LA PROMESA – URGENTE: Pía DA VENENO a Lorenzo al Descubrir lo que Planeaba contra Curro
Un giro oscuro sacude los cimientos del Palacio de La Promesa: la leal gobernanta se transforma en una ejecutora implacable.
Palacio de La Promesa, España – Lo que está a punto de desvelarse en el emblemático Palacio de La Promesa redefine la noción de lealtad y coraje. Pía Adarre, la figura maternal y pilares silencioso que ha velado por la seguridad y el bienestar de sus habitantes durante décadas, se encuentra en el umbral de una metamorfosis que la llevará a un territorio moralmente ambiguo y, a la vez, desesperadamente necesario. La tranquila rutina matutina del palacio se vio brutalmente interrumpida cuando Pía descubrió un secreto devastador que la obligó a tomar una decisión que marcará un antes y un después en la historia de La Promesa.
La mañana, que prometía ser tan serena como cualquier otra en los opulentos pasillos del palacio, se tornó sombría al instante en que Pía Adarre, en el cumplimiento de sus deberes como gobernanta, entró en los aposentos de Lorenzo de la Mata. Sobre el lujoso escritorio de caoba, semioculta entre libros, yacía una misiva. El papel, de alta calidad y con el distintivo sello de una conocida casa de negocios, captó la atención de Pía. A pesar de su estricto código de discreción y respeto por la privacidad ajena, una fuerza invisible la impulsó a tomar el documento. Lo que sus ojos leyeron a continuación heló la sangre en sus venas y detuvo el latir de su corazón por un instante eterno.

La carta, meticulosamente redactada, revelaba un plan macabro: Lorenzo de la Mata, ese hombre de sonrisa gélida y ambiciones desmedidas, había contratado a un sicario. El objetivo: Curro, el joven que, tras una vida de penurias, finalmente había encontrado su lugar y a su padre en La Promesa. El método: un “accidente” durante la próxima cacería en los terrenos del palacio. Un disparo perdido, un momento de confusión en la espesura del bosque, y la vida del joven heredero, destinada a cambiar el rumbo de la familia Luján, se extinguiría sin dejar rastro.
Las palabras de Lorenzo resonaban con una frialdad escalofriante: “El bastardo precisa desaparecer antes de que el testamento de Alonso sea modificado. No puedo permitir que ese impostor herede lo que por derecho debería ser de mi familia. Pagaré 5,000 pesetas por el servicio discreto. El mercenario debe mezclarse entre los batidores durante la cacería. Nadie notará a un hombre más en el bosque. El disparo debe parecer completamente accidental.” Cada detalle, desde el ángulo preciso del disparo para simular un error, hasta la hora exacta de la cacería para maximizar la confusión, estaba calculado con una precisión militar. La misiva detallaba incluso el tipo de bala que debía usarse para que coincidiera con las armas empleadas por los cazadores. Lorenzo no solo deseaba la muerte de Curro, sino que anhelaba escenificarla de la manera más cobarde, lavándose las manos de la ejecución mientras otro lo haría por él.
Pía, cuya firmeza había sido su sello distintivo durante años, se vio obligada a sentarse, incapaz de sostenerse sobre sus piernas. Las 5,000 pesetas escritas en la carta resonaban como un precio puesto a la vida de Curro en un mercado de ganado. La injusticia y la crueldad pura contenidas en esas líneas desataron en ella una furia helada y una determinación inquebrantable. Había dedicado su vida a proteger a los habitantes de La Promesa, había sido testigo de innumerables tragedias, y no permitiría que un monstruo como Lorenzo Luján destrozara la incipiente felicidad de un joven inocente.

Consciente de la astucia de Lorenzo y sus poderosas conexiones, Pía comprendió que una simple denuncia ante las autoridades sería inútil. El excapitán, un hombre acostumbrado a moverse en las sombras y a usar su influencia para salir impune, usaría cualquier documento comprometedor en su poder como escudo. La única solución, una solución definitiva, residía en sus propias manos.
Durante el resto del día, Pía continuó con sus tareas habituales, manteniendo una fachada de normalidad mientras su mente, a toda velocidad, maquinaba el curso de acción. Conocía a Lorenzo íntimamente: sabía que cada noche, invariablemente, se retiraba a su estudio particular después de la cena para disfrutar de un cáliz de coñac francés antes de dormir. Era un ritual sagrado, un momento de soledad propicio para la reflexión y la planificación.
Por la tarde, descendió a las profundidades del sótano, al antiguo depósito de suministros, un lugar polvoriento y olvidado, repleto de viejas sustancias químicas utilizadas décadas atrás. Entre frascos descoloridos y etiquetas ilegibles, encontró exactamente lo que buscaba: un frasco de vidrio oscuro con una etiqueta amarillenta que rezaba “Estrichina pura”. Sus manos, ahora firmes y decididas, tomaron el veneno. Lorenzo había sellado su propio destino.

