Un Palacio Sumergido en la Tragedia: La Fecundidad Amenazada en “La Promesa”
El idílico escenario de “La Promesa” se ha visto ensombrecido por una de las desgracias más desgarradoras que jamás hayan azotado sus opulentos muros. Lo que prometía ser un capítulo de pura felicidad para María Fernández y el Padre Samuel se ha tornado en una pesadilla de proporciones devastadoras, teñida de maldad y pérdida irreparable. Tras superar innumerables obstáculos y luchar contra los prejuicios, esta pareja, cuyo amor prohibido florecía en secreto, había encontrado finalmente un remanso de paz. Una paz que, como una frágil flor, ha sido brutalmente arrancada de cuajo, dejando tras de sí solo desolación y un dolor que promete marcar a fuego el destino de dos almas.
La mañana que precedió a la tragedia, todo en “La Promesa” emanaba un aura de serena anticipación. El sol bañaba los corredores con un resplandor dorado, y María Fernández, con cinco meses de gestación, irradiaba una felicidad contenida pero palpable. Sus manos acariciaban con ternura su vientre, cobijando la pequeña vida que crecía en su interior. El brillo en sus ojos y la sonrisa que iluminaba su rostro eran elocuentes testimonios de un futuro lleno de esperanza, un bálsamo tras las penurias vividas.
En la cocina, un ambiente de calidez reinaba mientras Simona y Candela preparaban un almuerzo especial para María. “Vas a ser una madre maravillosa, María”, le había asegurado Simona, abrazándola con afecto. “Ese bebé será el más amado de todo el palacio.” Candela, con una risa contagiosa, añadió: “Y el más mimado, entre todas nosotras, ese niño no podrá dar un paso sin que alguien lo esté cuidando.” Incluso López se unió a la celebración, bromeando sobre las recetas que prepararía para el recién nacido. Era un instante de dicha compartida, un preludio idílico que, sin que nadie lo supiera, estaba siendo observado desde las sombras.

Una figura encapuchada, vestida de riguroso negro, acechaba desde las escaleras superiores. Sus ojos fríos y calculadores seguían cada movimiento de María con la precisión de un depredador. Pía, al pasar por el corredor, sintió un escalofrío inexplicable, una inquietud que, aunque fugaz, presagiaba el horror venidero. “Debo estar cansada”, murmuró, descartando su presentimiento. Pero la premonición no era infundada. Algo terrible estaba a punto de desatarse.
Al caer la tarde, una tarea aparentemente rutinaria se convirtió en el escenario de la catástrofe. María fue encomendada a llevar toallas limpias a los aposentos del segundo piso. Un trayecto familiar, cada escalón conocido al dedillo. Sin embargo, al iniciar el ascenso por la escalera principal, una ominosa presencia la invadió. Sintió que no estaba sola. Al girarse bruscamente, el corredor inferior se encontraba vacío, las sombras danzaban en las paredes. “Debe ser mi imaginación”, susurró, intentando disipar la creciente ansiedad.
Pero la sensación se intensificaba con cada escalón. Al llegar a la cima, exhausta por el embarazo, se detuvo para recuperar el aliento. Fue entonces cuando sucedió. Pasos rápidos resonaron a sus espaldas. Antes de poder reaccionar, una figura vestida de negro emergió de la penumbra. El cesto de toallas voló por los aires, y las prendas se esparcieron por la escalera. “¡¿Quién está ahí?! ¿¡Qué quieres?!”, gritó María, instintivamente protegiendo su vientre. La figura permaneció en silencio, pero sus manos enguantadas la agarraron con brutal fuerza por los hombros. Y entonces, empujó.

El grito de María rasgó el aire, resonando por todo el palacio. Su cuerpo perdió el equilibrio, precipitándose escaleras abajo. Cada impacto, desde su espalda contra el primer escalón hasta su cadera contra el segundo y su hombro contra el tercero, no solo destrozaba su cuerpo, sino que golpeaba salvajemente la vida que llevaba dentro. María luchaba por proteger su vientre, rodando sin control por la imponente estructura.
Simona, en el corredor inferior, escuchó el grito y su corazón se detuvo. Al girarse hacia las escaleras, la dantesca escena la dejó paralizada: el cuerpo de María cayendo, golpeándose contra cada escalón. “María, ¡no!”, gritó, corriendo hacia ella. El último golpe contra el peldaño final dejó a María inmóvil. La ominosa mancha roja que se expandía en su vestido fue el presagio final para Simona: había sangre. “María, por Dios, ¡María!”, exclamó, cayendo de rodillas junto a su amiga.
María estaba consciente, sus ojos desorbitados por el dolor. “Mi bebé…”, susurró con voz quebrada. “Por favor, Dios, ¡salven a mi bebé!”. Candela y Lope llegaron, paralizados por el horror. “¡Hay que buscar al médico!”, gritó Lope. “¡Ahora, rápido!”. Un lacayo salió disparado en busca de ayuda. Mientras tanto, la figura encapuchada, tras observar la escena durante un instante macabro, desapareció sin dejar rastro en los oscuros corredores.

