Un Viento Helado de Secretos y Traición Sacude los Cimientos del Palacio: El Acto Desesperado de Curro que Desencadena una Tormenta Inevitable.
Los muros ancestrales del palacio, testigos silenciosos de intrigas y pasiones desatadas, sintieron cómo un frío gélido recorría sus pasillos. Las últimas luces se extinguían una a una, cediendo paso a sombras danzantes que, en la quietud de la noche, ocultaban el germen de una revelación que estaba a punto de sacudir los cimientos de la existencia de muchos. En el epicentro de esta naciente tormenta, Curro, consumido por una angustia lacerante, contemplaba la inminente boda de Ángela con el odiado Lorenzo de la Mata. La imagen de su amada, vestida de novia para casarse con la crueldad encarnada, era una tortura insoportable, un ardor que consumía su alma. Una urgencia desesperada se apoderó de él; no podía, no permitiría que ese destino sellado se cumpliera.
Impulsado por una determinación nacida del amor y la impotencia, Curro se levantó. Sus puños, apretados con la fuerza de un deseo inquebrantable de proteger a Ángela, parecían encarnar toda la energía que lo impulsaba. Se deslizó sigilosamente por los corredores desiertos, pasando frente a las habitaciones donde aún parpadeaban débiles reflejos. En la cocina, Teresa y Loe, junto a otras criadas, continuaban su labor, ajenas a la tormenta que se gestaba. Curro intentó proyectar una calma fingida, anunciando una salida a la ciudad para “comprar provisiones”. Las miradas de desconfianza fueron respondidas con un encogimiento de hombros y la rápida adquisición de un viejo abrigo, conscientes de la necesidad de no levantar sospechas.
El camino hacia la ciudad, bajo el manto de la noche helada, se sentía hostil, pero cada paso resonaba con la firmeza de una voluntad inquebrantable. Curro se adentró en los callejones más sombríos, esos lugares donde la audacia se disipaba y el miedo reinaba. De repente, una figura emergió de la oscuridad. Un hombre alto, vestido de negro, con una mirada que prometía más peligro que consuelo. “¿Eres el joven que envió el mensaje?”, preguntó con voz grave. “Sí”, respondió Curro, luchando por controlar la respiración. La pregunta siguiente, cargada de un escrutinio implacable: “¿Y qué quieres?”.
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Tras un instante de profunda reflexión, Curro levantó la mirada, su decisión ya forjada en el crisol de su desesperación: “Quiero que te lleves a un hombre lejos. Escóndelo hasta que deje de ser peligroso para Ángela”. El hombre observó a Curro con una mezcla de incredulidad y amusement. “¿Me estás pidiendo que secuestre a un hombre?”. Curro apretó los labios, su voz firme a pesar de la magnitud de su petición: “Sí, a Lorenzo de la Mata”. Una sonrisa seca y calculadora se dibujó en el rostro del hombre, pero Curro no vaciló. Sacó las monedas que había ahorrado durante años, cada una el fruto de un sacrificio arduo. No era suficiente. Entonces, con un gesto que desgarró su alma, desprendió el pequeño reloj de oro, la última reliquia de Eugenia, su único vínculo con un amor verdadero. El hombre tomó el reloj, evaluándolo como un tesoro, y asintió: “Es suficiente. Dos días. En dos días estará en tu poder otra vez, pero por ahora, desaparecerá”.
El regreso al palacio fue marcado por un silencio sepulcral. Nadie notó su ausencia. Curro se dejó caer sobre la cama, incapaz de conciliar el sueño, con la mente atrapada en la inexorable cuenta regresiva de “dos días”. El primer día transcurrió con Lorenzo, ajeno a la red que se tejía a su alrededor, pavoneándose con su habitual arrogancia. El segundo día, sin embargo, trajo consigo un silencio antinatural. Lorenzo no apareció por la mañana, ni a la hora de la comida, ni por la tarde. Los susurros de las criadas se intensificaron, la preocupación crecía, pero solo Curro conocía la verdad: el plan se desarrollaba implacablemente.
Mientras tanto, en un cobertizo abandonado a las afueras de la ciudad, Lorenzo de la Mata se encontraba atado, sucio y temblando. Sus intentos por mantener su postura altiva eran inútiles contra el frío penetrante y el hambre que lo carcomían. El misterioso hombre aparecía dos veces al día, sin ofrecer comida, solo la misma pregunta insistente: “¿Vas a hablar?”. Lorenzo resistía, pero cada hora de cautiverio erosionaba su arrogancia. Al cuarto día, la resistencia cedió. “¿Qué quieres saber?”, murmuró con la voz rota. El secreto de Leocadia, junto con todas las tramas que habían orquestado, fueron finalmente revelados.

