeles que sostenía. Corrió hacia la escalera y descendió los peldaños de dos en dos. Cuando llegó al pasillo donde estaba el escritorio de Lorenzo, vio a Pía inmóvil contra la pared con expresión de profunda tristeza.
“Pía, ¿qué está pasando? ¿De dónde vienen esos ruidos?”

Antes de que ella pudiera responder, Manuel empujó la puerta del escritorio de Lorenzo y la escena que encontró lo dejó paralizado de horror. Lorenzo de la Mata estaba caído en medio de la habitación, contorciéndose en espasmos tan violentos que su cuerpo parecía estar siendo sacudido por una fuerza invisible. Tenía espuma saliendo de su boca. Sus ojos estaban completamente abiertos en una expresión de terror absoluto, y su piel había adquirido un tono enfermizo.
“¡Dios santo, llamen a un médico inmediatamente!”, gritó Manuel con todas sus fuerzas, mientras se arrodillaba junto a Lorenzo intentando sostenerlo. Los gritos de Manuel resonaron por todo el palacio. En cuestión de segundos, Curro, Alonso y varios miembros del servicio corrieron hacia el escritorio. Pía entró detrás de ellos. Su rostro, una máscara de calma sobrenatural que contrastaba dramáticamente con el caos de la escena.
Curro se quedó congelado en la entrada, mirando el cuerpo convulsionante de Lorenzo con una mezcla de horror y confusión. Alonso se adelantó inmediatamente y también se arrodilló junto a Manuel. “¿Qué le ha pasado? ¿Se ha golpeado? ¿Ha tenido un ataque?”
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Lorenzo, incluso en medio de su agonía, mantuvo esa lucidez cruel que produce la estricnina. Sus ojos, inyectados en sangre y llenos de sufrimiento, recorrieron las caras de todos los presentes hasta que se fijaron en Pía. Y en ese momento final, en esos últimos segundos de vida, Lorenzo comprendió todo. La gobernanta lo había juzgado, lo había condenado y lo había ejecutado.
“Fue tú…”, susurró con el último hilo de voz que le quedaba. Su brazo se levantó temblorosamente y su dedo índice apuntó directamente hacia Pía Adarre.
Y entonces, después de un último espasmo brutal que arqueó su espalda de forma antinatural, Lorenzo de la Mata dejó de moverse. Sus ojos permanecieron abiertos, fijos en el techo, pero ya no había vida en ellos. El silencio que siguió fue absoluto y aterrador.

Manuel, con manos temblorosas, buscó el pulso en el cuello de Lorenzo. Nada. Acercó su oído al pecho del ex capitán. Ningún latido.
“Está muerto”, anunció con voz quebrada, sin poder creer lo que estaba diciendo. “Lorenzo está muerto.”
El médico del palacio llegó corriendo apenas minutos después, pero todos sabían que era demasiado tarde. El doctor se arrodilló junto al cadáver y realizó un examen rápido pero minucioso. Revisó los ojos, la boca, olió el aliento del muerto. Su expresión se volvió grave.

“Envenenamiento”, declaró con tono profesional pero claramente perturbado. “Estrícnina. Sin duda, los síntomas son inconfundibles. Los espasmos, la lucidez mental, la espuma en la boca. Muerte en menos de 15 minutos desde la ingesta.”
Un silencio pesado y terrible cayó sobre todos los presentes. La palabra “envenenamiento” flotó en el aire como una acusación. Alonso se puso de pie lentamente. Su rostro había perdido todo el color. “¿Envenenamiento? ¿Está diciendo que alguien… que alguien lo asesinó?”
El médico asintió gravemente. “No hay otra explicación, marqués. La estricnina no se ingiere accidentalmente. Alguien la colocó en algo que él bebió o comió.”
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Todos los ojos comenzaron a moverse nerviosamente, buscando respuestas, buscando culpables. Fue Curro quien formuló la pregunta que todos pensaban.
“¿Quién haría algo así? ¿Quién querría matar a Lorenzo?”
Hubo un momento de silencio absoluto y entonces Pía Adarre dio un paso al frente, separándose del grupo de sirvientes que observaban desde la entrada. Su voz, cuando habló, fue clara, firme, sin el más mínimo temblor.

