“La Promesa” Capítulo 722: La Sombra del Asesinato Planea Sobre Lorenzo, Mientras los Secretos Emergen en el Palacio

Una noche cargada de tensión y desesperación se cierne sobre La Promesa, dejando tras de sí un rastro de decisiones límite y batallas internas. El capítulo 722, emitido el 24 de noviembre, revela un Curro al borde del abismo, contemplando el acto extremo como única vía para salvar a Ángela, mientras los cimientos del palacio tiemblan bajo el peso de la verdad y la ambición.

[Música Dramática]

La oscuridad que envuelve La Promesa en este capítulo 722 es más que una mera ausencia de luz; es un manto pesado, tejido con secretos indecibles, deudas emocionales y las secuelas de actos irreversibles. Cada crujido de la madera, cada susurro ahogado en los pasillos, resuena con la ansiedad palpable que ha invadido el corazón de sus habitantes. Nadie duerme plácidamente, y las sombras parecen albergar más que objetos inanimados.


Desde la ventana de su aposento, Curro observa el patio, pero su mirada está perdida en un vacío interior, incapaz de registrar la realidad que se despliega ante él. La imagen recurrente que lo atormenta es la de Beltrán, su figura abatida a caballo, desvaneciéndose en la noche, mientras Ángela permanece inmóvil, un retrato de la desesperación silenciosa, incapaz incluso de seguir al hombre que amaba.

El recuerdo del enfrentamiento con Lorenzo es una brasa ardiente en las manos de Curro. En el instante en que sus nudillos impactaron contra la mandíbula del capitán, sintió un atisbo de justicia salvaje, una descarga eléctrica de venganza. Sin embargo, ese fugaz alivio fue rápidamente eclipsado por la sombría comprensión de que había cruzado un umbral, una línea de no retorno. Ahora, la situación se ha tornado aún más desoladora: Beltrán, desterrado; Ángela, prometida a un ser que emana oscuridad; y Lorenzo, humillado pero ahora, peligrosamente empoderado.

La irrupción de Pía, su voz un bálsamo tentativo en medio del tormento, apenas logra sacarlo de su ensimismamiento. La preocupación en sus ojos, la oferta de una cena que Curro ni siquiera ha tocado, reflejan la profunda angustia que lo consume. “No tengo hambre”, es la respuesta lacónica de un alma que ha perdido el apetito por la vida misma.


Pía, con la fuerza de quien ha aprendido a leer los silencios, se enfrenta a Curro, observando la tensión en sus hombros, la mandíbula apretada, la mirada perdida en un horizonte más allá de las paredes de su habitación. “No puedes seguir así, hijo”, susurra, la palabra que rara vez se pronuncia en voz alta, escapando en un momento de dolor por él. “Lo de Beltrán, lo siento tanto como tú, pero no puedes cargar tú solo con esta guerra”.

Pero Curro ve más allá de una simple guerra. “No es una guerra, Pía, es una ejecución y Ángela es la condenada”, responde, la amargura tiñendo sus palabras.

La aprehensión de Pía se intensifica. “Precisamente por eso me das miedo”, confiesa, su voz teñida de inquietud. “Porque te veo diferente, como si te hubieras metido en un túnel del que no sabes cómo salir.” Las palabras de Lorenzo, pronunciadas con una helada sonrisa y una franqueza despojada de cualquier atisbo de humanidad, resuenan en la mente de Curro: “Lo que yo quiero no es ser feliz, señorita Ángela. Lo que quiero es tenerlo todo bajo control.”


“¿Qué vas a hacer, Curro?”, pregunta Pía, un susurro cargado de presagio. “Porque yo tengo miedo de que hagas una locura.”

La respuesta de Curro es escalofriante en su cruda sinceridad. Abre los ojos, y en su mirada, antes turba, ahora reside una oscuridad decidida. “Y si la única locura posible es no hacer nada.” El escalofrío que recorre la espalda de Pía es una premonición de las tinieblas que se avecinan.