La inquietud, sin embargo, no pasó desapercibida. María Fernández, la joven doncella de mirada perspicaz, notó un cambio sutil pero perturbador en Pía durante la cena de los sirvientes. Pía, normalmente presente y atenta, se mostraba distante, pálida y con la mirada perdida. “Pía, ¿se encuentra bien?”, preguntó María con genuina preocupación. “Parece pálida. ¿Necesita que llame al médico?”. Pía, forzando una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, intentó disipar la inquietud: “Estoy apenas cansada, querida. No te preocupes por mí”. Pero María no pudo deshacerse de la sensación de que algo terrible estaba a punto de suceder.
Más tarde, el destino le jugó una carta inesperada. Mientras caminaba por el corredor principal, María vio a Pía salir del antiguo depósito del sótano, el brillo de un frasco oculto bajo su delantal. Un escalofrío recorrió su espalda. La decisión de Pía, intuía, era un camino solitario que debía recorrer sola.
Llegó la hora de la cena y el gran comedor se llenó de la familia y algunos invitados. Lorenzo, con su habitual arrogancia, cenó junto a Alonso, Manuel y otros nobles. Curro, sentado al final de la mesa, recibió miradas gélidas de desprecio por parte de Lorenzo. El excapitán, con comentarios que sonaban casuales pero que Pía, sirviendo el vino, entendió con aterradora claridad, lanzó veladas amenazas: “Marqués Alonso, he escuchado que en tres días habrá una cacería… ¡Qué emocionante! Aunque debo confesar que las cacerías siempre me ponen nervioso. Tantas cosas pueden salir mal. Tiros perdidos, accidentes fatales, suceden cuando menos se espera, ¿verdad?”. Sus ojos se fijaron en Curro al pronunciar “accidentes fatales”, sembrando una semilla de terror en el joven.

Tras la cena, Lorenzo se retiró a su estudio. El aroma del coñac y el tabaco cubano llenaron el aire. Pía entró con la bandeja de plata, un cáliz de cristal finamente decorado lleno de la bebida ámbar. “Su coñac, señor de la Mata”, dijo con voz neutra, su rostro una máscara de profesionalidad. Lorenzo, absorto en sus papeles, apenas la notó. “Puede retirarse”, dijo con un gesto displicente.
Una vez en el corredor, Pía se apoyó contra la fría pared de piedra, cerró los ojos y susurró una oración. “Que Dios me perdone por lo que acabo de hacer, pero no puedo. No puedo permitir que él mate a un inocente. Protege mi alma, Señor, porque he elegido el camino del mal menor para evitar un mal mayor”.
Dentro del estudio, Lorenzo tomó el cáliz, lo alzó, inhaló el aroma, y bebió de un trago. Un ligero toque amargo al final, que atribuyó al tabaco. Se recostó, cerrando los ojos, saboreando el momento. Pero apenas cinco minutos después, una incomodidad comenzó en su pecho, transformándose rápidamente en un dolor agudo y penetrante. Se llevó la mano al pecho, balbuceando con voz ronca: “¿Qué? ¿Qué está pasando?”. Sus piernas fallaron, cayendo de rodillas en un golpe seco. El dolor se intensificó, sus músculos se contrajeron en espasmos de agonía, sus uñas se clavaron en sus palmas, sus brazos se volvieron rígidos, su pecho se comprimió. “¡Socorro!”, intentó gritar, pero solo un sonido ahogado escapó de su garganta. En ese instante, la lucidez cruel de la estrinchina lo golpeó. Sabía lo que estaba ocurriendo. “¡Veneno!”, logró gritar, arrastrándose hacia la puerta, derribando objetos en su agonía. En su mente, la única certeza era la de quién era el culpable. “Pía…”, susurró, con espuma formándose en sus labios.

