SAMUEL EL SACRIFICIO QUE MARCARÁ A MARÍA || CRÓNICAS e HISTORIAS PARALELAS de LaPromesa series
Un amor prohibido que desafía el deber y teje un nuevo destino.
En el corazón de “La Promesa”, donde las promesas son tan frágiles como el cristal y los amores tan intensos como el fuego, una historia de sacrificio y renuncia está a punto de reescribir el destino de sus protagonistas. Nos referimos a la conmovedora e inesperada travesía de María Fernández y el Padre Samuel, un amor que, tras semanas de silencios y miradas cargadas de anhelo, ha decidido irrumpir en el lienzo de lo posible, desafiando las normas, la fe y las expectativas.
A menudo, la narrativa de “La Promesa” nos cautiva con tramas que alimentan nuestra imaginación y nos reconectan con la esencia de los personajes. Sin embargo, la reciente evolución en la relación entre María y Samuel ha dejado a muchos espectadores con un agridulce sabor de boca. Un amor que se percibía puro e inocente, se ha visto envuelto en un manto de dudas y silencios, culminando en un desenlace que para muchos no honra la profundidad de lo que ha florecido entre ellos. Cientos de mensajes nos llegan a diario, implorando por una narración que trascienda lo ya contado, que se atreva a contar lo que los guiones oficiales no se atreven a revelar. Y hemos decidido responder a esa llamada.

Inspirados por la magia de las antiguas radionovelas, donde la voz y la emoción tejían mundos que solo la imaginación podía completar, abrimos una nueva ventana en nuestro canal: “Historias Paralelas”. Estos relatos, aunque se desvíen del guion oficial, están intrínsecamente ligados al universo emocional de “La Promesa”. Son historias que nos nutren, nos reconcilian con los personajes y exploran los senderos que quizás los creadores de la serie nunca recorrerían. Y hoy, nos adentramos en una de ellas, una historia que nace de los sentimientos que todos compartimos al ver esta inolvidable pareja.
Prepárense, porque lo que están a punto de escuchar no es un simple resumen ni un adelanto. Es una narración completamente nueva, gestada desde la empatía colectiva que nos une como espectadores. Agradecemos la colaboración de Eduardo, cuya voz nos guiará a través de esta historia escrita con el corazón. Mi propia apretada agenda de estudios me impide narrarla yo mismo, pero la pasión con la que se ha concebido permanece intacta. Esperamos que disfruten de esta creación, una travesía épica que redefine el amor, el sacrificio y la promesa.
El Alba de una Revolución Personal: Samuel se Desnuda del Sacerdocio

La mañana se despliega en “La Promesa” con una luz suave y serena, un preludio de paz que contrasta con la tormenta interna que azota a María Fernández. En la cocina, el aroma a pan recién horneado y café impregna el ambiente, mientras los criados se mueven con la discreción habitual. Pero María, inmóvil junto a la gran mesa de la cocina, con la mirada perdida y los ojos enrojecidos, es un foco de tensión palpable. La noche ha sido larga, desprovista de sueño, marcada por una imagen recurrente: Samuel, frente a ella, envuelto en una seriedad teñida de tristeza, pero también en una luz interior que quema y la deslumbre. El silencio que ambos han sostenido durante semanas, frágil como un vaso a punto de quebrarse, se cierne sobre ellos. Están enamorados, de ese amor que se intuye sin ser nombrado, un amor marcado por la prudencia y la imposibilidad. Él, un hombre de fe; ella, una sirvienta marcada por las cicatrices de la vida, recelosa de la confianza.
Sin embargo, algo ha cambiado en los últimos días. La mirada de Samuel la busca con una intensidad inusual; su presencia en la puerta de la cocina, como un visitante que duda en entrar, se ha vuelto constante. Y sus conversaciones, incluso sobre nimiedades, provocan en María un temblor interno, una cuerda que se tensa en su interior. Una decisión invisible flota en el aire, aguardando el momento de su caída.
Es entonces cuando los pasos, silenciosos como siempre, anuncian su llegada. Samuel entra, pero esta vez, algo rompe el patrón: no lleva sotana. Viste una sencilla camisa blanca, el cuello ligeramente desabrochado, el cabello ordenado pero sin la rigidez habitual. Ya no parece un hombre de fe, sino simplemente un hombre. Y eso, para María, es más aterrador que cualquier otra cosa.