Samuel, absorto en sus oraciones en el jardín, sintió un presentimiento funesto al escuchar los gritos. Corrió hacia el palacio, y al llegar al vestíbulo, la visión de María siendo transportada por Manuel y Curro, dejando un reguero de sangre sobre el mármol, destrozó su alma. “¿Qué pasó? ¿¡Qué le pasó!?”, gritó Samuel, su voz desgarrada. Manuel, con el rostro sombrío, respondió: “Alguien la empujó por las escaleras, Padre Samuel. Fue un ataque.” Las palabras cayeron sobre Samuel como un mazazo. Alguien había atacado a María, la madre de su hijo.
María fue colocada en una cama preparada apresuradamente por Pía. Samuel se arrodilló a su lado, tomando su mano. “María, mi amor, resiste. El médico viene. Todo va a estar bien. Tú y el bebé vais a estar bien.” Pero sus palabras sonaban huecas, insuficientes ante la magnitud del desastre. María abrió los ojos, su mano temblorosa buscó su mejilla. “Samuel, nuestro bebé… por favor, salva a nuestro bebé.” Samuel intentó infundirle esperanza: “Los dos vais a sobrevivir.” Los dos…
El Dr. Hernández llegó veinte minutos después. Su rostro palideció al ver a María. “Todos fuera. Necesito espacio”, ordenó. Samuel se negó a moverse. “No voy a dejarla.” El doctor, con una mezcla de compasión y firmeza, replicó: “Si quiere que haga todo lo posible, necesito trabajar sin distracciones.” Manuel, con pesar, arrastró a Samuel fuera de la habitación. En el corredor, Samuel se derrumbó, sollozando descontroladamente, mientras Curro se sentaba a su lado, compartiendo el dolor en un silencio elocuente.

Tras cuarenta largos minutos, el doctor emergió. Su expresión lo decía todo. Samuel se irguió, ansioso: “¿Cómo están? ¿El bebé?” El Dr. Hernández respiró hondo. “Padre Samuel, lamento profundamente decirles esto. Hice todo lo que pude, pero el trauma fue demasiado severo. María perdió al bebé hace diez minutos.” El mundo de Samuel se detuvo. Un grito primitivo, un aullido de dolor absoluto, escapó de su garganta. Sus piernas cedieron, cayendo al suelo, sollozando violentamente. “No… no puede ser verdad.”
Pía, llorando, se arrodilló junto a él. ¿Cómo consolar a un padre que ha perdido a su hijo? “Padre Samuel”, dijo Pía con voz temblorosa, “lo necesita. María está despierta y lo sabe. Necesita estar con usted.” Samuel se levantó con esfuerzo y entró a la habitación. María estaba de lado, mirando la pared, temblando. No lloraba audiblemente, solo se estremecía. “María”, apenas pudo pronunciar Samuel. “Mi amor, yo…” Ella se giró hacia él, sus ojos completamente vacíos, como si su alma hubiera sido arrancada. “Nuestro bebé se fue, Samuel”, dijo con voz monótona. “Alguien… alguien mató a nuestro bebé. Alguien nos lo quitó antes de que pudiéramos conocerlo, antes de que pudiéramos escuchar su primer llanto, antes de que pudiéramos ver su primera sonrisa. Nos robaron nuestro futuro.” Y entonces, se desmoronó. El llanto reprimido estalló como una presa rota, y se lanzó a los brazos de Samuel, quien la recibió en un abrazo que parecía capaz de destrozar el mundo. Ambos lloraban con una intensidad que trascendía el dolor humano. Dos almas unidas en la más profunda de las pérdidas.
Afuera, Simona, Candela y Lope se abrazaban, llorando en silencio. Habían esperado con tanta ilusión la llegada de ese bebé, celebrado su existencia incipiente, y ahora todo había terminado antes de comenzar. “¿Quién haría algo así?”, sollozó Candela. “¿Qué clase de monstruo empujaría a una mujer embarazada por las escaleras?” Nadie tenía respuesta. Pero una certeza helada se instaló en el palacio: un asesino deambulaba entre ellos.