En el corredor, Pía escuchaba los gritos ahogados, el estruendo, el sonido de un cuerpo arrastrándose. Cada sonido era una daga en su corazón, pero no se movió. Había tomado su decisión y ahora debía asumir las consecuencias.
Los gritos de Lorenzo atrajeron la atención. Manuel, al escuchar el ruido, corrió escaleras abajo, encontrando a Pía pálida y afligida. Al abrir la puerta del estudio, la escena lo paralizó de horror. Lorenzo, convulsionando en el suelo, con espuma en la boca y los ojos desorbitados por el terror, yacía agonizante. “¡Dios santo, llamen a un médico inmediatamente!”, gritó Manuel. En segundos, Curro, Alonso y varios sirvientes entraron, seguidos por Pía, cuya calma sobrenatural contrastaba con el caos.
Lorenzo, en sus últimos momentos de lucidez, recorrió los rostros presentes hasta fijar su mirada en Pía. Con su último aliento, logró pronunciar: “Fue tú”, levantando un dedo tembloroso para apuntar directamente a ella. Luego, con un espasmo brutal, dejó de moverse. Sus ojos, vacíos, quedaron fijos en el techo.

El médico del palacio llegó, pero era demasiado tarde. “Envenenamiento”, declaró con un tono profesional pero perturbado. “Estrichina. Sin duda, los síntomas son inconfundibles. Muerte en menos de 15 minutos desde la ingesta”. La palabra “envenenamiento” flotó en el aire como una acusación. Alonso, con el rostro pálido, preguntó: “¿Estás diciendo que alguien lo asesinó?”. El médico asintió: “No hay otra explicación, marqués. La estrinchina no se ingiere accidentalmente. Alguien la colocó en algo que él bebió o comió”.
En medio del silencio, Curro formuló la pregunta que todos se hacían: “¿Quién haría algo así? ¿Quién querría matar a Lorenzo?”. Fue Pía quien dio un paso al frente, su voz clara y firme: “Yo fui, señor marqués”. El impacto fue devastador. Manuel retrocedió. Curro se llevó las manos a la cabeza. Alonso miró a su gobernanta con incredulidad. “Pía, no puede ser verdad. Tú no…”.
“Sí, lo soy, señor marqués”, interrumpió Pía con calma pero con determinación. “Y lo hice conscientemente. Lo planeé y lo ejecuté”. Sacó una carta doblada del bolsillo de su delantal. “Encontré esto mañana al limpiar los aposentos del Señor de la Mata. Léala, por favor, léala y comprenderá por qué hice lo que hice”.

Alonso leyó la carta, su expresión pasando del shock a la incredulidad y luego al horror. “Dios mío”, murmuró. Manuel leyó la carta a continuación. “Lorenzo había contratado a un mercenario para asesinarte durante la cacería, hermano. Iba a hacer que pareciera un accidente”, dijo a Curro con lágrimas en los ojos. Curro, temblando, leyó el detallado plan. “¿Por qué?”, susurró. “Porque tu existencia amenazaba sus planes de poder y control sobre esta familia”, respondió Pía con tristeza. “Lorenzo era un hombre consumido por la ambición, señor Curro, y habría hecho cualquier cosa… cualquier cosa… para eliminar a quienes se interpusieran en su camino”.
María Fernández, sollozando, añadió: “Pías salvó su vida, don Curro. Ella lo salvó”. Simona, Candela y Loe compartían una mezcla de shock, tristeza y un alivio peligroso. López, más cauteloso, replicó: “Pero matar a alguien, eso no puede estar bien, ¿verdad? Incluso si era para proteger a otro”.
“¿Y qué debía hacer?”, preguntó Pía girándose hacia él. “¿Debía dejar que Lorenzo completara su plan? ¿Debía permitir que un joven inocente fuera asesinado? Intenté pensar en otras opciones, créanme, pero Lorenzo tenía conexiones militares poderosas… La única forma de salvar a Curro era eliminar la amenaza definitivamente”.