La tragedia de Ángela, la inminente boda con un hombre que encarna la depravación, se convierte en el foco de la desesperación. La complicidad silenciosa de Don Alonso, Doña Cruz, y el resto de la corte, que se limitan a desviar la mirada, alimenta la furia y la impotencia de Curro. “A veces pienso que lo único que podría detener a Lorenzo es que deje de respirar”, suelta, una frase que vacía el aire de la habitación.


Pía, aferrándose a su brazo con desesperación, suplica: “No, no, Curro, no vuelvas a repetir eso. No quiero oírlo ni como pensamiento.” Pero la sombra de Lorenzo ha consumido la mente de Curro, y su voz, aunque más baja, no deja de expresar su tormento: “Pues yo no puedo pensar en otra cosa.”

Mientras el dolor de Curro se torna más denso, una batalla silenciosa se libra en las estancias más sombrías del palacio. En el salón de Leocadia, a la luz tenue de una lámpara de aceite, Ángela se enfrenta a su madre. Sus ojos, hinchados por el llanto, y sus manos entrelazadas en un nudo de desesperación, reflejan la angustia de una joven a punto de ser sacrificada. “No puedes hacerme esto, madre”, clama su voz quebrada, resonando con la inocencia de una niña a pesar de su inminente matrimonio. “No puedes entregarme a ese hombre. ¿Has visto cómo me mira? Como si fuera algo que ha comprado.”

Leocadia, atormentada por la lucha interna entre su conciencia y la cruda realidad de la necesidad, el miedo y el orgullo, finalmente cede. “No tengo elección, Ángela”, declara con voz arrastrada. “Lorenzo tiene el poder de destruirnos. A ti, a mí, a tus hermanos, a todo lo que nos queda si no cumples con este compromiso.”


La rabia de Ángela explota, una llama que se aviva con cada palabra de su madre. “¿Y qué hay de mí? ¿Qué hay de mi vida? ¿De lo que siento, de lo que quiero? Beltrán se ha ido porque tú lo has permitido. Porque tú has cerrado la puerta como si fuera un perro al que se echa a la calle.”

Leocadia, perdiendo la compostura, replica: “Beltrán no podía ofrecerte nada. Solo pobreza y problemas. Con Lorenzo tendrá seguridad.” Ángela responde con una carcajada amarga, un sonido que por un instante adquiere una madurez inquietante. “Seguridad en el infierno, querrás decir.”

En un momento de dolorosa honestidad, Leocadia admite: “Sé lo que es, Lorenzo. Sé exactamente lo que es… y sé que al entregarte a él… es como entregar a mi hija a un monstruo.” Su voz se quiebra, pero su resolución se endurece. “Pero no hay vuelta atrás, ¿me oyes?”


Ángela, sintiéndose abofeteada por la cruda realidad, retrocede. “Entonces, admítelo. Admítelo de una vez sin rodeos”, susurra. “Estás sacrificando a tu propia hija para salvarte a ti misma.” Incapaz de responder, Leocadia se aferra a la dureza como escudo. “La boda se celebrará. Quieras o no, y si te atreves a revelarte, Lorenzo no será el único que pague las consecuencias.” Con un último gesto de frialdad, cierra la puerta en las narices de su hija.

La furia de Ángela, lejos de apagarse, arde con renovada intensidad. Cuando Lorenzo la llama para una conversación, acude al salón principal con el pulso desbocado, pero ahora con una determinación casi suicida. El capitán la espera, impecable, una copa en la mano, la personificación de la victoria.

“Me alegra verla, señorita Ángela”, dice con una cortesía hipócrita. “Estaba empezando a pensar que iba a evitarme hasta el altar.”


“Me alegra que lo tengas claro”, replica ella con frialdad. “Porque si de mí dependiera, jamás llegaría a ese altar.”

Lorenzo, con la sonrisa depredadora de un gato jugando con su presa, responde: “Oh, vamos. No dramatice. Dentro de unos años mirará hacia atrás y pensará que exageraba. La vida de una esposa de capitán no es tan terrible.”

