LA PROMESA: URGENTE: María PIERDE el BEBÉ tras CAÍDA y Samuel CULPA a Leocadia
Un drama desgarrador sacude los cimientos del palacio; la felicidad se desmorona en un torbellino de dolor y acusaciones.
Lo que están a punto de presenciar en “La Promesa” es una de las tragedias más devastadoras que jamás hayan golpeado los muros de este palacio. Una historia donde la felicidad se transforma en pesadilla en cuestión de segundos, donde un amor puro es destrozado por la maldad encapuchada, y donde un grito de terror cambia para siempre el destino de dos almas que solo querían construir una familia. Después de tantos obstáculos superados, después de tantas batallas ganadas contra el prejuicio y la incomprensión, María Fernández y el Padre Samuel finalmente habían encontrado un momento de paz, un respiro en medio de la tormenta que había sido su romance prohibido. Pero esa paz estaba a punto de ser destrozada de la manera más brutal posible, porque en “La Promesa”, queridos espectadores, la felicidad nunca dura demasiado, y cuando las sombras deciden atacar, lo hacen sin piedad, sin remordimiento, sin dejar nada más que dolor y devastación a su paso.
Una mañana de sol, un futuro prometedor… truncado por la tragedia.
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Todo comienza en una mañana que parecía sacada de un sueño. La luz del sol iluminaba los corredores de “La Promesa” con un resplandor dorado, y María Fernández nunca había estado tan radiante. Con cinco meses de gestación, la criada caminaba por los pasillos con una mano protectora sobre su vientre, acariciando esa pequeña vida que crecía dentro de ella. El brillo en sus ojos, esa sonrisa que no podía borrar, lo decían todo. “Nunca he sido tan feliz en toda mi vida”, afirmaba con una serenidad que prometía un futuro dichoso. Después de todo el sufrimiento y la incertidumbre, finalmente habían llegado a un lugar de esperanza y un futuro prometedor.
Simona y Candela habían preparado un almuerzo especial para María en la cocina, compartiendo su alegría. “Vas a ser una madre maravillosa, María”, había dicho Simona abrazando a su amiga. “Ese bebé va a ser el más amado de todo el palacio”. Candela añadió entre risas: “¡Y el más mimado! Entre todas nosotras, ese niño no podrá dar un paso sin que alguien lo esté cuidando”. López se unió con su humor característico, bromeando sobre las recetas especiales que prepararía cuando el bebé naciera. Era un momento perfecto de felicidad compartida, pero mientras celebraban, algo oscuro se movía en la sombra.
La sombra acecha: una figura encapuzada siembra el terror.

Desde las escaleras superiores, una figura encapuzada observaba cada movimiento de María con ojos fríos y calculadores. Vestida completamente de negro, esta sombra seguía a la criada embarazada con la precisión de un depredador. Pía pasó por el corredor y sintió un escalofrío inexplicable. Se detuvo mirando alrededor con inquietud, pero no vio nada fuera de lo común. “Debo estar cansada”, murmuró, sacudiendo la cabeza. Pero ese presentimiento no era infundado. Algo terrible estaba a punto de desatarse.
Al final de la tarde, Pía asignó a María una tarea aparentemente simple: llevar toallas limpias a los aposentos del segundo piso. Era algo rutinario que María había hecho cientos de veces. Conocía cada escalón de “La Promesa” como la palma de su mano. Pero esta tarde era diferente. María tomó el cesto de ropa y comenzó a subir las escaleras principales. Cuando llegó a la mitad, sintió algo que aceleró su corazón: una presencia. Alguien estaba detrás de ella. Se giró rápidamente, con el corazón latiéndole en el pecho, pero no había nadie. El corredor inferior estaba vacío, solo las sombras danzaban en las paredes. “Debe ser mi imaginación”, susurró María. Sacudió la cabeza y continuó subiendo, pero la sensación se intensificaba con cada escalón.
Cuando llegó a la cima de la escalera, se detuvo para recuperar el aliento. El embarazo la hacía cansarse más fácilmente. Fue entonces cuando sucedió. Pasos rápidos resonaron detrás de ella. Antes de que pudiera voltear, una figura vestida de negro emergió de las sombras. El cesto salió volando, las toallas cayendo por las escaleras.