“Yo fui, señor marqués.”
El impacto de esas dos palabras fue como una explosión. Manuel retrocedió como si hubiera recibido un golpe físico. “¿Qué, Pía? No, ¿qué está diciendo?” Curro se llevó las manos a la cabeza, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Alonso miró a su gobernanta de toda la vida con una expresión de completa incredulidad.
“Pía, no puede ser verdad. Tú no… tú no eres capaz de…”

“Sí, lo soy, señor marqués”, interrumpió Pía con voz tranquila pero cargada de determinación. “Y lo hice conscientemente. Lo planeé y lo ejecuté.” Metió la mano en el bolsillo profundo de su delantal y sacó una carta doblada. La extendió hacia Alonso. “Encontré esto mañana al limpiar los aposentos del señor de la Mata. Léala, por favor, léala y comprenderá por qué hice lo que hice.”
Alonso tomó la carta con manos que temblaban visiblemente. Comenzó a leer y, con cada línea que sus ojos recorrían, su expresión pasaba del shock a la incredulidad y, finalmente, al horror. “Dios mío”, murmuró. “Dios mío, no puede ser.”
“¿Qué dice?”, preguntó Manuel, acercándose.
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Alonso le pasó la carta y Manuel también la leyó. Cuando terminó, miró a Curro con ojos llenos de lágrimas. “Lorenzo había contratado a un mercenario para asesinarte durante la cacería, hermano. Iba a hacer que pareciera un accidente.”
Curro tomó la carta con manos trémulas y leyó el contenido. Cada palabra era un golpe. El plan estaba detallado con precisión militar: el día exacto de la cacería, el lugar en el bosque donde sería ejecutado el “accidente”, el precio acordado, incluso las instrucciones específicas sobre cómo el mercenario debía desaparecer sin levantar sospechas.
“¿Por qué?”, susurró Curro con voz rota. “¿Por qué Lorenzo quería matarme?”

“Porque eres el heredero legítimo”, respondió Pía con tristeza. “Porque tu existencia amenazaba sus planes de poder y control sobre esta familia. Lorenzo era un hombre consumido por la ambición, señor Curro, y habría hecho cualquier cosa, cualquier cosa, para eliminar a quienes se interpusieran en su camino.”
María Fernández, que había entrado con los demás criados, tenía lágrimas corriendo por sus mejillas. “¡Pía salvó su vida, don Curro! ¡Ella lo salvó!” Simona, Candela y Lóe también reflejaban una mezcla compleja de emociones: shock, tristeza, pero también algo que se parecía peligrosamente al alivio.
“Pero matar a alguien…”, comenzó López con voz insegura, “eso no puede estar bien, ¿verdad? Incluso si era para proteger a otro.”

“¿Y qué debía hacer?”, preguntó Pía, girándose hacia él. “¿Debía dejar que Lorenzo completara su plan? ¿Debía permitir que un joven inocente fuera asesinado? Intenté pensar en otras opciones, créanme, pero Lorenzo tenía conexiones militares poderosas. Tenía documentos comprometedores sobre familias nobles que usaría como chantaje. Incluso si lo denunciaba, incluso si lograban arrestarlo, sus contactos habrían completado el asesinato. El mercenario ya estaba contratado. La única forma de salvar a Curro era eliminar la amenaza definitivamente.”
Alonso convocó una reunión de emergencia en la biblioteca. Todos los presentes fueron conducidos allí: los miembros de la familia, el médico, los criados principales. Era necesario tomar decisiones inmediatas. Una vez dentro de la biblioteca, con las puertas cerradas para garantizar privacidad, Alonso se dirigió a Pía, con voz grave que intentaba mantener la compostura, pero que estaba claramente cargada de emoción.
“Pía Adarre, tú has confesado haber envenenado deliberadamente a un hombre. Independientemente de las razones, independientemente de lo que él planeaba hacer, esto es homicidio premeditado. ¿Comprendes la gravedad de lo que has hecho?”
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Pía se mantuvo erguida, su postura digna, a pesar de las circunstancias. “Sí, señor marqués, comprendo perfectamente. Sabía exactamente lo que estaba haciendo cuando coloqué la estricnina en su coñac. Y si me encontrara nuevamente en la misma situación, volvería a hacerlo. No puedo, no voy a disculparme por salvar la vida de un inocente.”
Manuel intervino con pasión. “Padre, ella salvó a mi hermano. Lorenzo ya había destruido tantas vidas en esta familia. Dolores murió parcialmente por su culpa, por las circunstancias que él ayudó a crear. Curro ha sufrido años de incertidumbre y dolor. Lorenzo era un cáncer en esta familia.”
“Pero matar, Manuel”, respondió Alonso con voz cansada, “matar a sangre fría, envenenar a alguien, eso va contra todo lo que creemos, contra nuestros principios más básicos.”