“La vida de una esposa de monstruo sí lo es”, interrumpe Ángela, su voz firme. “Y tú no me engañas, Lorenzo. No eres un hombre que busque amar ni ser amado. Lo has dejado claro. Lo único que quieres es control. Tenerme como un trofeo, como un objeto más en tu colección.”


Lorenzo, con un gesto medido, deja la copa. “Tiene razón”, admite, su mirada fija en ella. “No busco felicidad, no creo en esa palabra. Es volátil, peligrosa, hace que la gente cometa estupideces. Lo que yo quiero es que todo esté donde debe estar. Que nadie se salga del lugar que le corresponde y usted, señorita Ángela, estará mucho más segura bajo mi mano que suelta por ahí viviendo fantasías con don nadie como Beltrán.”

“Beltrán es más hombre que tú”, escupe ella. El brillo en los ojos de Lorenzo se vuelve frío y homicida. “La felicidad es un lujo para quienes no tienen nada que perder”, murmura, acercándose. “Yo lo tengo todo y sí, lo confieso, quiero controlarlo, incluida usted. Cuanto antes lo asuma, menos sufrirá.”

La bofetada de Ángela resuena en el salón, dejando una marca roja en la mejilla de Lorenzo. Él, impasible por un instante, gira lentamente su rostro hacia ella. La sonrisa ha desaparecido, reemplazada por una promesa gélida en sus ojos. “Ese gesto, señorita”, dice con una lentitud calculada, “se lo dejaré pasar. Lo consideraré parte de su duelo por el campesino perdido. Pero cuando sea mi esposa, aprenderá que no se levanta la mano contra su marido sin consecuencias.”


Un temblor recorre el cuerpo de Ángela, pero no cede. “Y tú aprenderás que jamás serás feliz conmigo”, susurra. “No podrás comprar ni mi cariño ni mi respeto. Solo tendrás un cuerpo al que humillar.”

“Nada más, créame”, responde Lorenzo con una sonrisa helada. “Me basta.”

Desde el pasillo, escondido tras la puerta entornada, Curro ha escuchado cada palabra. Algo dentro de él se ha quebrado definitivamente.


Mientras tanto, en otra ala del palacio, Manuel se debate en la biblioteca, apretando unos papeles con la furia de quien busca arrancar una confesión. Enora, la mujer que le recomendó la empresa ahora envuelta en un peligroso entramado con don Lisandro, es el centro de su sospecha. “¿Lo sabía?”, es la pregunta que no logra sacudirse de la cabeza.

Enora, al notar la frialdad de Manuel, intenta una sonrisa. “Sí, tenemos que hablar de don Luis y de la empresa que me recomendaste con tanta insistencia”, responde Manuel, su mirada fija en ella.

La sonrisa de Enora se desvanece. “Creí que ya estaba todo claro. Te dije que solo quise ayudar.”


“¿Ayudar a quién? ¿A mí o a don Lisandro?”, pregunta Manuel sin rodeos. Enora palidece. “No lo sabía, Manuel. Te lo juro, yo confié en la información que me llegó. No pensé que…”

“No tienes pruebas”, la interrumpe él con tristeza. “Pero tampoco tengo dudas. Algo no encaja. Algo de todo esto huele a trampa. Y tú estabas justo en el lugar perfecto para empujarme hacia ella.”

Herida, Enora pregunta: “¿Crees que soy parte de una conspiración contra ti? ¿De verdad piensas eso?” Manuel baja la mirada, el dolor de desconfiar de ella le pesa. “Lo que pienso es que alguien te usa o que tú no me has contado toda la verdad”, responde. “Y hasta que no la conozca, no puedo seguir comportándome como si nada ocurriera.”


El silencio que sigue es un muro invisible. Enora retrocede, sus ojos brillantes. “Entonces, quizás sea mejor que no opine sobre mi vida sentimental”, murmura. “Bastante tengo con que Simona y Candela se crean mis guardianas en la cocina.”

En efecto, Simona y Candela, en la cocina, comentan a voz baja mientras amasan pan. “Yo solo digo”, susurra Candela, “que Toño no es para Enora. La mira como quien mira un dulce del que puede prescindir si se lo quitan.” “Exacto,” asiente Simona. “Y ella no es un pastelito que se prueba y se deja. Además, últimamente está demasiado nerviosa. Algo oculta.”