En el palacio, Curro observaba el tiempo pasar con el corazón latiendo desbocado, sintiendo el peso de cada mirada, de cada paso de Lorenzo que se alejaba de él. La noticia del cautiverio de Lorenzo llegó al palacio, desatando un torbellino de especulaciones y pánico. Curro comprendió que Lorenzo había hablado más de lo esperado. El secuestrador había obtenido todo lo que deseaba: verdades, secretos, intrigas. A pesar del temblor que recorría su cuerpo, Curro sabía que el momento decisivo estaba al borde. El hombre misterioso le ofreció un pacto: la liberación de Lorenzo a cambio de su confesión total, exponiendo así a Leocadia. Curro, consciente de la magnitud de la elección, aceptó el trato.
Lorenzo, liberado y humillado, corrió a su habitación, empaquetando frenéticamente sus pertenencias en un intento desesperado de huir. Pero el destino ya había tejido su intrincada red. Justo cuando estaba a punto de escapar, la puerta se abrió violentamente. Leocadia apareció, con los ojos desorbitados y la respiración agitada. El palacio era un hervidero de caos y Lorenzo, con una mirada que reflejaba terror y resignación, confesó: “La casa se ha derrumbado, Liadia. Todo ha salido a la luz. Estamos acabados”. Presa del pánico, Leocadia comenzó a empacar apresuradamente lo que podía llevarse, cada gesto delatando su miedo y la conciencia de haber sido descubierta.
En cuestión de minutos, ambos estaban listos para huir, pero el sonido de pasos firmes rompió el silencio. El Sargento Fuentes, acompañado de hombres armados, apareció, implacable y decidido. Lorenzo y Leocadia se sintieron instantáneamente acorralados. Cada paso, cada respiración era un recordatorio de su vulnerabilidad. Alonso hizo su aparición, observando la escena con una mezcla de desprecio e incredulidad. Lorenzo, en un arrebato de pánico, sacó un arma oculta en su maleta y apuntó el revólver contra el marqués, decidido a luchar por su vida y su libertad. Leocadia temblaba a su lado, suplicándole que no empeorara la situación. Fuentes, con una calma glacial, ordenó a Lorenzo que bajara el arma.

La tensión alcanzó un punto insoportable. Cada respiración contenida, cada mirada pesaba como una losa. Lorenzo buscaba desesperadamente una salida, mientras la realidad de las consecuencias caía sobre ellos como una tormenta inminente. Y en ese instante crucial, con los ojos de todos fijos en la decisión que cambiaría el destino de cada uno, un silencio preñado de expectación se abrió paso entre las respiraciones agitadas. Curro, aunque lejos, sentía el peso de cada hilo de esta cadena de acontecimientos, sabiendo que su elección había desencadenado una serie de consecuencias imparables. El futuro de Ángela, Lorenzo, Leocadia y todos los que orbitaban a su alrededor pendía de un hilo.
La noche seguía su curso, silenciosa pero cargada de presagios. Lorenzo y Leocadia, fugitivos en su propio palacio, avanzaban por pasillos ahora convertidos en trampas mortales. Cada puerta, cada esquina, podía ocultar un peligro. El sargento y sus hombres avanzaban con la cautela de depredadores silenciosos, conscientes de que cada movimiento podía ser decisivo. Leocadia aferraba su maleta, su respiración acelerada, mientras Lorenzo la seguía, una mezcla de ira, miedo y desesperación marcando su rostro. Cada habitación atravesada, cada escalón subido, era una prueba de su astucia y determinación. El eco de los pasos del sargento resonaba como una advertencia constante, recordándoles que el tiempo se agotaba. En medio de ese caos, una mirada entre Lorenzo y Leocadia era cargada de una tensión y un miedo profundos, un vínculo oscuro forjado en los secretos más profundos.
Cuando alcanzaron la escalera de servicio, el peligro se sentía más cercano que nunca. Pasos pesados se aproximaban y un instinto primario los impulsó a moverse con mayor celeridad. El corazón en la garganta, la respiración entrecortada. Y entonces, como si el destino decidiera jugar su última carta, Alonso apareció una vez más, un obstáculo imprevisto que amenazaba con aniquilar cualquier posibilidad de escape. Lorenzo, sin dudar, lo agarró, dispuesto a todo para salvarse a sí mismo y a Leocadia. En ese instante, el palacio entero contuvo el aliento. Cada decisión, cada respiración, cada latido del corazón de los protagonistas estaba impregnado de una tensión insoportable. Curro, lejos, imaginaba cada movimiento, consciente de que su audaz elección había desatado una avalancha de eventos imparable. La venganza está cerca, y será devastadora.