Don Alonso, al enterarse de la tragedia, convocó a todos los habitantes del palacio al salón principal. Su rostro, habitualmente sereno, ardía con furia y determinación. “Lo que le sucedió a María Fernández esta tarde no fue un accidente”, tronó con autoridad absoluta, “fue un intento deliberado de asesinato, una cobardía imperdonable cometida contra una mujer inocente y su bebé nonato. Quiero saber quién estaba en el corredor superior en el momento del ataque. Quiero nombres, quiero testimonios, quiero respuestas, y las quiero ahora.”
El silencio que siguió fue absoluto y cargado de tensión. Manuel, asumiendo el rol de interrogador, comenzó a cuestionar metódicamente a cada presente. ¿Dónde estabas entre las 5 y las 6 de la tarde? ¿Viste a alguien en las escaleras principales? ¿Notaste algo inusual? Pero el resultado era desconcertante: nadie había visto a la figura encapuzada. Parecía un fantasma, una aparición que solo existió para María.
Mientras tanto, Curro, en una minuciosa inspección de la escena del crimen, descubrió un pequeño fragmento de tela negra enganchado en un clavo en la pared. “Esto no es tela de servicio”, observó Manuel, examinando el tejido fino y sedoso. “Es tela de nobleza.” Petra Arco, quien observaba la investigación con inusual intensidad, palideció al reconocer el material. “Tejido como este”, murmuró, “solo lo usan personas de cierto nivel social.”

Manuel se volvió hacia ella. “Petra, si sabes algo, tienes que decirlo.” Petra, con la mirada nerviosa, finalmente confesó en voz baja: “Señor Manuel, hay solo una persona en este palacio que tendría motivos para atacar a María. Una persona que odia ver felicidad donde ella misma no puede tenerla.” “¡¿Quién?!”, insistió Manuel. “Leocadia”, susurró finalmente. “Doña Leocadia tiene un odio particular hacia cualquier cosa que considere inmoral. Y un sacerdote teniendo un hijo… Ha comentado muchas veces que era una afrenta a Dios y a la sociedad.”
Leocadia, la mujer que había sembrado tanto dolor, estaba supuestamente confinada en sus aposentos. ¿Podría haber sido ella la figura encapuchada, o habría ordenado el ataque? Los días siguientes fueron una pesadilla de luto y una incansable investigación. María, aunque físicamente en recuperación, estaba emocionalmente destrozada, apenas hablando, apenas comiendo, ausente de sí misma. Samuel, consumido por una creciente sed de justicia, se encontraba transformado. El padre gentil y compasivo daba paso a un hombre consumido por una furia primitiva, una necesidad de venganza.
El domingo siguiente, durante la misa en la capilla, Samuel subió al púlpito con una expresión que heló la sangre de los presentes. “Hermanos y hermanas”, comenzó, su voz despojada de su calidez habitual, ahora imbuida de acero y furia contenida, “hoy no voy a hablarles sobre la misericordia de Dios. Hoy voy a hablarles sobre algo mucho más urgente: el demonio que camina entre nosotros.” El silencio se hizo absoluto. “Sí, escucharon bien. Hay un demonio en ‘La Promesa’. Un demonio que viste ropas finas, que se esconde detrás de sonrisas falsas y modales refinados. Un demonio que asesinó a un bebé inocente.”