Enora, parada en la puerta, las puños apretados, irrumpe: “¿Sabéis qué es lo que oculta Enora? Que está cansada de que todo el mundo opine sobre su vida como si fuera un espectáculo de feria.” El rodillo cae de las manos de Simona. Candela parpadea atónita.


“Nosotras solo, solo solo os preocupáis por mí. Lo sé”, dice Enora, las lágrimas contenidas. “Pero vuestra preocupación se ha convertido en una vigilancia constante. Comentáis cada paso que doy con Toño, cada palabra que intercambio con Manuel. Estoy agotada. Mi vida sentimental es mía. Mía, ¿me oís? Y si me equivoco es mi derecho equivocarme.”

“No queríamos hacerte daño”, murmura Candela. “Pues lo habéis hecho”, responde Enora con la voz quebrada. “Porque en este palacio ya hay demasiada gente intentando decidir por los demás. No quiero que vosotras os suméis a esa lista.” Se marcha, dejando a las cocineras sumidas en la culpa y el desconcierto.

Mientras tanto, Petra afila sus armas invisibles contra Teresa. Desde que la joven asumió el puesto de ama de llaves, cada error se ha convertido en una afrenta personal. “Las sábanas de la planta noble no están dobladas como antes”, comenta Petra con veneno. “Pero claro, ¿qué se puede esperar de alguien que ha llegado aquí por favoritismos?”


Teresa, respirando hondo, responde con calma: “Las sábanas están perfectamente. Y mi puesto no es fruto de favoritismos, sino de confianza.”

“Confianza mal puesta”, replica Petra. “Si Simona hubiera hecho ese trabajo, mucho mejor o yo misma.” El color sube a las mejillas de Teresa, pero esta vez no baja la cabeza. “Simona tiene otras responsabilidades y tú también”, dice mirándola de frente. “Somos compañeras Petra, no enemigas. Deberías ayudarme. No ponerme trampas.”

Petra suelta una risita amarga. “No necesito poner trampas. Tú sola tropezarás.” Este comentario es la chispa final. Teresa da un paso adelante. “Basta. No voy a permitir que sigas humillándome delante del servicio. Soy el ama de llaves. Y aunque no te guste, tendrás que acostumbrarte. Si tienes una queja sobre mi trabajo, se la presentas a los marqueses. Pero si vuelves a faltarme al respeto delante de los demás…” Su voz tiembla de rabia, pero se mantiene firme. “Entonces la que irá a hablar con ellos seré yo. Y no te va a gustar lo que tenga que decir.” El pasillo queda en un silencio sepulcral. Petra, por primera vez en mucho tiempo, se queda sin palabras, viendo en los ojos de Teresa una nueva determinación, la de quien ha dejado de pedir permiso para existir.


Arriba, en la planta noble, otra despedida se fragua. Martina cierra con cuidado el último baúl, sus vestidos doblados con una perfección casi cruel, como si el orden de la tela pudiera imponer orden en el caos de su corazón. Adriano, apoyado en el marco de la puerta, la observa con incredulidad y dolor. “No tienes por qué hacerlo”, dice al fin. “Podrías quedarte. Hablar con tus padres, daros tiempo. Huir no te ayudará a aclarar tus sentimientos.”

Martina se vuelve hacia él con una triste sonrisa. “No es una huida”, responde. “Es un alto en el camino. Me estoy asfixiando aquí, Adriano, entre lo que esperan de mí, lo que yo misma no sé lo que quiero. Y tus ojos se nublaron un instante. Todo lo que está pasando con Curro, con Lorenzo, con Ángela. Este lugar es un hervidero de dolor.”

Adriano da un paso hacia ella. “Y aún así decidir irte ahora cuando todo está en llamas.”


“Precisamente por eso”, lo interrumpe. “Si me quedo terminaré ardiendo también. Necesito distancia. Necesito escuchar mi propia voz sin el eco de este palacio.” Los ojos de Adriano se suavizan. “¿Y mi voz?”, pregunta casi en un susurro. “¿También necesitas distancia de ella?”