“¿Quién está ahí? ¿Qué quieres?”, gritó María, sus manos protegiendo instintivamente su vientre. Pero la figura no respondió, solo extendió sus manos enguantadas y con fuerza brutal la agarró por los hombros. Y entonces, empujó.
El grito que rasgó el alma del palacio.
El grito de María resonó por todo el palacio. Su cuerpo perdió el equilibrio y comenzó a caer escaleras abajo. ¡Tump! Su espalda golpeó el primer escalón. ¡Tumb! Su cadera contra el segundo. ¡Tumb! Su hombro contra el tercero. Cada impacto era un golpe no solo contra su cuerpo, sino contra la vida que llevaba dentro. María intentaba proteger su vientre mientras rodaba, pero era imposible controlar la caída.
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Simona estaba en el corredor inferior cuando escuchó el grito. Su corazón se detuvo. Cuando se giró hacia las escaleras, vio el cuerpo de María cayendo, rodando contra los escalones. “¡María, no!”, corrió como nunca había corrido. ¡Tump! María golpeó el último escalón y quedó inmóvil. La mancha roja que se expandía por su vestido hizo que Simona sintiera que el mundo se terminaba. “¡Sangre! ¡Ha sangre!”, exclamó. “María, por Dios, ¡María!”. Simona cayó de rodillas junto a su amiga.
María estaba consciente, sus ojos llenos de dolor. “Mi bebé”, susurró con voz rota. “Por favor, Dios, ¡mi bebé, salven a mi bebé!”. Candela y Lope llegaron corriendo, paralizados de horror. “¡Hay que buscar al médico!”, gritó Lope. “¡Ahora, rápido!”. Un lacayo salió corriendo escaleras arriba. La figura encapuzada observó la escena dos segundos más y entonces desapareció silenciosamente en los corredores oscuros.
Samuel, devastado: la culpa recae sobre Leocadia.

Samuel estaba en el jardín rezando cuando escuchó los gritos. Algo en su corazón supo que era María. Corrió hacia el palacio y cuando llegó al vestíbulo, la escena destrozó su alma. María, siendo cargada por Manuel y Curro, dejaba un rastro de sangre en el mármol. “¡María, María, resiste!”, el grito de Samuel fue desgarrador. “¿Qué pasó? ¿Qué le pasó?”. Manuel, con el rostro grave, respondió: “Alguien la empujó por las escaleras, Padre Samuel. Fue un ataque”. Las palabras golpearon a Samuel como un puñetazo. Alguien había atacado a María, a la madre de su hijo.
Colocaron a María en una cama preparada por Pía. Samuel se arrodilló a su lado, tomando su mano. “María, mi amor, resiste. El médico viene. Todo va a estar bien. Tú y el bebé van a estar bien”. Pero las palabras sonaban huecas. María abrió los ojos y tocó su mejilla. “Samuel, nuestro bebé, por favor, salva a nuestro bebé”. “Los dos van a sobrevivir”, sollozó Samuel, apretando su mano. “Los dos”.
El médico llegó después de veinte minutos. Era el Dr. Hernández, quien palideció al ver a María. “Todos fuera”, ordenó. “Necesito espacio”. Samuel se negó a moverse. “No voy a dejarla”. El doctor lo miró con compasión, pero con firmeza. “Si quiere que haga todo lo posible, necesito trabajar sin distracciones”. Manuel arrastró a Samuel fuera. En el corredor, Samuel se derrumbó, sollozando descontroladamente. Curro se sentó a su lado en silencio, compartiendo el dolor.

Después de cuarenta minutos, el doctor salió. Su expresión lo decía todo. Samuel se puso de pie. “¿Cómo están? ¿María? ¿El bebé?”. El Dr. Hernández respiró profundamente. “Padre Samuel, lamento profundamente decirles esto. Hice todo lo que pude, pero el trauma fue demasiado severo. María perdió al bebé hace diez minutos”. El mundo se detuvo. Samuel gritó, un aullido primitivo de dolor absoluto. Sus piernas cedieron y cayó al suelo, sollozando violentamente. “¡No, no puede ser verdad!”.
Pía, llorando, se arrodilló junto a él. Pero, ¿cómo se consuela a un padre que perdió a su hijo? “Padre Samuel”, dijo Pía con voz temblorosa, “lo necesita. María está despierta y sabe. Necesita estar con usted”. Samuel se puso de pie con esfuerzo y entró a la habitación. María estaba de lado, mirando la pared, temblando. Ni siquiera lloraba audiblemente, solo temblaba. “María”. Samuel apenas podía hablar. “Mi amor, yo…”
Ella se giró hacia él y sus ojos estaban completamente vacíos. Era como mirar a una persona cuya alma había sido arrancada. “Nuestro bebé se fue, Samuel”, dijo con voz monótona. “Alguien… alguien mató a nuestro bebé. Alguien nos lo quitó antes de que pudiéramos conocerlo, antes de que pudiéramos escuchar su primer llanto, antes de que pudiéramos ver su primera sonrisa. Nos robaron nuestro futuro”. Y entonces, se desmoronó. El llanto que había estado conteniendo explotó como una represa rota y se lanzó hacia Samuel, quien la recibió en sus brazos. Ambos lloraban con una intensidad que parecía capaz de destrozar el mundo. Dos almas unidas en el dolor más profundo que un padre y una madre pueden experimentar. No había palabras de consuelo que pudieran sanar esta herida. Solo había dolor compartido, pérdida compartida. Una tragedia que los había golpeado con crueldad inimaginable.
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Afuera de la habitación, Simona, Candela y Lope estaban abrazados, los tres llorando silenciosamente. Habían esperado tanto la llegada de ese bebé, habían celebrado tanto esa nueva vida y ahora todo había terminado antes de comenzar. “¿Quién haría algo así?”, sollozó Candela. “¿Qué clase de monstruo empujaría a una mujer embarazada por las escaleras?”. Nadie tenía respuesta. Pero una cosa estaba clara: alguien en “La Promesa”, o alguien con acceso al palacio, era un asesino. Un asesino de bebés no nacidos, un asesino sin conciencia ni humanidad.
Don Alonso exige respuestas: una investigación desesperada.
Don Alonso, al enterarse de la tragedia, convocó inmediatamente a todos los habitantes del palacio al salón principal. Su rostro, normalmente sereno, estaba transformado por la furia y la determinación. Cuando todos estuvieron reunidos: nobles, invitados, criados, lacayos, absolutamente todos, Don Alonso habló con una voz que resonaba con autoridad absoluta.