Curro, que había permanecido en silencio procesando todo, finalmente habló. Su voz estaba cargada de emoción. “Pía, usted… usted sacrificó todo por mí. Su honor, su conciencia, posiblemente su libertad. ¿Por qué? ¿Por qué haría algo así?”
Pía lo miró con ojos llenos de afecto maternal. “Porque te he visto crecer, niño. Te he visto sufrir. Te he visto buscar tu identidad. Te he visto finalmente encontrar tu lugar en esta familia. No iba a permitir que un monstruo te arrebatara el futuro que apenas comenzabas a construir. He dedicado mi vida a proteger a esta familia y eso es exactamente lo que hice.”
La discusión se extendió durante horas que parecieron interminables. El dilema moral era profundo, desgarrador, imposible de resolver con facilidad. Por un lado, Pía había cometido asesinato premeditado con plena conciencia y premeditación, un crimen que bajo cualquier ley, divina o humana, merecía el castigo más severo imaginable. Había planificado cada detalle, elegido el veneno específico, ejecutado su plan sin vacilar. Por otro lado, había salvado una vida inocente de un destino horrible y violento. Curro habría muerto en ese bosque. Su sangre derramada, su futuro truncado. ¿Era su acción justificable bajo el principio del mal menor? ¿Dónde estaba la línea entre justicia y venganza, entre protección y asesinato? ¿Tenía Pía el derecho moral de erigirse como juez, jurado y verdugo? Las preguntas flotaban sin respuestas fáciles.

Candela argumentó apasionadamente: “Lorenzo era un monstruo que planeaba matar a sangre fría. Pía hizo lo que tenía que hacer.” Pero López, siempre más cauto, replicó: “Pero nosotros no somos jueces ni verdugos. ¿Quiénes somos para decidir quién vive y quién muere?”
El médico, que había permanecido en silencio durante la mayor parte de la discusión, finalmente intervino. “Marqués Alonso, debo recordarle que tengo la obligación legal de reportar este envenenamiento a las autoridades. Es un caso de asesinato claro.”
Alonso cerró los ojos. Sabía que ese momento llegaría. Llamar a las autoridades significaría arrestar a Pía, la mujer que había dedicado décadas de su vida a servir lealmente a su familia; significaría un juicio público, un escándalo que mancharía el nombre de La Promesa. Pero encubrir un asesinato iría contra todos sus principios, contra el código de honor que había intentado mantener toda su vida. La decisión más difícil de su vida como marqués estaba frente a él.
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Después de lo que pareció una eternidad de deliberación interna, Alonso finalmente habló. Su voz era firme, pero cargada de dolor. “Doctor, el señor de la Mata sufrió un ataque cardíaco fulminante. Eso es lo que dirá su certificado de defunción. Me he expresado con claridad.”
El médico vaciló, comprendiendo inmediatamente lo que se le estaba pidiendo. Miró a Pía, luego a Curro, luego nuevamente a Alonso. Finalmente asintió. “Entiendo, marqués. Prepararé el certificado en esos términos.”
Un suspiro colectivo de alivio recorrió la habitación, pero Alonso no había terminado. Se giró hacia Pía con expresión severa. “Sin embargo, Pía Adarre, aunque entiendo tus razones y aunque aprecio profundamente tu lealtad hacia esta familia, no puedo ignorar lo que has hecho. Has tomado una vida. Has cruzado una línea que no puede ser descruzada.”

Pía asintió con dignidad. “Lo sé, señor marqués, y estoy preparada para aceptar las consecuencias de mis acciones.”
“Oficialmente”, continuó Alonso, “Lorenzo de la Mata murió de causas naturales. Pero tú, Pía, no puedes permanecer en este palacio. Tu presencia sería un recordatorio constante de lo que sucedió aquí esta noche. Sería un peso sobre las conciencias de todos nosotros.” Hizo una pausa, luchando visiblemente con sus emociones. “Partirás mañana al amanecer hacia el convento de Santa María en Segovia. Allí vivirás en reclusión por el resto de tus días. Es la única manera en que puedo reconciliar la justicia con la misericordia.”
El anuncio cayó como una losa de piedra sobre todos los presentes. María Fernández comenzó a sollozar abiertamente. Simona se llevó las manos a la boca. Incluso Manuel, que había apoyado la decisión de proteger a Pía, sintió el peso de lo que significaba su exilio. Pía aceptó el veredicto con la misma dignidad con la que había confesado su crimen. “Entiendo, señor marqués. Acepto mi exilio. Es un precio justo por la vida que salvé.”