Se detiene a unos pasos de ella. El silencio inicial se carga de la fatiga de quien ha librado una batalla interna durante toda la noche. “María”, pronuncia ella finalmente, su voz apenas un susurro, la garganta seca.
Él niega suavemente con la cabeza, como pidiendo disculpas por el título. “Hoy no soy padre de nadie. Hoy solo soy Samuel, y he venido porque ya no puedo callarme más.” El corazón de María late desbocado en sus costillas.
Samuel traga saliva, la voz temblorosa a pesar de haber ensayado sus palabras mil veces. “He tomado una decisión, una decisión que va a cambiarlo todo.”

María retrocede instintivamente. “¿Qué? ¿Qué decisión?”
Samuel respira hondo, como si estuviera a punto de cruzar una puerta sin retorno. “Voy a colgar los hábitos. Voy a renunciar al sacerdocio.”
Las palabras se quedan suspendidas en el aire. Él continúa, su voz teñida de una sinceridad desgarradora: “Sé que esto te asusta, a mí también, pero llevo demasiado tiempo viviendo dividido, sirviendo a Dios y al mismo tiempo ocultando lo que siento por ti como si fuera una vergüenza. Y no lo es. Lo que siento no es pecado, es verdad. Una verdad que me ha salvado.”

María se lleva una mano al pecho, su respiración acelerada. “Samuel, tú no puedes hacer eso.”
“Sí puedo”, responde él, su voz firme, dulce. “Y ya lo he empezado a hacer.”
Ella lo mira sin comprender. “¿Cómo que lo has empezado?”

Samuel se acerca despacio, con la delicadeza de quien teme asustar a un pájaro herido. “Esta madrugada he ido al obispado, he pedido la dispensa, he dicho que quiero abandonar el sacerdocio para casarme. El obispo me ha escuchado, me ha mirado como se mira a un hijo que se equivoca y aún así me ha dicho que lo estudiará. Solo falta su firma y yo no voy a echarme atrás.”
María siente un temblor recorrer sus piernas. Semanas de sueños, de fantasías sobre un mundo imposible donde su amor no fuera una condena, se materializan de repente. La realidad, sin embargo, es abrumadora.
Samuel baja la voz, sus palabras acarician el aire. “María, yo te amo y no puedo seguir viviendo sin decirlo. No puedo seguir mirándote desde lejos mientras tú te rompes por dentro, creyendo que esto nunca podrá ser.”

Los ojos de María se humedecen, y sin poder controlarlo, la verdad que ha estado guardando como una piedra en la garganta escapa. “Estoy embarazada.”
Samuel la mira fijamente, no con sorpresa ni reproche, sino con una ternura que casi la exaspera. “Lo sé”, susurra.
“¿Cómo que lo sabes?”

“Porque te conozco. Porque te veo, porque he visto cómo te llevabas la mano al vientre sin darte cuenta, porque te he oído respirar distinto”, sonríe suavemente. “Y porque un hombre que ama se entera antes que los demás.”
María rompe a llorar, pero no es un llanto de desesperación, sino de alivio, como si liberara el peso acumulado durante años. Samuel da un paso más. “Quiero que ese niño tenga una familia. Quiero que tenga paz. Quiero que tenga un hogar que no sea miedo ni secretos. Y quiero que ese hogar lo construyamos tú y yo.”
María respira entrecortado. “Pero ese niño no es tuyo.”

Samuel no parpadea. “No me importa, de verdad, porque será amado y porque tú serás amada, y porque yo he decidido que prefiero un mundo contigo, aunque sea difícil, a seguir viviendo en uno en el que me escondo detrás de una sotana mientras te miro sufrir.”
Ella lo mira con los ojos llenos de lágrimas. “¿Y qué pasa con tu familia? ¿Con tu vida, con tu fe?”
Él se acerca aún más y, por primera vez, le toma las manos. “Mi fe no desaparece porque yo ame, y mi familia ya me perdió una vez cuando entré al seminario. Esta vez no pienso permitir que me pierdan de nuevo. No contigo.”

Un largo y denso silencio se instala entre ellos, solo roto por el suave crepitar del fuego y el murmullo lejano de pasos en el pasillo. María toma aire, preparándose para un salto al vacío. “Samuel, ¿qué quieres de mí?”
Él la mira como quien ha esperado toda la vida una respuesta. “Quiero casarme contigo. Hoy, mañana, cuando tú digas, en una ermita, en una iglesia, en el campo, si hace falta. Pero quiero que seas mi esposa. Quiero que lo que sentimos deje de ser un secreto. Y quiero ir contigo a Madrid a mirar a mis padres a los ojos y decirles: ‘Esta es mi vida y la elijo yo’.”
María cierra los ojos por un instante, permitiendo que aquel futuro imposible, lleno de miedo pero también de esperanza, se dibuje en su interior. Los abre. “Sí.”