“Lo que le sucedió a María Fernández esta tarde no fue un accidente, fue un intento deliberado de asesinato, una cobardía imperdonable cometida contra una mujer inocente y su bebé nonato. Quiero saber quién estaba en el corredor superior en el momento del ataque. Quiero nombres, quiero testimonios, quiero respuestas, y las quiero ahora.”
El silencio que siguió fue absoluto y tenso. Manuel se adelantó, asumiendo el rol de interrogador. Con metodicidad y paciencia, comenzó a cuestionar a cada persona presente. “¿Dónde estabas entre las 5 y las 6 de la tarde? ¿Viste a alguien en las escaleras principales? ¿Notaste algo inusual?”. Pero algo extraordinariamente extraño emergió de todos estos interrogatorios. Nadie había visto a la figura encapuzada. Era como si el atacante fuera un fantasma, una aparición que existía solo para María y para nadie más.
Curro, determinado a encontrar alguna pista física, subió a examinar las escaleras donde había ocurrido el ataque. Con ojos entrenados y atención meticulosa, inspeccionó cada escalón, cada rincón, cada centímetro de las paredes adyacentes y entonces lo encontró. Un pequeño fragmento de tela negra enganchado en un clavo que sobresalía ligeramente de la pared. El tejido era fino, casi sedoso, definitivamente de alta calidad.

“Manuel, ven a ver esto”, llamó Curro. Manuel examinó el fragmento de tela con atención. “Esto no es tela de servicio. Es demasiado fina, demasiado cara. Esto es tela que usaría alguien de la nobleza”. Petra Arco, quien había estado observando la investigación con una atención inusualmente intensa, se acercó y examinó el tejido. Su rostro se puso pálido. “Tejido como este”, murmuró casi para sí misma, “solo lo usan personas de cierto nivel social. No es algo que cualquiera pueda conseguir”.
Manuel se giró hacia ella. “Petra, si sabes algo, tienes que decirlo. Una mujer perdió a su bebé. Un bebé inocente está muerto. Si tienes información que pueda ayudarnos a encontrar al responsable…”
Petra miró alrededor nerviosamente, como si temiera que alguien pudiera escucharla. Finalmente, bajando la voz, dijo: “Señor Manuel, hay solo una persona en este palacio que tendría motivos para atacar a María. Una persona que odia ver felicidad donde ella misma no puede tenerla. Una persona que…” Se detuvo, mordiéndose el labio.
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“¿Quién, Petra? ¿Quién?”, insistió Manuel.
“Leocadia”, susurró finalmente. “Doña Leocadia tenía un odio particular hacia cualquier cosa que considerara inmoral. Y un sacerdote teniendo un hijo. Ella ha comentado muchas veces que era una afrenta a Dios y a la sociedad”.
Manuel y Curro intercambiaron una mirada significativa. Leocadia, por supuesto, la mujer que había causado tanto dolor, tanto sufrimiento. Pero había un problema: Leocadia supuestamente había estado confinada en sus aposentos durante toda la tarde, recuperándose de su reciente colapso nervioso. ¿Podría haber sido ella la figura encapuzada, o habría ordenado a alguien más que lo hiciera?