Ella duda. Por un momento, parece que va a decir algo que lleva mucho tiempo callando, pero al final baja la mirada. “De todo, Adriano, incluso de lo que me gustaría conservar. Si hay algo verdadero entre nosotros, sobrevivirá al tiempo y a la distancia.” Él traga saliva. “Y si cuando vuelvas nada es como ahora, entonces significará que nada estaba destinado a ser”, responde Martina con una serenidad que le duele en la garganta. “No quiero promesas. No puedo aceptar más promesas que luego se rompen. No te pido que me esperes. Solo que no me odies.” Adriano la mira largo rato, como si quisiera grabarla en la memoria. “Eso sí que no puedo prometerlo”, murmura con una sonrisa triste. “Porque ahora mismo lo único que siento es miedo a perderte.”

Martina se acerca y, por primera vez en mucho tiempo, apoya la frente en su pecho. Él no se atreve a abrazarla del todo, como si cualquier movimiento brusco pudiera hacerla desaparecer.


En la capilla, Pía observa las velas temblar mientras Samuel se quita lentamente el alzacuello. Tiene las manos torpes, como si esa tela blanca pesara una tonelada. “Así que ahora sí”, pregunta sin rodeos. “¿Ahora si estás dispuesto a dejar los hábitos, a renunciar a tu vocación por María?”

Samuel respira hondo. “No es por María, solamente”, responde. “Es por mí, por lo que siento, por lo que ya no puedo callar.”

“Pero hasta hace nada te aferrabas a tu sotana como si fuera tu salvavidas”, insiste Pía. “¿Qué ha cambiado, Samuel? ¿La idea de un hijo, el miedo a perderla?” Él baja la mirada. “Todo el tiempo verla sufrir, saber que iba a traer una vida a este mundo sin certezas, sin protección. De pronto, mis votos dejaron de parecerme un sacrificio sagrado y empezaron a ser una forma de cobardía. Si Dios me pidió alguna vez que renunciara al amor, no puedo seguir creyendo que era este amor. No el que siento por María.”


Pía lo observa con ternura y preocupación. “Solo quiero saber si lo haces de verdad por amor o por culpa”, dice. “Porque si es culpa, no te va a sostener cuando lleguen las dificultades.” Samuel cierra los ojos. “La culpa me trajo hasta aquí. El amor es lo único que me está impidiendo huir.”

Pía asiente despacio. “Entonces, más te vale que cuando se lo digas a María sea mirándola a los ojos. Sin promesas a medias, porque una mujer que se entrega así como ella se ha entregado a ti, merece a un hombre entero, no uno que sigue dividido entre dos altares.”

La noche ha caído completamente sobre La Promesa, pero el verdadero descenso apenas comienza. Curro camina solo hacia los establos, sus pasos silenciosos pero decididos. En su cabeza, las imágenes de Ángela humillada, las palabras de Lorenzo, el portazo de Leocadia, el recuerdo de su propia impotencia desde niño, se mezclan en un cóctel de desesperación.


En un rincón oscuro, donde el olor a cuero se mezcla con la humedad, cuelga, casi olvidado, el viejo fusil de caza. Curro lo toma entre sus manos. Pesaba más de lo que recordaba. Lo acaricia como quien acaricia una decisión irreparable. “Si muere, se dice en silencio, sintiendo cómo le tiemblan los dedos. Todo se acaba. No habrá boda. Nadie podrá obligarla. Nadie más la tocará.”

Pero otra voz, más suave, más parecida a la de Pía, le susurra que no todo se acabará con la muerte de Lorenzo. Al contrario, muchas cosas empezarán: un escándalo, una investigación, quizás la cárcel, quizás el odio eterno de Ángela si descubría lo que había hecho por ella.

Escucha pasos tras él. Se gira de golpe, tenso, el fusil medio levantado. Pía está en la entrada del establo, el rostro desencajado. “Sabía que te encontraría aquí”, dice sin aire. “Dime que no vas a hacer lo que estoy pensando.”