Samuel se queda inmóvil. “Sí.”
María se seca las lágrimas con el dorso de la mano y sonríe como no lo hacía en años. “Sí, Samuel, me quiero casar contigo.”
Él exhala el aire contenido y la abraza. No es un abrazo de pasión, sino de salvación, de esos que sanan heridas sin hacer preguntas.

La Promesa se Desmorona y Renace: La Boda y el Exilio Voluntario
La noticia corre como la pólvora por “La Promesa”. Pía, al enterarse, abraza a María con fuerza, sus ojos reflejando la comprensión de quien ha sobrevivido a mucho. “Estás segura?” pregunta, y ante la firme afirmación de María, añade: “Entonces, no se hable más.”
Vera y Teresa llegan con lágrimas en los ojos, declarando la belleza del acontecimiento. María les cuenta los detalles: el obispado, la renuncia, la boda. A pesar del vértigo que les provoca, una alegría extraña las invade, la de ver a una amiga encontrar su camino. Sin embargo, la ausencia de Petra es palpable. Su gesto hosco al cruzarse con ellas en el pasillo, un fruncimiento de labios y una retirada silenciosa, duele, pero esa mañana no es de dolor, sino de abrir puertas a nuevas vidas.

Manuel, informado por Pía, baja a ver a María. Cuando ella le pide que sea su padrino, el señorito duda, sus ojos fijos en el suelo. Piensa en Jana, en la lealtad silenciosa de María, en la injusticia que ha marcado su vida. “Será un honor”, dice finalmente, la voz quebrada por la emoción. “Tu Jana iría feliz a tu lado hoy.” María cierra los ojos, agradecida. Samuel pide que Pía sea madrina, y ella acepta sin titubear.
La ermita elegida, a las afueras, rodeada de olivos, es un remanso de paz. El sol se filtra por una ventana, creando un halo dorado. “La Promesa” entera se vuelca en los preparativos, como si fuera la boda de una marquesa. Flores, encajes, jazmines y azahar llenan el aire de perfume.
María, vestida en una habitación contigua al altar, recibe el consuelo de Vera, Teresa y Pía. “Lo que te está pasando hoy es un regalo, pero también es una decisión valiente”, le susurra Pía, “y a los valientes la vida los prueba. No te asustes si mañana llega la tormenta.” María asiente, tragando saliva. Sin lujos, sin joyas, María es deslumbrante.

Al entrar, Manuel le ofrece el brazo con solemnidad. “Tu Jana iría feliz a tu lado hoy”, susurra. Samuel la espera en el altar, sin sotana, con un traje oscuro, los ojos llenos de luz. El miedo de María se derrite al verlo. El cura anciano oficia la ceremonia, y al momento del “sí quiero”, María siente que el templo entero respira con ella. “Sí, quiero.” Samuel responde con la fuerza de quien elige un destino. “Sí, quiero.” El beso es lento, tembloroso, verdadero.
A la salida, bajo una lluvia de pétalos blancos, el aire huele a azahar y a futuro. Los amigos aplauden. Manuel sonríe emocionado, Pía llora sin tapujos, Vera ríe y llora a la vez, Teresa aprieta las manos como ante un milagro. La ausencia de Petra pesa, pero no empaña la luz.
La despedida de “La Promesa” es larga. María recorre los pasillos como quien se despide de una casa que ha sido tanto cárcel como hogar. Alonso les da permiso para ausentarse, su mirada llena de comprensión: “No sé qué os espera en Madrid, pero sé que aquí siempre tendréis un lugar.” Samuel asiente con respeto. Manuel abraza a María: “Sé feliz de una vez, ¿eh? Ya te toca.” Pía la abraza: “Y recuerda, ninguna duquesa vale más que tú.”

María sonríe con lágrimas en los ojos. Samuel le da la mano y suben al carruaje. Al quedar el palacio atrás, María apoya la cabeza en el hombro de Samuel. “¿Dónde viven tus padres exactamente?”, pregunta él.
Él tarda en responder. “En Madrid, en el Viso, una casa grande, muy grande, no es como La Promesa, es otra forma de mundo.” María se queda callada, adentrándose en terreno peligroso. “¿Crees que me odiarán?”
Samuel mira por la ventanilla. “No lo sé, pero sé que no voy a permitir que te humillen ni que te hagan sentir menos. Puede que al principio te miren como si no pertenecieras a su mundo, pero tú eres más digna que todos ellos juntos.”