La confesión devastadora: Ángela y Lorenzo, la pieza que faltaba.
Los días siguientes fueron una pesadilla de dolor e investigación. María permanecía en cama, físicamente recuperándose, pero emocionalmente destrozada. Apenas hablaba, apenas comía, apenas parecía estar realmente presente. Samuel pasaba cada momento posible a su lado, sosteniéndola, rezando, tratando de encontrar palabras de consuelo que simplemente no existían. Pero algo estaba cambiando en Samuel. El padre gentil, compasivo y paciente, estaba siendo consumido por algo oscuro y primitivo: la necesidad de justicia. No más que justicia, la necesidad de venganza. Cada vez que miraba a María, cada vez que veía ese vacío en sus ojos, algo dentro de él se endurecía un poco más.
Cuando llegó el domingo siguiente y Samuel debía dar la misa en la capilla del palacio, todos esperaban que tal vez cancelara el servicio, pero no lo hizo. De hecho, insistió en realizarlo. Y cuando llegó el momento, con toda la familia Luján presente, con miembros del personal, con invitados y visitantes, Samuel subió al púlpito con una expresión que nadie le había visto antes.

“Hermanos y hermanas”, comenzó, pero su voz no tenía la calidez habitual. Había acero en ella, filo, furia contenida. “Hoy no voy a hablarles sobre la misericordia de Dios. No voy a hablarles sobre el perdón. Hoy voy a hablarles sobre algo mucho más urgente: el demonio que camina entre nosotros.”
El silencio en la capilla se volvió absoluto. Todos estaban en shock ante el tono del normalmente apacible sacerdote. “Sí, escucharon bien. Hay un demonio en ‘La Promesa’. Un demonio que viste ropas finas, que se esconde detrás de sonrisas falsas y modales refinados. Un demonio que asesinó a un bebé inocente. A mi bebé. Al bebé de María Fernández, un demonio que calculó fríamente cómo destruir una vida antes de que siquiera pudiera comenzar.”
Manuel intentó intervenir suavemente. “Padre Samuel, quizás deberíamos…”, pero Samuel lo cortó con un gesto brusco. “No, no voy a callarme, ¡no más! Durante semanas he guardado silencio mientras este demonio causaba dolor. Pero se acabó. Mi hijo está muerto, un bebé inocente que nunca conocerá la luz del sol, que nunca escuchará la voz de su padre, que nunca sentirá el abrazo de su madre. Y no voy a quedarme callado ante esta injusticia”. Se giró y señaló directamente hacia el área de invitados nobles. “Yo sé quién destruyó a mi familia. Fue Leocadia Figueroa.”
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El nombre resonó en la capilla como un trueno. Todos se giraron para mirar hacia donde Samuel estaba señalando. Aunque el asiento estaba vacío, Leocadia no había asistido a la misa ese día, pero eso no detuvo a Samuel. Su voz se elevó aún más, llena de furia justa y dolor convertido en acusación. “¡Esa mujer, esa víbora venenosa, ha estado manipulando y destruyendo vidas desde que llegó a este palacio y ahora ha llegado tan lejos como para matar a un niño nonato! ¡A mi hijo!”.
“Padre Samuel”, intervino Don Alonso, poniéndose de pie, tratando de traer algo de orden a la situación. “Leocadia ha estado prácticamente exiliada en sus aposentos. No ha salido en días. No pudo haber sido ella.”
“¿Exiliada?”, Samuel casi escupió la palabra. “¿Exiliada en su habitación con todas las comodidades, con su mayordomo personal Cristóbal a su servicio, con capacidad de enviar y recibir correspondencia? Eso no es exilio. Y aunque no fuera ella físicamente quien empujó a María, ella tiene cómplices. Alguien en este palacio actuó bajo sus órdenes. Alguien hizo su trabajo sucio mientras ella se mantenía inocente en su habitación.”

Ángela, quien estaba sentada en uno de los bancos laterales, se había puesto completamente pálida. Sus manos temblaban visiblemente y parecía al borde del desmayo. Vera, quien estaba cerca, notó su reacción y puso una mano en su hombro en gesto de apoyo. Pero Samuel no había terminado. “Leocadia Figueroa es una asesina y si la justicia de los hombres no la alcanza, entonces que la justicia de Dios caiga sobre ella con todo su peso. Porque yo, como padre de ese niño asesinado, juro ante este altar sagrado que ella pagará por lo que hizo. Ella y cualquiera que la haya ayudado, pagarán.”
Con esas palabras, Samuel bajó del púlpito y salió de la capilla con pasos pesados, dejando atrás una congregación completamente conmocionada. Nunca habían visto a un sacerdote así. Nunca habían visto a Samuel así. El hombre gentil había sido reemplazado por un padre destrozado que clamaba por justicia, por venganza, por retribución.
Después de esa misa explosiva, Petra buscó a Samuel en privado. Lo encontró en el jardín, sentado en un banco de piedra con la cabeza entre las manos. “Padre Samuel”, dijo ella suavemente, acercándose con cautela. “Necesito hablar con usted. Hay algo, hay algo que debía haber dicho antes y que Dios me perdone por haber guardado silencio hasta ahora.”