Alonso convocó una reunión de emergencia en la biblioteca. Ante todos, se dirigió a Pía con voz grave: “Pía Adarre, tú has confesado haber envenenado deliberadamente a un hombre. Independientemente de las razones, independientemente de lo que él planeaba hacer, esto es homicidio premeditado. ¿Comprendes la gravedad de lo que has hecho?”.
“Sí, señor marqués, comprendo perfectamente”, respondió Pía con dignidad. “Sabía exactamente lo que estaba haciendo cuando coloqué la estrinchina en su coñac. Y si me encontrara nuevamente en la misma situación, volvería a hacerlo. No puedo. No voy a disculparme por salvar la vida de un inocente”.
Manuel intervino apasionadamente: “Padre, ella salvó a mi hermano. Lorenzo era un cáncer en esta familia”. Pero Alonso, con voz cansada, replicó: “Matar, Manuel, matar a sangre fría, envenenar a alguien, eso va contra todo lo que creemos, contra nuestros principios más básicos”.

Curro, con la voz quebrada por la emoción, preguntó: “Pía, usted sacrificó todo por mí. ¿Por qué haría algo así?”. Pía lo miró con afecto maternal: “Porque te he visto crecer, niño. Te he visto sufrir… No iba a permitir que un monstruo te arrebatara el futuro que apenas comenzabas a construir. He dedicado mi vida a proteger a esta familia y eso es exactamente lo que hice”.
La discusión se prolongó durante horas. El dilema moral era profundo: Pía había cometido asesinato premeditado, pero había salvado una vida inocente. ¿Era su acción justificable bajo el principio del mal menor? El médico intervino, recordando su obligación legal de reportar el envenenamiento a las autoridades.
Alonso cerró los ojos, luchando con la decisión más difícil de su vida como marqués. Finalmente, tomó una decisión: “Doctor, el señor de la Mata sufrió un ataque cardíaco fulminante. Eso es lo que dirá su certificado de defunción”. El médico asintió.

“Sin embargo, Pía Adarre”, continuó Alonso, su voz cargada de dolor, “aunque entiendo tus razones y aprecio profundamente tu lealtad hacia esta familia, no puedo ignorar lo que has hecho. Has tomado una vida. Has cruzado una línea que no puede ser cruzada”. Pía asintió con dignidad: “Lo sé, señor Marqués, y estoy preparada para aceptar las consecuencias de mis acciones”.
“Partirás mañana al amanecer hacia el convento de Santa María en Segovia”, dictaminó Alonso. “Allí vivirás en reclusión por el resto de tus días. Es la única manera en que puedo reconciliar la justicia con la misericordia”.
La noticia fue recibida con profunda tristeza. María Fernández sollozó. Curro, con lágrimas corriendo por su rostro, abrazó a Pía: “Usted entregó todo por mí… Literalmente le debo todo”. “Nunca podré agradecerle lo suficiente”. “No necesitas agradecerme”, respondió Pía con voz suave. “Solo necesito que seas feliz, que vivas la vida que Lorenzo intentó quitarte. Esa será mi recompensa”.

Al amanecer, Pía Adarre descendió con una pequeña maleta. Todo el servicio se reunió para despedirse. María Fernández la abrazó con fuerza. “Nunca la olvidaremos, señora Pía”. Curro fue el último en despedirse. “Debo mi vida a usted”, susurró contra su hombro.
Mientras el carruaje que la llevaría al convento se alejaba, todos permanecieron inmóviles, observando hasta que desapareció en el horizonte. Una era había terminado. Pía Adarre, la gobernanta inquebrantable de La Promesa, se había ido, llevándose consigo el peso de un sacrificio que la marcaría para siempre.
Pero la historia no había terminado. Apenas una hora después de la partida de Pía, un mensajero llegó a galope tendido con una carta urgente para el marqués. Lo que Alonso leyó hizo que su rostro palideciera nuevamente. Un mensaje anónimo advertía: “Lorenzo de la Mata no era el único mercenario en su círculo. Leocadia también tiene sus planes, también tiene sus contactos, también está dispuesta a eliminar obstáculos para conseguir lo que desea. El peligro no ha terminado. La serpiente tenía más de una cabeza”.

La paz, anhelada con tanto sacrificio, resultó ser frágil e ilusoria. Una heroína silenciosa había partido al exilio, un villano había sido eliminado, pero la sombra de Leocadia amenazaba con extenderse, sugiriendo que la guerra por La Promesa estaba lejos de terminar. El precio de la justicia, como Pía demostró, a veces se paga con el propio sacrificio. La pregunta que ahora atormentaba a todos era: ¿cuántos más sacrificios serían necesarios antes de que la verdadera paz finalmente llegara a La Promesa?