María inspira hondo. “¿Y lo del embarazo, de verdad vamos a callarlo?”
Samuel aprieta los labios con dolor. “Solo de momento. Primero quiero que acepten el matrimonio. Si saben lo del niño antes de tiempo, puede estallar un escándalo que nos destruya. Necesitamos entrar allí siendo marido y mujer y luego, con calma, iremos soltando la verdad.”
“Me da miedo mentirles.”

“No es una mentira para dañarlos”, susurra, “es una mentira para protegernos, para protegerlo a él. O a ella.”
María responde con un hilo de voz: “¿Y si no nos creen? ¿Y si lo descubren?”
Samuel la mira con firmeza. “Entonces lucharemos, pero juntos.”

Madrid y el Palacio de las Sombras: El Primer Pulso con los Duques de Winsorheim
El viaje dura varios días, atravesando paisajes y pueblos desconocidos. María, acostumbrada a la rutina de los fogones, siente que el mundo se abre ante ella como un libro inmenso y desconocido. Las noches las pasan en posadas modestas. Samuel se queda a su lado, hablándole de su infancia, de salas gigantes y frías, de institutrices y preceptores, de padres distantes y de retratos de antepasados que parecían vigilar. “En mi casa se hablaba bajito hasta para respirar”, confiesa una noche.
María lo escucha con el corazón apretado. “¿Y tú eras feliz?”

Samuel reflexiona. “Nunca lo supe porque no sabía qué era la felicidad. Creía que el deber era la felicidad hasta que un día me di cuenta de que me estaba apagando.”
“¿Y por eso te hiciste sacerdote?”
“Sí. Quise huir de aquel mundo. Creí que sirviendo a Dios encontraría un sitio donde respirar. Y lo encontré durante un tiempo.”

“¿Y qué pasó?”
Samuel sonríe suave. “Que te encontré a ti.”
Ella baja los ojos, una mezcla de pudor y ternura en su mirada.

Madrid aparece como una marea de piedra: calles enormes, carruajes sin fin, humo, gente que camina deprisa. Y de repente, el palacio Winsorheim emerge entre árboles y verjas de hierro, una isla de otro siglo. El edificio es severo y hermoso, de piedra oscura, tejados verdes brillantes y ventanales que devuelven la luz en colores fríos. No parece una casa, sino un castillo.
Un mayordomo tieso, extranjero en su gesto, los recibe. A María le tiemblan las manos, pero Samuel la agarra fuerte. “Mírame”, susurra, “pase lo que pase dentro, no estás sola.”
El interior huele a madera encerada y flores impecables. El silencio es tan puro que intimida. Cuadros de familiares rubios, de ojos claros y expresión dura, los observan como jueces. Los guían al salón principal, donde, junto a una chimenea, se encuentran los duques. El duque es alto, delgado, con una elegancia fría. La duquesa, de espalda recta, cabello recogido con perfección cansada, y ojos claros donde no cabe el error.

Samuel saluda con educación, pero sin inclinarse demasiado. Un gesto de distancia, de hijo que ya no pide permiso.
La duquesa habla primero, su voz impecable. “Samuel, por fin has regresado.” No es una frase cariñosa, es un acta notarial.
“Madre”, asiente Samuel.

El duque entrecierra los ojos, mirando a María como una pieza extraña en una vitrina. “¿Y quién es esta muchacha?”
Samuel toma aire. “Padre, madre, ella es María Fernández, mi esposa.”
El silencio cae como una piedra. El mundo parece detenerse. La duquesa abre lentamente los labios, sin emitir sonido. El duque mira a Samuel como si le hubiera clavado un puñal. “¿Te has casado?”

“Sí.”
“¿Con criada?”
“Con la mujer que amo.”

La duquesa retrocede con espanto casi teatral. “Samuel, tú…”
Él la interrumpe sin alzar la voz, pero con una firmeza inquebrantable. “He dejado el sacerdocio, he elegido mi vida y he venido a decíroslo mirándoos a la cara.”
El duque aprieta los puños con rabia contenida. María percibe que ese hombre está acostumbrado a mandar sin alzar la voz. “¿Has deshonrado nuestro nombre?”

Samuel sostiene su mirada. “No lo he salvado de la hipocresía.”
El duque se queda en silencio. La duquesa lo mira, asustada de que estalle. Entonces, él habla, no con ira, sino con una calma extraña, peligrosa. “Si estás casado…”
Samuel frunce el ceño. “Sí.”