Samuel levantó la cabeza y Petra casi retrocedió ante la intensidad de su mirada. “¿Qué es, Petra? Si sabes algo sobre quién mató a mi hijo, dímelo ahora.”
Petra se sentó a su lado, juntando las manos nerviosamente en su regazo. “Tres días antes del ataque a María, yo intercepté una carta. Una de mis tareas es supervisar la correspondencia que entra y sale del palacio y, a veces, reviso cartas que parecen sospechosas.” Respiró profundo. “Esta carta en particular me llamó la atención porque estaba siendo entregada de manera muy secreta, casi clandestina, por un mensajero que no era de los habituales.”
Samuel se inclinó hacia adelante, cada músculo tenso. “¿De quién era la carta?”.
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“Era de Leocadia”, dijo Petra, y vio cómo los ojos de Samuel se encendían con furia renovada. “La reconocí por su caligrafía distintiva. He visto suficiente correspondencia suya para identificarla, sin duda. Saqué un papel doblado de mi delantal. Hice una copia del contenido antes de entregar la original. Pensé que podría ser importante, pero no imaginé que…” Su voz se quebró. “No imaginé que llevaría a algo tan horrible.”
Samuel tomó el papel con manos temblorosas y lo desdobló. Las palabras que leyó hicieron que su sangre hirviera. “La situación con la criada embarazada se ha vuelto insoportable. Es una afrenta a Dios, a la moral y al orden natural de las cosas. Un sacerdote, teniendo un hijo ilegítimo, mancha la reputación de todos los que vivimos en este palacio. Esta situación debe ser impedida a cualquier costo. Tú sabes lo que debes hacer. No falles.”
“¿A quién estaba dirigida esta carta?”, preguntó Samuel con voz peligrosamente calmada.

“Esa es la parte extraña”, respondió Petra. “No tenía nombre del destinatario en el sobre. Solo decía ‘para quien debe actuar’. Pero la carta fue entregada específicamente en…” Se detuvo, mordiéndose el labio.
“¿En dónde, Petra?”, inquirió Samuel.
“En los aposentos de Ángela”, susurró. “La carta fue dejada en la habitación de la hija de Leocadia.”

Antes de que Samuel pudiera responder, antes de que pudiera procesar completamente esta información devastadora, la puerta del jardín se abrió bruscamente y Ángela entró corriendo, con el rostro empapado en lágrimas y respirando agitadamente. “Era para mí”, sollozó. “La carta era para mí. Mi madre me envió esa carta ordenándome que hiciera algo horrible.”
Samuel se puso de pie tan rápidamente que Petra dio un salto. “¿Qué? ¿Fuiste tú? ¿Tú empujaste a María?”.
“¡No!”, Ángela gritó, cayendo de rodillas. “Yo no lo hice. Lo juro por todo lo sagrado. Yo jamás haría algo así.” Las lágrimas corrían por su rostro en torrente. “Cuando recibí la carta de mi madre, no podía creer lo que estaba leyendo. Me ordenaba, me ordenaba que encontrara una manera de corregir la situación. Decía que era mi deber moral, que María estaba manchando el nombre de la familia, que un sacerdote con un hijo bastardo era una vergüenza que no podíamos permitir.” Se limpió las lágrimas frenéticamente. “¡Pero yo la quemé! En cuanto terminé de leerla, la quemé en la chimenea de mi habitación. No quería tener nada que ver con las malvadas instrucciones de mi madre.”
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Samuel la miró intensamente, tratando de determinar si estaba diciendo la verdad. “Si no fuiste tú, entonces, ¿quién?”.
Ángela sollozó aún más fuerte. “Yo… yo cometí un error terrible. Estaba tan perturbada después de leer la carta que se lo conté a Lorenzo. Pensé que él podría aconsejarme, decirme cómo rechazar las órdenes de mi madre sin causar más problemas.” Su voz se quebró completamente. “Pero no me di cuenta. No entendí que Lorenzo…”
“¿Lorenzo?”, preguntó Petra con los ojos muy abiertos. “¿Él estaba en el palacio el día del ataque?”.