“Dímelo, Curro, ahora mismo.” Él aprieta el fusil con más fuerza. “No puedo dejar que la entregue a ese hombre, Pía. No puedo. Me da igual lo que me pase a mí. Ya no soporto ver cómo este lugar se come a la gente que quiero.”

“¿Y crees que matándolo vas a arreglar algo?”, su voz suena firme de repente. “Esto no es un duelo de honor de las novelas que lees. Es tu vida, la de Pía, la de todos. Si aprietas ese gatillo, te convertirás en lo que más odias.”

Curro baja la mirada. “No sé ser otra cosa que el hijo de un hombre capaz de matar”, escupe con odio hacia sí mismo. “Llevo toda la vida huyendo de esa sombra, pero a lo mejor no se huye de la sangre.”


Pía se acerca despacio, como si se enfrentara a un animal herido. “Pues demuéstrame que la sangre no lo decide todo”, susurra. “Demuéstrame que eres distinto, que eres más fuerte que tu pasado. Tú mismo me lo has dicho muchas veces. ¿Quieres ser mejor? Esta es la prueba.”

Él respira con dificultad, como si cada palabra fuera una piedra que se coloca sobre su pecho. “¿Y si no hay otra salida?”, pregunta casi desesperado.

“Siempre la hay”, responde ella. “Aunque sea más lenta, más dolorosa, menos gloriosa. Matar es rápido, vivir con lo que has hecho. Eso sí es una cárcel. Y yo no quiero visitar a mi hijo en una celda toda mi vida.” Las palabras “mi hijo” lo atraviesan como un cuchillo.


Por primera vez en mucho tiempo, Curro la mira con la fragilidad de un niño. “Tengo miedo, Pía”, confiesa al borde de las lágrimas. “Miedo de que le haga daño, miedo de que una noche la escuche gritar y no llegue a tiempo.”

“Entonces, vigílala, protégela, búscale una salida que no pase por un cadáver”, dice ella. “No me importa si tengo que interponerme entre Lorenzo y ella. No me importa si tengo que enfrentarlo yo. Pero no te quiero con sangre en las manos. No así.”

Las manos de Curro tiemblan. Durante un instante, el mundo parece reducirse al peso del fusil. Luego, lentamente, lo baja. Lo apoya de nuevo en la pared, como si le arrancaran un trozo de alma, pero también como si soltara una carga insoportable. Pía se acerca del todo y le pone una mano en la nuca, tirando suavemente de él hasta apoyar su frente en su hombro. “No vas a matar a nadie”, susurra mientras él, por fin, deja escapar un sollozo contenido. “No hoy, no. Encontraremos otra forma, lo juro.”


Mientras tanto, Lorenzo atraviesa el pasillo principal, ajeno a la tormenta que estuvo a punto de caer sobre él. Se detiene un instante frente a un espejo, observando la marca rojiza de la bofetada de Ángela. Sonríe sin humor. “Te acabaré domando, pequeña salvaje”, murmura para sí. “Y el día que dejes de mirarme con odio, será porque ya no te quedará fuerza para nada más.” No se da cuenta de que, a la vuelta del recodo, Ángela lo observa, oculta en la penumbra. Sus palabras le helaron la sangre, pero también encendieron algo nuevo en ella: una resistencia silenciosa, obstinada.

En ese mismo instante, en otro rincón de la casa, Curro se enjuaga las lágrimas con el dorso de la mano y sale del establo, más vacío, pero también más decidido. No había matado a Lorenzo, pero algo sí había muerto esa noche: la ilusión de que las cosas se arreglarían solas. Si Lorenzo buscaba control, encontrará algo que no esperaba: una red de corazones dispuestos a resistirse. Ángela, Curro, Pía, Teresa, incluso Martina desde la distancia. Cada uno a su manera empieza a entender que en La Promesa, la única salida no es matar al monstruo, sino negarle día tras día el poder de devorarlo todo.

Y esa guerra lenta e invisible apenas acaba de comenzar.


[Música Dramática que se desvanece]