El duque respira hondo. “Eso significa que habrá descendencia.”
María siente frío en el estómago. La duquesa reacciona, la idea se instala en sus ojos. “Nietos”, susurra, como si fuera la palabra más hermosa del mundo.
Samuel abre la boca para responder, para decir la verdad, para explicar la complejidad de la situación. Pero la duquesa se adelanta. “Bienvenida, María”, dice al fin, “Supongo que ahora formas parte de esta familia.” La frase suena correcta, perfecta, pero la sonrisa no alcanza sus ojos. María siente una vibración extraña en el aire, algo invisible y oscuro se mueve detrás de aquellos muros.

Samuel aprieta su mano. “Gracias, madre.”
El duque se levanta lentamente. “Tendréis una habitación y mañana hablaremos con más calma. El viaje habrá sido largo.” Samuel y María asienten. De pronto, María necesita respirar. El mayordomo los conduce por pasillos aún más fríos, silenciosos y largos. En un tramo, María oye un ruido metálico, una puerta cerrándose lejos y con prisa. Se gira, pero no ve nada.
Samuel se detiene. “¿Qué ocurre?”

“Nada”, susurra ella, pero no termina la frase. Samuel le acaricia la mano. “Lo sé.”
Llegan a una habitación enorme, lujosa, pero opresiva. El mayordomo les indica que su excelencia los espera mañana a las diez. Cierra la puerta, el sonido del cerrojo retumba como un aviso. María mira alrededor. El lujo, la limpieza, el orden perfecto, no la tranquilizan.
Samuel se acerca por detrás y la abraza. “Ya estamos aquí.”

“Samuel”, dice María, apoyando la cabeza en su hombro, “siento que estoy en una casa donde los cuadros te vigilan.”
Él suelta una risa breve y amarga. “Porque es exactamente eso. Aquí nadie vive para sí mismo. Todos viven para la dinastía.”
María respira hondo. “¿Y si mañana nos preguntan por el niño?”

Samuel se queda en silencio. “Mañana diremos que estás cansada, que el viaje te ha afectado. Si preguntan, sonreímos. Nada más.”
María asiente, tragando saliva. Siente una punzada en el vientre y se lleva la mano instintivamente. Samuel lo nota. “¿Estás bien?”
“Sí, solo nervios.”

Samuel le besa la frente. “Descansa, mañana será otro día de batalla.”
María se deja caer en el borde de la cama. La luz de la tarde entra azulada, fría. Samuel va hacia la ventana y se queda completamente quieto. “¿Qué pasa?”, pregunta María.
Samuel tarda en contestar, como si hubiera visto un fantasma. “Nada”, susurra. “Creía haber oído…” No termina. María frunce el ceño. “¿Haber oído qué?”

Samuel niega con la cabeza, apartando un recuerdo, una voz de antes. “Supongo que es el cansancio.” Pero María sabe, por primera vez, que en aquella casa no solo se enfrentan al rechazo. Se enfrentan a algo más, algo que Samuel había dejado atrás y que ahora parece despertarse.
La Noche de las Revelaciones y las Promesas Encubiertas
Esa noche, cuando el palacio se sume en el silencio, María tarda en dormirse. Siente que algo no encaja. La aceptación de los duques ha sido demasiado rápida. No la han mirado con ternura ni con simple educación, sino con cálculo, como si ella fuera un medio para un fin. Samuel duerme a su lado, pero su sueño no es tranquilo. Murmulla cosas en voz muy baja, quizás en alemán, como quien lucha con un recuerdo.

María se incorpora para mirarlo y entonces oye pasos fuera, pasos lentos, no de servicio, de alguien que no quiere ser visto. Oye una puerta abrirse y cerrarse. Luego, silencio. María se queda quieta, tensa. Mira a Samuel, que no se despierta, pero una gota de sudor frío le perla la frente. María traga saliva, diciéndose a sí misma que son nervios, pero no lo son. Porque en la casa Winsorheim, cuando cae la noche, nunca se camina sin motivo. Y mañana, al amanecer, descubrirán por qué.
Hasta aquí llega este capítulo uno de “Historias Paralelas”. Lo que viene después será más peligroso, más oscuro y más grande de lo que María imagina. Porque los duques de Winsorheim no aceptaron a María por amor, la aceptaron por interés. Y cuando el interés se vuelve hambre, la casa entera empieza a mostrar los dientes.
Esperamos que hayan disfrutado y se hayan emocionado con esta hermosa historia paralela, escrita con mucho cariño para ustedes. Soy Gustav, y me despido con un gran beso apretado.