“Sí”, confirmó Ángela entre sollozos. “Vino a visitarme esa tarde. Yo le había contado sobre la carta de mi madre el día anterior y él… él parecía tan comprensivo, tan solidario, dijo que entendía mi angustia. Pero ahora, ahora me doy cuenta.” Levantó la vista hacia Samuel con ojos llenos de horror y culpa. “Lorenzo fue quien empujó a María. Él fue la figura encapuzada. Él actuó siguiendo las órdenes que mi madre me dio a mí, órdenes que yo rechacé, pero que estúpidamente le revelé a él.”
El horror de la revelación cayó sobre todos como un peso físico. Lorenzo de la Mata, el padre biológico de Curro, el hombre que había sido parte de tantas manipulaciones y mentiras… por supuesto que él sería capaz de algo así. Por supuesto que él actuaría como el arma asesina de Leocadia.
Samuel comenzó a temblar, no de miedo, sino de furia absoluta. “Lorenzo de la Mata”, repitió, saboreando cada sílaba con odio puro. “¿Dónde está ese monstruo ahora?”.

Manuel, quien había entrado al jardín al escuchar la conmoción, respondió: “Desapareció del palacio inmediatamente después del ataque a María. Nadie lo ha visto desde entonces.” Se giró hacia Ángela. “¿Sabes dónde podría estar?”.
Ángela negó con la cabeza. “Tiene varias propiedades, podría estar en cualquiera de ellas, pero…” Pensó por un momento. “…su favorita es una finca rural en las afueras de Córdoba. Es aislada, privada. Si quisiera esconderse, probablemente estaría allí.”
“Entonces, allí es donde lo encontraremos”, dijo Manuel con determinación. “Voy a contactar a la Guardia Civil inmediatamente. Lorenzo de la Mata será arrestado por intento de asesinato.”
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Curro, quien también había llegado al jardín, añadió: “Yo voy con ellos. Ese hombre puede ser mi padre biológico, pero después de esto, quiero verlo encerrado con mis propios ojos.”
Samuel se giró hacia Ángela, quien todavía estaba de rodillas, sollozando. Parte de él quería culparla. Parte de él quería gritarle por haber confiado en Lorenzo, por haber revelado los planes de Leocadia. Pero viendo su rostro completamente destrozado por la culpa y el arrepentimiento, no pudo hacerlo.
“Levántate, Ángela”, dijo finalmente, ofreciéndole su mano.

Ella lo miró con sorpresa. “Padre Samuel, levántate”, repitió. Y esta vez, ella tomó su mano y se puso de pie. “Tú no empujaste a María. Tú rechazaste las órdenes de tu madre. Cometiste un error al confiar en Lorenzo, pero no eres responsable de sus acciones.”
“Pero si yo no le hubiera contado…”, comenzó Ángela.
“Entonces Leocadia habría encontrado otra manera, otro peón”, interrumpió Samuel. “Esa mujer es maligna, Ángela. Habría conseguido que alguien más hiciera su trabajo sucio. No te culpo a ti.” Se giró hacia todos los presentes. “Pero a Leocadia y a Lorenzo, a ellos jamás los perdonaré. Y si la justicia humana no es suficiente, entonces que la justicia divina los alcance.”

Esa noche, Samuel visitó a María en su habitación de recuperación. Ella estaba sentada en la cama, mirando por la ventana hacia el jardín oscuro con expresión vacía. Cuando Samuel entró, ella ni siquiera se giró.
“María”, dijo él suavemente, acercándose y arrodillándose junto a la cama. “Amor mío, necesito decirte algo.” Finalmente, ella lo miró y esos ojos vacíos casi hicieron que Samuel perdiera su determinación. “Hemos descubierto quién… quién te atacó.” Vio cómo algo se movía en esos ojos muertos. Un destello de algo que podría ser esperanza, o quizás solo sed de justicia. “Fue Lorenzo de la Mata actuando bajo órdenes de Leocadia Figueroa.”
María cerró los ojos y una lágrima solitaria rodó por su mejilla. “Lo sabía”, susurró. “En lo profundo de mi corazón, sabía que ella estaba detrás de esto.”
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Samuel tomó sus manos entre las suyas. “María, mi amor, te hago una promesa solemne aquí y ahora. Nuestro bebé no morirá en vano. Leocadia y Lorenzo pagarán por este crimen hediondo. Lo juro por Dios. Lo juro por el alma de nuestro hijo. Lo juro por todo lo que es sagrado.” Su voz se quebró. “Aunque tenga que dejar el sacerdocio, aunque tenga que manchar mis propias manos, aunque tenga que renunciar a mis votos, ellos pagarán.”
María lo miró fijamente, estudiando su rostro. Podía ver la transformación que había ocurrido en él, el cambio del hombre gentil que conocía al guerrero furioso que estaba frente a ella ahora. Y parte de ella estaba aterrada por ese cambio. Pero otra parte, otra parte estaba agradecida.
“Samuel”, dijo ella suavemente, levantando una mano para tocar su mejilla. “No dejes que el odio te consuma como los consumió a ellos. Sí, quiero justicia. Quiero que paguen por lo que nos hicieron, por lo que le hicieron a nuestro bebé, pero no quiero que te pierdas a ti mismo en el proceso.”