Curro se acercó a ella con lágrimas corriendo libremente por su rostro. “Pía, yo… yo no sé qué decir. Usted entregó todo por mí. Su vida aquí, su hogar, su familia.”
Pía colocó una mano suave en la mejilla de Curro. “Tú eres familia, niño, y la familia se protege sin importar el costo. Vive bien. Sé feliz. Esa será toda la gratitud que necesito.”
Esa noche, nadie en el palacio pudo dormir. Los criados se reunieron en la cocina hablando en voz baja sobre lo sucedido. Algunos defendían fervientemente las acciones de Pía, otros estaban horrorizados por el hecho de que alguien a quien conocían y respetaban hubiera cometido asesinato. Pero todos, absolutamente todos, comprendían por qué lo había hecho.
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Al amanecer, cuando los primeros rayos de sol iluminaron el patio principal del palacio, Pía Adarre descendió con una pequeña maleta, conteniendo sus escasas pertenencias personales. Todo el servicio estaba reunido para despedirse de ella. María Fernández corrió hacia Pía y la abrazó con fuerza. “Nunca la olvidaremos, señora Pía. Nunca olvidaremos lo que hizo.” Simona, Candela, López, todos los criados que habían trabajado bajo su supervisión durante años, se acercaron uno por uno para despedirse. Algunos lloraban, otros simplemente apretaban su mano en silencio, pero el mensaje era claro. Pía Adarre no sería recordada como una asesina, sino como una heroína silenciosa que sacrificó todo para proteger a los suyos.
Curro fue el último en despedirse. Se acercó a Pía y, sin decir palabra, la abrazó con la fuerza de un hijo abrazando a su madre. “Debo mi vida a usted”, susurró contra su hombro. “Literalmente le debo todo. Nunca podré agradecerle lo suficiente.”
“No necesitas agradecerme”, respondió Pía con voz suave. “Solo necesito que seas feliz, que vivas la vida que Lorenzo intentó quitarte. Esa será mi recompensa.”

El carruaje que llevaría a Pía al convento esperaba en el patio. Con un último vistazo al palacio que había sido su hogar durante décadas, Pía subió al vehículo. Mientras el carruaje se alejaba lentamente por el camino de grava, todos los presentes permanecieron inmóviles, observando hasta que desapareció en el horizonte. Una era había terminado. Pía Adarre, la gobernanta inquebrantable de La Promesa, se había ido. Y aunque todos sabían que había tomado el camino correcto, el precio de esa decisión pesaba sobre cada corazón presente.
Pero entonces, en un giro que nadie esperaba, apenas una hora después de que el carruaje de Pía desapareciera, un mensajero llegó al palacio a galope tendido, desmontó apresuradamente y entregó una carta a uno de los lacayos. “¡Urgente para el marqués de Luján!”, jadeó el mensajero. “Me ordenaron entregarlo de inmediato.”
La carta fue llevada rápidamente a Alonso, quien la abrió con manos aún temblorosas por los eventos de la noche anterior. Lo que leyó hizo que su rostro palideciera nuevamente.

“Manuel, llama”, dijo con voz tensa. “Curro, vengan inmediatamente.”
Cuando ambos jóvenes llegaron, Alonso les mostró la carta. Era un mensaje anónimo escrito con letra cuidadosamente disfrazada.
“Estimado Marqués de Luján, Lorenzo de la Mata no era el único mercenario en su círculo. Leocadia también tiene sus planes, también tiene sus contactos, también está dispuesta a eliminar obstáculos para conseguir lo que desea. El peligro no ha terminado. La serpiente tenía más de una cabeza. Con el debido respeto, un amigo preocupado.”
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El silencio que siguió fue sepulcral. Manuel miró a Curro con expresión de horror renovado. “¿Leocadia? ¿Ella también?”
“No podemos estar seguros”, dijo Alonso, guardando la carta cuidadosamente. “Podría ser una calumnia, un intento de sembrar discordia, pero después de lo que descubrimos sobre Lorenzo, no podemos ignorar ninguna advertencia.”
Curro sintió que el alivio que había comenzado a sentir después de la partida de Pía se evaporaba instantáneamente. “Entonces, la pesadilla no ha terminado, solo ha cambiado de forma.”

“Exactamente”, confirmó Alonso con gravedad. “Debemos estar más vigilantes que nunca. Si hay algo de verdad en esta carta, si Leocadia realmente está planeando algo similar a lo que Lorenzo intentó, entonces todos estamos en peligro.”
Y así, mientras el sol se elevaba completamente sobre el palacio de La Promesa, iluminando sus torres y jardines con luz dorada, los habitantes sabían que la paz que habían esperado conseguir con el sacrificio de Pía era frágil y posiblemente ilusoria. Una heroína silenciosa había partido hacia el exilio, cargando el peso de un asesinato justificado sobre su conciencia. Un villano había sido eliminado, pero la advertencia sobre Leocadia sugería que la guerra estaba lejos, muy lejos de terminar. El precio de la justicia, como Pía había demostrado, a veces se paga con el propio sacrificio. Pero la pregunta que ahora atormentaba a todos era: ¿cuántos más sacrificios serían necesarios antes de que la verdadera paz finalmente llegara a La Promesa?