Intentando mediar, Manuel sugirió cautelosamente. Pero Samuel lo cortó: “¡No voy a callarme, no más! Mi hijo está muerto… Y voy a quedarme callado ante esta injusticia. ¡Yo sé quién destruyó a mi familia! Fue Leocadia Figueroa.” El nombre resonó como un trueno. Samuel, con voz elevada, acusó: “Esa mujer, esa víbora venenosa, ha estado manipulando y destruyendo vidas… y ahora ha llegado tan lejos como para matar a un niño nonato. ¡A mi hijo!”
Don Alonso intentó apaciguar la situación, señalando que Leocadia estaba recluida. Pero Samuel replicó: “Exiliada en su habitación con todas las comodidades… Eso no es exilio. Y aunque no fuera ella físicamente… ella tiene cómplices. Alguien en este palacio actuó bajo sus órdenes.” Ángela, presente en la capilla, palideció visiblemente, sus manos temblaban.
Tras la misa, Petra buscó a Samuel. “Padre Samuel, necesito hablar con usted”, dijo con cautela. “Tres días antes del ataque a María, intercepté una carta… Era de Leocadia.” Le entregó una copia. Samuel leyó las palabras que encendieron su furia: “La situación con la criada embarazada se ha vuelto insoportable… Esta situación debe ser impedida a cualquier costo. Tú sabes lo que debes hacer.” “¿A quién iba dirigida?”, preguntó Samuel. “No tenía nombre del destinatario en el sobre”, respondió Petra, “solo decía ‘para quien debe actuar’. Pero la carta fue entregada específicamente en los aposentos de Ángela.”

Justo en ese momento, Ángela irrumpió en el jardín, sollozando: “¡Era para mí! La carta era para mí. Mi madre me envió esa carta ordenándome que hiciera algo horrible.” Samuel, con voz aterradora, preguntó: “¿Fuiste tú? ¿Tú empujaste a María?” “¡No!”, gritó Ángela. “Yo… yo se lo conté a Lorenzo.” La revelación cayó como un rayo. “Lorenzo de la Mata”, dijo Petra con los ojos muy abiertos. “Él estaba en el palacio el día del ataque.” “Yo le conté sobre la carta de mi madre”, sollozó Ángela, “y él… él parecía tan comprensivo… Pero ahora me doy cuenta. ¡Lorenzo fue quien empujó a María! ¡Él fue la figura encapuzada! Él actuó siguiendo las órdenes que mi madre me dio a mí…”
El horror se apoderó de todos. Lorenzo de la Mata, padre biológico de Curro, el arma de Leocadia. “¿Dónde está ese monstruo ahora?”, rugió Samuel. Manuel informó que Lorenzo había desaparecido tras el ataque. Ángela proporcionó una posible ubicación: una finca rural cerca de Córdoba. “Entonces, allí es donde lo encontraremos”, sentenció Manuel. “Voy a contactar a la Guardia Civil inmediatamente. Lorenzo de la Mata será arrestado por intento de asesinato.” Curro, con rabia contenida, añadió: “Yo voy con ellos.”
Samuel se giró hacia Ángela. “Tú no empujaste a María. Tú rechazaste las órdenes de tu madre. Cometiste un error al confiar en Lorenzo, pero no eres responsable de sus acciones.” Alivio y culpa se mezclaron en el rostro de Ángela.

Esa noche, Samuel visitó a María. “Hemos descubierto quién te atacó”, le dijo. “Fue Lorenzo de la Mata, actuando bajo órdenes de Leocadia Figueroa.” Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de María. “Lo sabía”, susurró. Samuel tomó sus manos. “María, mi amor, te hago una promesa solemne aquí y ahora. Nuestro bebé no morirá en vano. Leocadia y Lorenzo pagarán por este crimen ediondo. Lo juro por Dios. Lo juro por el alma de nuestro hijo.” En sus ojos, María vio una transformación aterradora: la furia contenida de un guerrero. Pero también vio un ruego: “No dejes que el odio te consuma como los consumió a ellos.”
Mientras tanto, Leocadia, en sus aposentos, recibió la noticia de su expulsión. “Expulsarme…”, rió con amargura. “Pero esto no ha terminado.” Ordenó a Cristóbal que enviara una carta a Ángela: “Quiero que sepa que aunque Lorenzo falló en su misión, el objetivo final se cumplió. El bebé está muerto… Y la próxima vez seré más cuidadosa. La próxima vez no habrá sobrevivientes.” Su voz se convirtió en un susurro aterrador: “Samuel y María aprenderán que cruzar a la condesa de Grazalema tiene consecuencias mortales.”
A la mañana siguiente, Leocadia abandonó “La Promesa” con la cabeza en alto, su carruaje desapareciendo en el camino. Samuel observaba desde la ventana de la habitación de María. “Se ha ido”, dijo ella. “Pero volverá”, respondió Samuel, su determinación fría y peligrosa. “Y esta vez, cuando Leocadia intente atacarnos, seremos nosotros quienes golpeemos primero. Si ella quiere guerra, tendrá guerra, pero no será la guerra que ella espera.” El futuro de “La Promesa” pende de un hilo, mientras la sombra de la venganza se cierne sobre el palacio.