Samuel presionó su rostro contra la palma de su mano, cerrando los ojos. “No sé si puedo ser el hombre que era antes, María. Ese hombre murió en las escaleras junto con nuestro hijo.”
“Entonces, sé un hombre nuevo”, susurró María. “Un hombre que busca justicia, pero que no pierde su alma en el proceso. Prométeme eso, Samuel. Prométeme que no te convertirás en el monstruo que estás cazando.”
Hubo un largo silencio. Finalmente, Samuel asintió lentamente. “Lo intentaré, mi amor. Por ti, lo intentaré.”

Afuera de la habitación, Pía estaba consolando a Simona, Candela y Lope, quienes todavía estaban completamente devastados por la pérdida. El dolor en sus rostros era palpable, real, insoportable. “Todavía no puedo creerlo”, sollozaba Candela, limpiándose las lágrimas con su delantal. “Ese bebé, ese pequeño angelito que nunca llegó a nacer, que nunca conoció este mundo.”
“Lorenzo de la Mata”, escupió Lope con veneno puro en su voz. “Si alguna vez pongo mis manos en ese maldito bastardo, la justicia se encargará de él”, dijo Pía firmemente, aunque sus propios ojos estaban rojos e hinchados de tanto llorar. “Manuel ya contactó a las autoridades competentes. Lo encontrarán y lo encerrarán por el resto de su miserable vida.”
“¿Y Leocadia?”, preguntó Simona. “¿Qué pasará con ella? Ella fue quien ordenó todo esto.”
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Pía apretó la mandíbula. “Esa es una buena pregunta. Probar que ella dio las órdenes será más difícil. La carta que Petra interceptó es evidencia, pero Leocadia podría argumentar que fue falsificada o malinterpretada.”
“Entonces se saldrá con la suya”, dijo Candela amargamente. “Como siempre, los nobles siempre se salen con la suya.”
“No, esta vez”, una voz profunda resonó detrás de ellos. Se giraron para ver a Don Alonso acercándose por el corredor con Manuel a su lado. “No, esta vez”, repitió Don Alonso. “Aunque Leocadia fue mi amiga, aunque fue la confidente de mi difunta esposa Cruz, no puedo y no voy a protegerla de esto. Ha ido demasiado lejos.” Se giró hacia Pía. “Mañana por la mañana quiero que Leocadia sea informada de que ya no es bienvenida en ‘La Promesa’. Tiene hasta el mediodía para recoger sus pertenencias y abandonar la propiedad. Y si intenta resistirse, si intenta negarse, la haré expulsar por la fuerza si es necesario.”

Simona, Candela y Lope se miraron entre sí con expresiones de alivio mezclado con satisfacción. Finalmente, finalmente, Leocadia recibiría algo de lo que merecía.
Pero esa misma noche, en sus aposentos privados, Leocadia estaba lejos de estar derrotada. Cristóbal estaba con ella, informándole de todo lo que había descubierto. “Así que Lorenzo ha sido identificado”, dijo Leocadia con voz fría, sin mostrar ninguna emoción. “El imbécil dejó evidencia. Siempre supe que era un incompetente.”
“Mi señora”, dijo Cristóbal con cautela. “Hay más. Don Alonso planea expulsarla del palacio mañana.”

Leocadia se rió, una risa amarga y sin humor. “Expulsarme, después de todo lo que hice por Cruz, después de todos mis años de amistad con esta familia…” Se giró hacia la ventana, mirando hacia los jardines oscuros del palacio. “Muy bien, me iré, pero esto no ha terminado. Cristóbal, ¿me escuchas? Esto está lejos de terminar.”
“¿Qué quiere que haga, mi señora?”, preguntó Cristóbal.
“Quiero que envíes una carta inmediatamente”, ordenó Leocadia. “A Ángela, a su hija.”
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“¿Qué quiere decirle?”
Leocadia sonrió, y había algo absolutamente aterrador en esa sonrisa. “Quiero que sepa que, aunque Lorenzo falló en su misión, aunque la criada sobrevivió, el objetivo final se cumplió. El bebé está muerto, y eso, mi querido Cristóbal, era lo que realmente importaba.” Se giró para mirarlo directamente. “Pero también quiero que Ángela sepa que esto es solo el comienzo. María Fernández sobrevivió esta vez, pero hay otras formas de eliminar a aquellos que no se ajustan a nuestro mundo. La próxima vez seré más cuidadosa. La próxima vez no habrá sobrevivientes.”
Cristóbal palideció. “Mi señora, ¿estás sugiriendo…?”

“Estoy diciendo”, interrumpió Leocadia, “que Samuel y María aprendieron una lección hoy. Aprendieron que hay consecuencias por desafiar el orden natural. Pero la lección no está completa. Todavía tienen que aprender que nadie sobrevive cuando yo decido que deben ser eliminados.”
“Pero mi señora, con Lorenzo arrestado, con Don Alonso expulsándola del palacio… ¿Cómo planea…?”
“Tengo recursos que nadie en este palacio puede imaginar”, dijo Leocadia con seguridad absoluta. “Tengo contactos en Madrid, en la corte, en lugares de poder que harían temblar a estos nobles provincianos. Me retiraré por ahora, sí, pero volveré. Y cuando lo haga, será con tal fuerza que nadie, nadie podrá detenerme.” Bajó la voz hasta un susurro aterrador. “La próxima carta que envíe no será para pedir que alguien empuje a María por las escaleras, será para ordenar algo mucho más definitivo. Y esta vez no usaré idiotas incompetentes como Lorenzo, usaré profesionales.”

Tomó pluma y papel y comenzó a escribir. Su caligrafía era perfecta, elegante, completamente opuesta al veneno de las palabras que fluían de su pluma.
“Mi querida Ángela, lamento que Lorenzo no haya sido más cuidadoso en su ejecución, sin embargo, el resultado principal se logró, aunque no de la manera más limpia. Pero no te preocupes, hija mía, esto es solo un pequeño revés. Hay muchas otras formas de eliminar obstáculos. La próxima vez que actúe no habrá evidencia, no habrá testigos, no habrá sobrevivientes. Samuel y María aprenderán que cruzar a la Condesa de Grazalema tiene consecuencias mortales. Tu amorosa madre.”
Selló la carta con su sello personal y se la entregó a Cristóbal. “Asegúrate de que Ángela reciba esto mañana después de que yo me haya ido. Quiero que sepa que, aunque me expulsen, aunque me alejen físicamente de este palacio, mi alcance es largo, mi memoria es eterna, y mi venganza será implacable. Los que me subestiman siempre descubren demasiado tarde que cometen un error fatal.”
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Cristóbal tomó la carta con manos temblorosas. Había servido a Leocadia durante años. Había sido testigo y cómplice de muchas de sus manipulaciones y crueldades. Pero esto era diferente. Esto era planear abiertamente asesinatos futuros. Esto era cruzar una línea que incluso él consideraba peligrosa. ¿Realmente debía ser parte de semejante plan? Pero cuando miró los ojos fríos y calculadores de Leocadia, esos ojos que parecían capaces de congelar el alma, supo que no tenía opción real. Ella lo destruiría si la traicionaba, tal como estaba planeando destruir a Samuel y María. En el mundo de Leocadia no había neutralidad. O estabas con ella o estabas en su lista de enemigos.
A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol iluminaron el palacio, Leocadia abandonó “La Promesa” con la cabeza en alto, sin mostrar ni un ápice de vergüenza ni arrepentimiento. Llevaba sus mejores galas. Su postura era perfecta, su expresión impecablemente serena. A cualquier observador casual le parecería que ella era quien elegía marcharse, no que estaba siendo expulsada en desgracia. Cuando su elegante carruaje desapareció por el camino bordeado de árboles, Samuel estaba en la ventana de la habitación de María, observando la partida con una expresión completamente pétrea, como si hubiera sido tallado en granito.
“Se ha ido”, dijo María suavemente desde la cama. Su voz todavía débil, pero con un matiz de alivio.

“Sí”, respondió Samuel sin apartar los ojos del camino vacío. “Pero volverá. Lo sé con la misma certeza con que sé que el sol saldrá mañana.” Se giró para mirarla y en sus ojos había algo nuevo, algo que nunca había estado allí: una determinación fría, calculada, casi peligrosa.
“¿Y qué haremos cuando vuelva?”, preguntó María.
Samuel caminó hacia la cama, se sentó a su lado y tomó su mano con suavidad. “Estaremos listos, mi amor. Y esta vez, cuando Leocadia intente atacarnos, seremos nosotros quienes golpeemos primero. No más pasividad, no más esperar a ser víctimas. Si ella quiere guerra, tendrá guerra, pero no será la guerra que ella espera.”